Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Arpa“Las manos de mi abuela han sido un bote salvavidas”. Jesús Montiel...

“Las manos de mi abuela han sido un bote salvavidas”. Jesús Montiel y lo invisible

¿Buscaste los momentos de quietud cada mañana? Esa es la pregunta que, en el tramo final de The sound of metal, una de las mejores películas del año pasado, el líder de una comunidad de sordo-adictos le hace a Ruben. Este último es el personaje principal de la historia, un baterista que se está recuperando de una adicción a la droga y que, además, al inicio del relato pierde el oído. El consejo de su mentor consistía simplemente en buscar el silencio; permanecer en silencio y, si llegaba la impaciencia, escribir lo que viniera a su mente. Ese era el secreto para ir entrando poco a poco en su propia interioridad, para no dejar que el mundo le arrollase con tantas expectativas y con tantos aparentes problemas por solucionar. Con tanto ruido. “Esos momentos de quietud, ese lugar, ese es el reino de Dios. Ese lugar nunca te abandona”, dice el gran Paul Raci, a sus setenta y tres años, en una de las escenas más conmovedoras de la cinta. Sin embargo, parece que Ruben no encontró ese reino, al menos no todavía, así que su “comportamiento de adicto” ­–todos tenemos tantas adicciones­– comienza a aflorar otra vez, pero de distinta manera.

Gustave Thibon decía que necesitamos la existencia de una vida eterna, pero no para experimentar un tiempo distinto al nuestro, sino para poder volver a vivir con calma todo lo que no hemos podido hacer acá más que de prisa. Sería algo así como un deber de justicia de Dios con nosotros, por habernos hecho amargamente temporales. Por eso, lo que en este mundo no convertimos en eternidad hallada, decía Thibon, es tiempo perdido. Y el –hasta hace pocos días– último libro del granadino Jesús Montiel (Granada, 1984) sería, siguiendo esa lógica, un pedazo de esa eternidad, porque allí se ensancha, a lo largo de más de cincuenta páginas, un brevísimo recuerdo: las manos de su abuela cuando doblaba las sábanas. Montiel saca un librito de aquel pozo que puede estar detrás de un gesto tan sencillo.

Ya que encuentro una imagen idéntica en mi memoria, aquel ensayo poético funciona también como un tributo a mis abuelos que murieron el año en el que murieron tantos abuelos. En estos meses no me enorgullezco ni por lo que escribo, ni por lo que leo, sino por algo más discreto aún: me siento orgulloso de lo que otros escriben por mí. Imagino que a Montiel le gustaría la escena de The sound of metal porque todos sus escritos –desde sus mini ensayos poéticos para prensa hasta sus aforismos– transmiten la búsqueda de ese lugar que no te abandona. Por eso sus textos se han convertido para mí en esas respiraciones hondas, cada vez menos frecuentes. Con varios premios ganados desde que hace más de diez años empezó a publicar, Montiel acaba de presentar, La última rosa, con la editorial Pre-Textos. Esta conversación la tuvimos algunas semanas antes.

—En Lo que no se ve todo está movido por un solo recuerdo; escribes: “somos una casa construida sobre una ternura concreta”. ¿Cómo entrenar esa memoria? Dostoyevski decía que conservar un buen recuerdo puede salvarte la vida…

—El recuerdo de las manos de mi abuela es involuntario. Afloró de repente, mientras veía El gran silencio. Las manos de un cartujo que acariciaba la tela desenterraron este recuerdo, las manos de mi abuela aplanando las sábanas, cuando yo era un niño. La memoria retiene siempre estos gestos de amor, aunque a veces de manera inconsciente, sin que nos demos cuenta. Luego afloran, en el momento señalado, para salvarnos la vida durante el sufrimiento y el terremoto. Las manos de mi abuela han sido un bote salvavidas, lo siguen siendo ahora.

—Dices que la poesía no es algo que se escribe, sino un modo de estar vivos y de relacionarse con lo que nos rodea. ¿Hay poetas que no escriben?

