Hubo un tiempo en el que, al llamar a mi número de teléfono, respondía una mujer llamada Nancy Escobar. Lo he descubierto hace poco. El domingo una amiga me dio la noticia y luego sentí un escalofrío como si alguien en mi habitación me hubiera besado en la nuca y luego se hubiera esfumado. ¿Sabes qué nombre me aparece en la pantalla? No. Nancy Escobar. ¿Nancy Escobar? Sí, Nancy Escobar.
He buscado a Nancy Escobar en internet y me he perdido en las fotografías de todas las Nancy Escobar que el algoritmo ha encontrado en México y en Estados Unidos y en Venezuela y en otros lugares. En las fotos, mujeres y chicas de este pequeño mundo que comparten ese nombre y que aparecen sonrientes y tristes al mismo tiempo o besando a unos hijos que han criado solas. Creo que no he encontrado a Nancy.
Ahora entiendo las llamadas equivocadas de otras mujeres y otros hombres que se quedaban callados al oír mi voz y me preguntaban extrañados por Nancy, como si ella estuviera tumbada a mi lado y yo fuera un obstáculo o un guardián o un nuevo hijo de puta en la vida de Nancy. La última llamada fue hace cuatro o cinco noches. Estaba leyendo el magnífico libro La ocupación de Patrick Cockburn, el corresponsal del Independent en Bagdad, y le daba vueltas a la cita del primer Duque de Wellington de que “las grandes naciones no libran guerras pequeñas” y entonces sonó el teléfono. Una voz de mujer que me pareció joven, al otro lado, aguantó el aliento cuando yo dije “hello?” y luego preguntó si estaba Nancy. Le respondí que pensé que se había equivocado de número y ella, con un temblor, me dijo que lo sentía y me pareció como si se alegrara de no haber encontrado todavía a Nancy, como si hubiera llamado para darle una noticia terrible y ahora tuviera una tregua para armarse de valor antes de teclear el siguiente número.