“He renacido con el signo de los pájaros”, escribe el poeta y narrador mexicano Daniel Saldaña París, en su primer poemario, La máquina autobiográfica. Y algo así podría decirse de la escritora argentina, también narradora y poeta, Mercedes Álvarez, autora de la novela Historia de un ladrón (Caballo de Troya, 2010), una de las mejores óperas primas publicadas en España en el año 2010, y del poemario Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, 2013).
Este signo diferente, nuevo y parcial, en el caso de Mercedes Álvarez, y que sirve para que la autora cambie de género (de la novela a la poesía), sería algo como mirar el mundo con un solo ojo, como hacen los pájaros. Esto es: secuestrar del material narrativo apenas el detalle, la idea, el gesto, el tono, y disponerlo poemáticamente, verso a verso. Quiere decirse con esto que la fuerza de la poesía de Mercedes Álvarez resulta de un trabajo rítmico, de síncopa. Y su función es la del despiece, el de la pura demolición.
Uno de los rasgos más llamativos de los textos, en cuanto a la composición formal, es la del instinto práctico y la actitud de consejería moral (pero postmoderna) con la que se nos enuncian los primeros poemas (y que se titulan así: ‘Recomendaciones’). Rigidez de la forma que pronto se destensa y en su laxitud el poema va perdiendo título, puntuación (que ya de por sí comienza escueta) y número de versos. Esta tendencia se altera en el último poema del libro, que es un cierre largo, pero igualmente sin título (aunque sí aparece con título en el índice).
Decíamos que Imitación de los pájaros se abre con una serie de recomendaciones, donde se aconseja prudencia, piedad y templanza (así, en general), y se regalan también admoniciones a colectivos concretos: “a los trabajadores de mi generación”, “a los futuros amantes” y “ a las futuras novias”. Los poemas se caracterizan por su estilo didáctico y por un leve tono reprobatorio que no esconde, a su vez, una dulce ironía.
En la segunda parte se mantiene un cierto tono de sugerencia, pero esta vez a una misma (al yo poético). Aquí, el modo de proceder es diferente, pues se prefiere que la fuerza poética recaiga no en la elocución sentenciosa, sino más bien en la secuencialización de los textos. Es decir, que en bastantes ocasiones se alternan los poemas más largos con otros más breves y estos segundos sirven para matizar lo dicho antes. Y no como una coda, o al modo enfático, sino más bien en tanto que sutil, pero categórica, contra-réplica.
Aquí se podría interpretar que los consejos de la primera parte se van aplicando de manera personal. Y el yo poético de la autora da cuenta de esta dificultad; gestiona, de alguna manera, el conflicto de ver aplicados esos mismos consejos generales a la particularidad de su carácter. Y, así, el ritmo de los poemas va funcionando al modo especular, o del ping-pong, pues la probidad teórico-filosófica de los temas (y su complejidad) poco a poco va encontrando acomodo en una filosofía mundana. Por ello, nos encontramos con poemas que se vuelven más interrogativos, que se tuercen por el camino del discurso privado, allá donde el cuestionamiento íntimo no puede ser sino hipótesis, violencia e incredulidad. En resumen: esta parte es una brisa frágil, pero que rompe la quietud estática de la forma del poema (del poema más convencional, establecida su forma en el primer bloque del libro).
La tercera parte comienza con una invocación a los pájaros, un llamado a su sapiencia intuitiva, a su modo diferente de percibir el mundo; a su retorno y, de alguna manera, a su simbología, pues se aparecen como mensajeros oraculares. El resto de poemas (o poemillas, más bien) que le siguen, en un deliberado tono menor, como de mística doméstica, trabajan con fuerza una serie de símbolos femeninos (el anillo de matrimonio, la relación amo-siervo, los pendientes, y el rojo de la sangre). Se cierra el bloque con la (re)institución de la culpa, en un fraseo que hace pensar –por un instante– en la poesía de Chantal Maillard.
Ya dijimos que el poemario se cierra con un poema intitulado (o titulado de rebote, oblicuamente) ‘Las mujeres de mi familia’, que sirve para re-conectar la historia familiar (la de las mujeres) con la animalidad averiada del cuerpo. Y es que Mercedes Álvarez da cuenta de la inoportunidad de los tiempos en los que la enfermedad se ha venido presentado en la familia y cómo de ahí nace un forzado sentido práctico de la vida, profano, pero que no esconde su tristeza, su pena. Una amargura que en Imitación de los pájaros se nos ofrece con la virtud de su distanciamiento, como si la intimidación que nos producen las cosas del mundo, al ser mirada de soslayo, perdiese –al menos– la mitad de su vigor.
Mercedes Álvarez, Imitación de los pájaros, Ed. Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013