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Las manos en los bolsillos o la última batalla de los mineros

La suspensión rebotó levemente sobre el asfalto deformado y requemado. Eran los restos de lo que había sido una barricada. En la radio del coche,  varios tertulianos se enzarzaban a cuenta de una mezcla entre el conflicto minero de los despachos (el recorte en las ayudas al carbón por parte del Ministerio de Industria, las reuniones frustradas, la negociación bloqueada) y el de las laderas, los pozos, las propias barricadas: “Se trata de criminalizarlos como si fueran una guerrilla, y no es así”, bramaba uno. “Hombre, que están organizados es un hecho”, respondía otro.

 

Fuera estaba chispeando. Era lunes, 18 de junio, y la huelga general en las comarcas mineras se concretaba, en la cuenca del río Nalón, en Asturias, en un silencio sepulcral y en un plomizo orbayo. Nada más: todo parecía, entonces, mucho más sencillo de lo que lo pintaban.

 

Porque mucho antes de ese día, mucho antes de que a Madrid llegaran apocalípticas escenas de guerrilla, antes de las fotografías y las estampas pseudo sandinistas de tipos embozados disparando voladores a la Guardia Civil, lo que cruzaba la meseta un 31 de mayo recién empezado era toda una expedición de autobuses cargados de mineros, familiares, prejubilados y simpatizantes que iban al Ministerio de Industria a manifestarse contra el que ha sido el origen de más de un mes de movilizaciones contra los Presupuestos Generales del Estado que incluyen un recorte del 63% a las ayudas a la explotación del carbón.

 

No eran porcentajes ni cifras lo que viajaba. Era, nada más salir del túnel de Guadarrama (el autobús, de CC OO, había salido a las 4 y media de la madrugada de Mieres) el Asturias de Víctor Manuel sonando a todo trapo con la urbe al fondo, era un momento quizás épico, quizás emocionante, quebrado de pronto por una potente voz:

 

–¡Cagondiós! ¡Ponéi una que no nos sepamos, ho!

 

Los cuatro que llevaban muriéndose de la risa desde que habían salido de Asturias eran prejubilados de no más de cincuenta años que venían divertidos, impidiéndose los unos a los otros quedarse dormidos. Ellos (Adolfo Silva, Manuel Baragaño, José Montes y José Manuel Ruiz) iban por Madrid con Manolo Escobar de fondo –el chófer escuchó sus peticiones– y casi de rodillas sobre los asientos, como colegiales de excursión: “¡Meca! ¡Una fiesta! ¡Para, para!”, dijeron al pasar al lado de una facultad complutense en la que el verano, aún en mantillas en Asturias, ya se había instalado.

 

Pero no olvidaban a lo que habían venido, se ponían muy serios ante la cámara o a la hora de significar el motivo del madrugón: “¿Qué nos va a quedar? Nosotros solo queremos un futuro. Solo queremos que se cumpla lo que está firmado”.

 

Y había algo más: a mitad de camino hasta el autobús había llegado el rumor de que la Guardia Civil estaba parando vehículos (fueron doscientos autobuses en total, unas 10.000 personas llegadas de toda España) para registrarlos y evitar, en la medida de lo posible, los petardos y voladores en la manifestación. Pero no era esa incautación la que más preocupaba a la expedición: eran las navajas –regalos paternos, compañeras vitales– que iban a necesitar para cortar los filetes empanados, las hogazas de pan y el embutido que viajaban en las bodegas de los vehículos.

 

Jaime Berrouet era uno de los pocos mineros que no estaba allí. Él no iba a recorrer los quinientos metros que separaban el aparcamiento del estadio Santiago Bernabéu, donde comenzaba la marcha, y el Ministerio de Industria, porque él había recorrido cuatro días antes otros quinientos metros, solo que hacia el centro de la Tierra, y no había vuelto todavía.

 

Berrouet tiene 26 años y era uno de los cinco mineros que permanecía encerrado en el pozo Santiago, en Moreda de Aller, desde aquel lunes. Otros cinco compañeros habían hecho lo mismo en el pozo Candín, de Langreo, según ellos espontáneamente (todavía no estaba convocada, oficialmente, la huelga indefinida).

 

Berrouet fue el segundo minero al que los médicos de Hunosa, la empresa pública que gestiona la mayoría de las minas asturianas, obligaría a abandonar el encierro el jueves de la semana siguiente, después de once días. “Si por mí fuera, volvería a meterme”, reconocía unas horas después: “Si no luchamos nosotros, ¿quién lo va a hacer?”. Abajo, en el pozo, seguía su hermano Héctor, de 25 años.

 

Berrouet salió, de hecho, llorando. Porque fuera del pozo le esperaban varias decenas de compañeros (“nos apoyaron en todo momento”), familiares (“la moza y la güela ya querían que saliera”) y simpatizantes, que le recibieron con un abrumador aplauso que, unido al chorro de luz natural que le cayó encima, terminaron de quebrarle.

 

Berrouet, de padre minero, explica igual que Baragaño, Silva, Montes y Ruiz –igual que la mayoría de mineros– las movilizaciones. Ninguno de ellos concibe un paisaje sin castilletes, una Asturias que, como cantaba Víctor Manuel, no estuviera verde por la costra y negra por el fondo.

