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Las letras y el erudito

Ayer tuve que explicarle a mis estudiantes la diferencia entre algunos de los autores que yo mencionaba en clase como ejemplos de literatura excepcional (Borges, Conrad, García Márquez, Vargas Llosa, Yourcenar, Dinesen) y otro escritor al que algunos de ellos se referían como su autor de cabecera, el creador imprescindible, aquél novelista del cual se leían todo ¿Se imaginan quién? Claro: Paulo Coelho.

 

Les tuve que contar la historia que ya le solté a quienes me pusieron antes en ese aprieto: Mi lectura de El Alquimista a fines del siglo XX ( en versión pirata, malbarateado por algún vendedor de la Javier Prado limeña) fue una de las causas directas para que yo tomara la decisión de emigrar. Su libro me forzó a revisar mis prioridades en la vida y darle espacio a unos sueños que se habían quedado apachurrados contra algún rincón oscuro de mi rutina.

 

Yo había creído desde muy joven que una experiencia vital imprescindible era la de vivir un tiempo alejado de quienes te eran muy cercanos, aprendiendo a ser autosuficiente y ganando una mínima autodisciplina que la vida familiar –al menos en mi caso, en un hogar de clase media acomodada– había hecho innecesaria. Ese libro me hizo priorizar uno mis sueños. A mí y me imagino que también a los millones de lectores que han convertido a Coelho en una sensación editorial.

 

Pero lo que escribe Coelho no es buena literatura porque sus historias siempre son contadas con una gama limitada de recursos narrativos, privilegiando el hilo principal de la historia y conduciendo al lector hasta el final, casi de la mano (para que se percate «solito» de que necesita tomar una decisión que podría afectar su vida de un modo positivo). Mis estereotipos occidentales de lo que significa «alcanzar la felicidad» fueron despertados todos al mismo tiempo por ese paladín de la armonía espiritual que es Coelho.

 

Entonces ¿Qué es buena literatura? Pues lo es aquella que además de entretener –con una historia que podría o no podría ser apasionante– formula preguntas y despierta inquietudes.

 

En ocasiones, estas inquietudes son abismos a los que el lector jamás se sintió capaz de asomarse. A veces son atisbos imaginarios en territorios donde el artista responde a preguntas jamás formuladas antes.

 

La buena literatura tiene que ser hasta cierto punto provocadora. La buena obra literaria siempre ha sudado sangre y se ha medido contra distintas miserias en su camino duro y accidentado hasta la palabra fin.

 

Además, la buena literatura se preocupa mucho por la forma, por el ritmo, por la dimensión de sus personajes, por el impacto de sus diálogos. La buena literatura casi nunca ha sido escrita por un mago inspirado sino por un artista con cierto talento que ha conseguido terminar la obra de arte después de trabajar bastante duro.

 

Yo aprendí a leer literatura ya de viejo. Creo que hasta los treinta años no supe de qué se trataba. Jamás entré a la casa sagrada de Shakespeare, ni me interesó subirme con Homero al barco condenado de mi tocayo aqueo. Sabía solo lo necesario de James Joyce pero jamás abrí sus libros. Lo poco que sabía de literatura universal eran las menciones de uno que otro autor latinoamericano a quien sospecho que –dada mi ignorancia– solo entendía a medias. ¿Cómo comprender del todo a García Márquez sin leer a Sófocles o a Vargas Llosa sin haber leído a Conrad o a Faulkner?

 

Yo vivía en Newyópolis indeciso en embarcarme en una carrera literaria, cuando el destino puso frente a mí a uno de aquellos bichos raros que deambulan cada vez con menos frecuencia por la vida: un erudito.

 

Mi amigo el erudito –un muchachón limeño que venía becado a Nueva York con ganas de sacudirse de algunos años de desgracias peruanas, traiciones literarias y malos entendidos– era intransigente en su clasificación de todo lo escrito hasta entonces en solo dos columnas: la literatura y la basura.

 

El erudito era un tímido caballero y precoz lector de La Iliada que había ejercido mil oficios para sobrevivir en el Perú. También era un convencido hedonista para quien dos de los mayores placeres de la vida estaban envueltos entre las páginas de un libro y entre las piernas de una mujer. Era también un recalcitrante defensor de la honestidad literaria. Él fue mi amigo y mi profesor, compartiendo conmigo, con mucha paciencia, la fruta deliciosa de su erudicción.

 

Además de los libros, el erudito amaba la música del Divino Sordo; y me invitó –una tarde en que una de sus mujeres inalcanzables decidió dejarlo ir a él y a su boleto ya comprado– hasta un balcón del Lincoln Center para que yo me paralizara de alegría escuchando a Bernard Haitink dirigiendo a la London Symphony Orchestra interpretando la Novena Sinfonía de Beethoven. «Porque la música es la compañera perfecta del escritor» me enseñó el erudito. Es verdad: son muchos los escritores de primera línea que han manifestado que sus mejores libros solo pretendieron imitar la obra de sus más admirados compositores.

 

Con el erudito recorrí decenas de librerías escuchando anécdotas de lector cariñoso; recogiendo al paso pequeñas enseñanzas sobre tal o cual autor que lo apasionaba, descubriendo las mil y una razones por las que tantos seres humanos deciden dejarlo todo y ponerse a escribir.

 

El erudito también me demostró, siguiendo con la punta de los dedos la tinta china de sus viñetas, que Corto Maltés de Hugo Pratt es uno de los personajes más sólidos y ambiciosos de la literatura universal. Además me convenció, con unas cervezas y una buena comida para acompañar la experiencia visual, que una de las mejores películas jamás filmadas ha sido El Gatopardo de Visconti; y que los placeres del buen leer tienen que ser igualados por los de la buena conversación y los de la buena mesa: Nunca faltaron en el menú de aquellos años en que recorrimos Nueva York las ofertas culinarias, ni los nuevos restaurantes que amigos y amigas recomendaban para su exigentísimo paladar de erudito pobre pero quisquilloso.

 

Alguna vez, en la mesa de un resinoso restaurante dominicano en el Bronx, donde una mesera de ricos labios y senos que pujaban por salirse de la blusa le peñizcó los cachetes y le preguntó » ¿Qué é lo que quiere tú, cariño?»; este erudito me escribió en un papel los nombres de los autores a los que yo tenía que conocer para poder jactarme de una educación literaria más o menos sólida. Allí estaba Esquilo, Virgilio, Dante, Saint-John Perse, Pound, T.S. Eliot, Woolf, Canetti, Burton, Tolstoi, Hugo, Eliade, Lawrence, Wilde, Kipling; entre algunos otros.

 

Esos nombres –lanzados sobre el papelito desde el lapicero barato con que mi amigo intentaba olvidar el peñizcón atrevido de la mesera– fundaron mi acercamiento a la literatura y enriquecieron mi vida como lector.

 

 

 

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