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Mientras tantoLas ilusiones perdidas de Rupert Murdoch

Las ilusiones perdidas de Rupert Murdoch


Hace ya mucho tiempo que no leo la prensa escrita cuando viajo en el metro, ni doblo o desdoblo las páginas del periódico entre la estrechura de la gente, ni se me quedan las manos tiznadas de tinta al final del trayecto. Ahora, cuando consigo sentarme cómodamente en el metro, lo que hago es sacar mi librito electrónico y leer -o releer- literatura clásica, como, por ejemplo, Les illusions perdues de Balzac, novela que acabo de empezar hace un momento.

 

No descubro nada si digo que es una de las grandes novelas del siglo XIX y seguramente uno de los cincuenta mejores libros de todos los tiempos. En sus primeras páginas se describe detalladamente la imprenta del viejo Sechard, padre de David, el íntimo amigo de Lucien de Rubempré. La descripción no parece gratuita en una novela cuyo motivo principal es la creación literaria. El viejo avaro, sin muchos escrúpulos, traspasa la imprenta al hijo y trata de convencerlo del buen negocio que ha hecho; David, joven timorato, pero muy inteligente, sabe que la maquinaria que hereda está totalmente desfasada por la nueva tecnología, la que viene de Inglaterra. Una imagen resume perfectamente la caducidad del negocio: todas las tardes, se nos dice, las aguas residuales que salían de la imprenta estaban ennegrecidas por la tinta, como si se lavara allí dentro el mismo diablo.

 

Al leer este pasaje me he acordado de cuando mis manos se tiznaban de negro por el manoseo del papel de periódico y, sin poder remediarlo, he levantado la vista de la pantalla con una sonrisa de satisfecha complacencia. Entretanto, a mi lado, veo que un pasajero tiene abierto de par en par el New York Post. Ojeo uno de los titulares. Al parecer, Rupert Murdoch, dueño y señor de ese periódico -además de televisiones, emisoras de radio, editoriales y no sé cuántos medios de comunicación más- se niega a aceptar los precios con que Amazon vende los libros electrónicos de una de sus editoriales y amenaza con romper el trato. Diez dólares por un texto electrónico que se reproduce instantáneamente las veces que a uno le da la gana le parece a Murdoch un precio muy barato teniendo en cuenta que el ejemplar en papel cuesta en una librería tres veces más.

 

Vuelvo a mi lectura, pero en seguida me distraigo pensando en la noticia que acabo de leer. El viejo magnate australiano se asemeja en esto al viejo avaro de la novela de Balzac, pues no ve más allá de su linotipia, ni parece aceptar dos principios económicos elementales, como son 1) que el valor de una cosa es siempre una estimación subjetiva, y 2) que su precio varía en función de su mayor o menor abundancia. Les illusions perdues de Balzac es, para mí, un texto mucho más valioso que el último bestseller que aparece en las listas del New York Times, pero salvo que hablemos de una primera edición o de una edición de lujo, su precio en el mercado será siempre menor por una cuestión de oferta y de demanda. Eso, por un lado. Y, por otro, ¿qué precio se le pone a un libro que cualquiera puede reproducir y distribuir por todo el planeta a la velocidad de la luz? ¿Es justo establecer un precio justo para el libro electrónico? ¿O factible? ¿O sensato?

 

El dueño de una editorial, en defensa de sus intereses, puede que quiera aliarse con el autor y enarbole el derecho a la propiedad intelectual y pida la ayuda de los jueces, pero el autor tiene que ser muy tonto si se deja engatusar. Pues salvo unos cuantos afortunados, prácticamente ningún autor ha vivido jamás de la venta de sus libros impresos, y menos aun si resultaba que sus libros eran originales o tenían un mínimo de rigor artístico. ¿Vivieron de su literatura Melville, Proust, Valle-Inclán, Joyce o Juan Ramón Jiménez, por poner unos cuantos casos al azar?

 

En los últimos doscientos años la supuesta profesionalización del escritor no ha sido más que una ilusión absurda, fomentada por la intrínseca vanidad de quien dedica su tiempo a escribir y perpetuada por la astucia del editor en presentarse como adalid y salvaguarda de la cultura. El libro impreso beneficia al editor en casi todos los casos y muy raramente al escritor. ¿Cuántos escritores pueden presumir de haber ganado en diez años lo mismo que gana un médico, un abogado… o el linotipista que trabaja en la editorial donde se publican sus libros?

 

Seamos realistas, pues. La profesión de escritor no existe, como no existe la profesión de poeta, a no ser que confundamos una y otra actividad con periodismo, noble profesión, sin duda, por más que para muchos –incluido para el pobre y trágico Lucien de Rubempré- el ejercicio periodístico represente a la larga la muerte del escritor.

 

Desearía terminar esta reflexión, en todo caso, con una nota de optimismo. Hace unos cuantos días se ha presentado el i-pad, que es otro paso más en la creación de un artilugio multimedia donde reproducir, como por arte birlibirloque y con un solo cliqueo, todos los libros, imágenes y sonidos que en el mundo han sido. Desconozco el éxito que puede llegar a alcanzar, pero sí vaticino que este aparato -u otro similar- acabará muy pronto con la mucha tinta que corre en favor y en contra de los derechos de autor, pues todo autor será como el jilguero que canta en la rama de un árbol, de cualquier árbol. Quizá lo haga gratis o quizá no, pero con una libertad de expresión nunca antes soñada. En cuanto a la paga por su trabajo intelectual, sospecho que se volverá al sistema de mecenazgo que tan buenos resultados dio allá en el Renacimiento. Y ya puestos, ¿por qué no proponer a Rupert Murdoch como el primero en iniciar esta nueva tendencia?

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