—Mis abuelos, por ejemplo. Viven disponibles, sin el colmillo retorcido. Mi abuelo ha sido toda su vida un minero. También ha labrado sus tierras y ha peleado con el clima. Su vida física ha sido dura. También la de mi abuela, que tenía que lavar la ropa en el río, cuidar de los animales, atender la casa. Ellos son poetas. Quiero decir que aceptan lo que la vida les trae cada día, sin escabullirse. Apenas se quejan de sus males. Tienen una sabiduría milenaria, que se está perdiendo con la vida en las ciudades. Ahora somos más epidérmicos, nos da miedo todo, no soportamos el dolor. Somos neuróticos y aprensivos, y por eso las consultas de psiquiatría están llenas: fobias, ansiedad, depresiones. Cuando digo que hay personas que no escriben pero que son poetas me refiero a esa manera de mis abuelos de estar en el mundo. Creo que el poema es eso: la vida en bruto, sin quitarle nada, con toda su dosis de sufrimiento y luz. La poesía no es un texto, es la vida pura, tal y como viene.

—Vivimos con la mente mutilada entre miles de notificaciones en el teléfono. ¿Cómo consigues conservar ese silencio que después se experimenta con tus escritos?

—Lo que escribo nace de mi vida. Por eso necesito cierto clima para escribir. Intento cultivarme, cuidar mi espíritu. Para eso medito a diario, en un banquito de madera, siguiendo la tradición hesicasta. Pablo d’Ors me ayuda, en la actualidad. Llevo una vida muy simple: cuido de mis hijos, trabajo dando clases, escribo, corro, rezo. Es una vida elemental de la que se nutre mi escritura.  Y creo que eso es lo que permite ese silencio al que te refieres.

—En cuanto a generar ese clima, te interesa mucho el tema de la atención, consideras que es un puente entre lo material y lo espiritual. ¿Cómo lidiar con esto en un mundo fabricado para distraernos? “El infierno es vivir sin darnos cuenta”, dices en una reciente entrevista…

—La atención es crucial. Lo que hace especial al gesto de mi abuela aplanando la sábana es la atención. No dobla las sábanas distraída, como pensando en otra cosa. Ella está en lo que hace. Nosotros no. Normalmente vivimos escindidos. Estamos haciendo algo corporalmente, pero en el plano mental estamos en otra parte. Nos pasa al conversar con una persona. Asentimos o negamos con la cabeza, pero estamos pensando quizás en lo que tenemos que hacer esa tarde. Hacemos las cosas de un modo rutinario, reservándonos un tanto por ciento de nosotros. La atención es hija del amor. Yo presto atención a lo que amo, es decir, a lo que ocupa mi corazón. Si amo el dinero, estoy todo el día prestando atención a los números de mi cuenta bancaria. Mucha gente vive así, ¿no es verdad? Los contemplativos hacen lo mismo, pero con las ocupaciones más banales. Son la constatación de que se puede vivir con atención mientras cocinamos, cuando compramos el pan, al decir buenos días a nuestra pareja o vecino. Cuando uno atiende a lo que hace, algo despierta dentro de nosotros, una alegría que es profunda y que nace cuando se entabla una relación con la realidad. Yo aspiro a vivir así, aunque estoy muy lejos. Es un entrenamiento que dura toda la vida, dicen los sabios.

—Dices que “la nieve nos hace contemplativos” porque, instintivamente, lo de fuera es más importante que nosotros, nos libera de la arrogancia. ¿Quiénes han sido tus maestros en el camino de la contemplación? ¿Se puede crecer con teléfonos móviles, redes sociales, en contacto permanente con masas de gente, y ser contemplativo?

