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Las lágrimas de Denis

Hay dos tiempos en Cochabamba. El aparente, en el que las calles, el mercado de La Cancha o el paseo del Prado paracen congelados en algún momento de la historia reciente; postales sin remite de una vida sin los aspavientos del ipad. Y el real, camuflado entre las bancas de la Plaza 14 de Septiembre o quizá en los soportales de la Prefectura, donde todo está ocurriendo aceleradamente, una especie de ajuste de cuentas con la Historia profunda de este país de injusticias enquistadas por y desde la barbarie española.

Camino por estas calles del primer tiempo tratando de descubrir el segundo. No es difícil. La nueva mirada orgullosa y de frente de esta indígena que sigue vendiendo la misma carne de llama sentada en medio de la calle; los continuos actos reivindicativos en cualquier punto de la ciudad; la conversa necesaria sobre lo que somos o sobre lo que a veces nos hacen ser.

Denis llega orgulloso con el pique macho aún humeante. «Coman papitos, coman que esta es su casa». El boliche es casero y amable. Una especie de merendero como los que alimentaron mi niñez. Éste, con una única marca del tiempo occiental acelerado: un pequeño televisor plano donde se apelotonan los jugadores de Inglaterra y Estados Unidos en un combate con balón entre dos imperios tan nocivos como vigentes. El cocinero de este lugar tiene un sonrisa tan contagiosa como necesaria y una alegría que me confirma el gusto por estas tierras andinas y sus gentes.

Como todo acá (en realidad, como todo en el mundo que habitamos), Denis vive dos realidades. Cocina para vivir y por gusto, pero es un indígena antropólogo formado a alto nivel, reconocido en el movimiento indígena y subido al carro de las luchas inaplazables desde hace muchos años. Hablamos, hablamos hasta arrancarle el frío a la noche. Bebemos, bebemos desmesuradamente como todo en esta tierra de desmesura. Y Denis me cuenta cómo en esta Bolivia de hoy se está poniendo fin a la discriminación que ha aplastado a la mayoría de la población por siglos; me insiste en que no hay vuelta atrás. Somos pasado, somos indentidad, somo territorio. Esta es la enseñanza que indígenas de Bolivia, de Colombia o de Centroamérica me han enseñado en estos años de Otramérica. Somos todo eso y somos tiempo.

Denis y yo terminamos llorando. Él, al recordar como su pueblo era carne de cañón, silencio y sombras en su propio hogar. Yo, porque sus lágrimas me duelen y porque no entiendo a este mundo en el que siempre hay alguien que se cree mejor que el otro y olvida que la única manera de ser, de existir, es a través de él.

Hace frío, pero camino con el alma caliente. Templado por la amistad, por el aprendizaje y por la sensación apabullante de que soy un caminante privilegiado al que la vida se ha empeñado, incluso en contra de él, en hacer mejor gente.

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