—En primer lugar, mi maestro ha sido mi abuela, como digo en el libro. Ha sido y es un maestro. Todos aquellos autores que no son solo literatura: Thomas Merton, Christian Bobin, Emily Dickinson, Adrienne von Spyer, Sánchez Rosillo, Clarice Lispector, Susana Benet… La lista es interminable. En el terreno meditativo los padres y madres del desierto, Rumi y los místicos sufíes, Franz Jalics, y en la actualidad Pablo d’Ors. Me nutro de muchas fuentes, en realidad. Y sí, creo que se puede vivir en medio del mundo, pero sin ser del mundo. Se puede tener un teléfono móvil, estar en la ciudad, tener una red social y vivir contemplativamente. Ese es el desafío. En lo que estoy ahora. Aunque te confieso que mi pretensión es ir abandonando, de manera gradual, sin violentarme, muchas de estas cosas. Porque, aunque se puede compaginar, yo creo que tengo dentro una exigencia superior, que me pide más entrega, mayor desprendimiento.

—En una parte del libro contrapones una “ficción” que nos crea la ciudad, al hacernos pensar que nosotros controlamos todo, versus la vida del campo que tiene sus propios ritmos, sus propios eventos que superan nuestras planificaciones. ¿Podemos estar viviendo una ficción toda la vida? ¿Cómo salir de ahí?

—Si, vivimos siendo pequeños dioses. Diseñamos la vida, la ajardinamos. Pero luego llega una tormenta y echa por tierra nuestros esfuerzos. La pandemia, por ejemplo, ha manifestado nuestra incapacidad, ha dibujado los límites, nos ha hecho pequeños. Basta un empujoncito, nada. La pandemia es un ángel, en el sentido de que trae un mensaje, algo se nos quiere decir. La enfermedad, tener hijos o una pareja con la que discutimos y vemos nuestras limitaciones, todo eso es bueno para el crecimiento, para salir de esa fantasía de la que hablas. Lo mejor para acabar con el tirano que tenemos dentro es la fricción con los demás.

—Cuentas también que te ha costado años pasar de pensar en un Dios que es la torre de la iglesia que vigila, “ojo de cíclope”, a uno que se asoma en el olmo que está fuera de tu ventana. Este último es el que aparece una y otra vez en tus textos. ¿Nos puedes contar algo de ese proceso? ¿Influyó ahí la literatura?

—El ambiente en el que he crecido ha sido árido, emocionalmente. Se me ha enseñado a Dios desde la rigidez moral, como un manual de conducta. Solo después, de manera gradual, y con mucho sufrimiento, se ha ido transformando en ternura. A esa ternura he llegado a través de la herida. La literatura ha influido mucho, qué duda cabe. Algunos autores me han acompañado durante el proceso. Pero sobre todo ha sido la realidad. He conocido realidades muy duras, como el cáncer de mi hijo o rupturas familiares muy cercanas, que me han hecho conocer el mal, la cruz, la parte oscura de mi corazón. Pero al mismo tiempo me han mostrado a Dios. Un Dios que, aunque exigente, incomprensible a veces, es un amor sin límites, que transforma la vida y redime a los hombres. Sigo avanzando en ese conocimiento de Dios.  Me queda mucho camino, y todavía me faltan realidades que debo atravesar para disolverme en el amor: la enfermedad propia, por ejemplo. Tengo que envejecer, tengo que enfermar, y morir. Y estas realidades son encuentros con Dios. Citas en las que hablaremos, en las que a lo mejor discutiremos.

—Hablas de tu taller de escritura… ¿Cuáles son las coordenadas fundamentales que sigues con tus alumnos?

—Mi taller no enseña a escribir a nadie, eso sería una estupidez. Intento que el participante cambie su mirada. Les digo que los ojos que traen al taller, los ojos de la rutina, no valen para escribir poesía ni para mirar la realidad. Hacen falta otros ojos, y para eso hay que abandonar el ego, combatirlo. Ese es el punto. Hay que ser humildes para que la realidad pase a través de nosotros. Solo así la escritura nutre. De otro modo es algo autista, de una élite intelectual. Y eso no me interesa en absoluto.

Más del autor