 

Es decir, más allá de las convicciones sindicales, más allá de las cuitas de los tertulianos, todos ellos parecen estar unidos por un sentido familiar o cultural, todos se conocen y todos viven en un mundo que, a pesar de la cercanía geográfica, queda bastante alejado de ciudades como Oviedo o Gijón. No digamos ya de Madrid, donde además de compartir risas y bollos preñaos, la manifestación se convirtió así en un desfile, en un pasacalles de pozos y delegaciones sindicales que se iban deteniendo frente al Ministerio de Industria bajo un sol de justicia. Tiraban sus petardos, gritaban sus consignas, lanzaban sus voladores, y dejaban sitio a la siguiente. Se mueven juntos, se ríen juntos: en la parada de ida, en Villalpando; en los autobuses; en la estación de servicio, de vuelta; en los chascarrillos sobre el otro sindicato (en Asturias hay dos: la Federación de Industria de CC OO y SOMA-FITAG-UGT, el mayoritario); en las concentraciones. En la mina, donde Berrouet intentaba “hacer vida normal” paseando por las galerías, comiendo fruta, charlando con los compañeros o leyendo la prensa del día. En el bar. Todo el rato.

 

*  *  *

 

Esa capa, la que inevitablemente nace del hecho de jugarse la vida (en mayor o menor medida) a diario y a centenares de metros de profundidad, ha servido de empaste en los dos sindicatos asturianos de la minería. Y, desde hace años, evoca irremediablemente un nombre: José Ángel Fernández Villa, secretario general del SOMA (Sindicato Obrero de los Mineros de Asturias).

 

Durante mucho tiempo –y ahora, otra vez– hablar de Villa en Asturias no era hablar de alineaciones, selecciones y goles milagrosos: era hablar de un hombre bajo, de pelo y bigote blancos y carrillos sonrosados, de comunicados interminables y lenguaje enrevesado.

 

Villa ha vuelto al ruedo. Villa estaba a la cabeza, el 5 de junio, de varios centenares de personas (2.500 según él) que cortaban los accesos al puerto de Gijón, El Musel. Enrojecía más y más a medida que gritaba a los antidisturbios que tenía delante, a medida que discutía con ellos y empezaba a esbozar, ante un nutrido grupo de periodistas, el mensaje que unos días más tarde esgrimiría cuando siete personas resultaron heridas en una batalla campal en el pozo Sotón, en Langreo: que les estaban provocando.

 

Villa, en mitad del fragor de la discusión y de los abnegados intentos del jefe de operativo por tranquilizarle, desafió:

 

–Llevo 60 años en primera línea de este negocio.

 

Es de suponer que Villa decía negocio como una expresión, pero la palabra, la amenaza de tener en su mano lanzar a los manifestantes contra la Policía, delataba cierto nivel de organización y jerarquía que albergan estas movilizaciones; el orden, casi tradicional, que esconden.

 

Por ejemplo, en el mes de protestas que ha vivido Asturias no se producen manifestaciones, altercados, concentraciones o cortes de carretera o tren los domingos; y no se publica ni una sola foto de un minero cortando una vía de tren o autopista con la cara descubierta. Ni se hacen, ni se publican, y en caso de que exista alguna duda (al fotógrafo Javier Bauluz le ocurrió este lunes en el corte del pozo Carrio) y quienes estén cortando se encrespen, pueden expulsar al reportero de la zona en el mejor de los casos, o romperle la cámara, en el peor –no hay noticias de que esto haya ocurrido durante esta huelga–.

 

No obstante, sí, sí hay una imagen de un corte de carretera a cara descubierta: la de un tipo bajo, de bigote y pelo blanco y tirantes, lanzando un petardo sobre un montón de neumáticos rociados con gasolina ante una profusa presencia de medios en mitad de una autovía.

 

Era Villa, era un aplauso, era el único que se puede atrever a cortar una autovía a cara descubierta a sabiendas de que no va a ser detenido. Era el 23 de mayo, era el pistoletazo de salida a unas movilizaciones que aún no parecen tener final. Era el primer día de los cuatro de huelga con los que comenzó este intenso mes, y aquel día en que la Guardia Civil no intervino y un buen puñado de asturianos se quedaron atrapados en larguísimos atascos. Eran también vísperas de la toma de posesión de Javier Fernández como nuevo presidente del Principado de Asturias.

 

Villa, al que habíamos visto, pues, “volver a la carretera”, estaba entonces sobre la mullida moqueta de la Junta General del Principado, sin la gorra que siempre lleva, bien vestido, dispuesto a felicitar al sucesor de Francisco Álvarez-Cascos. Y le dio un abrazo enorme: el año más convulso de la política regional acababa de terminarse.

 

El PSOE sabía lo que se jugaba. En la manifestación de Madrid, además de los líderes de Izquierda Unida, apareció un solidario Jesús Gutiérrez, secretario de organización de una Federación Socialista Asturiana que ha asumido la defensa de la minería como causa esencial.

 

Igual que el propio Cascos, que desembarcó a un par de manzanas del estadio Santiago Bernabéu, el día de la manifestación de Industria rodeado de un nutrido grupo de cargos de su partido, Foro Asturias. Pero él, que llevaba en su programa la defensa de los fondos mineros en Madrid y la esgrimía como puntal político, no estaba en medio de la manifestación. Él estaba en la esquina de la calle de Concha Espina, esperando a que echase a andar la marcha para seguirla en la cola; mientras que los parlamentarios de su partido sí se habían instalado en la cabeza: “Cagondiós, si lu llego a ver…”, me dijo un minero más tarde. (Los mineros, dicho sea de paso, se cagan mucho en Dios).

 

*  *  *

 

Baragaño, Silva, Ruiz y Montes son tipos de manos curtidas, gastadas, a los que la solvencia de la minería del carbón no les preocupa tanto como la cantidad de horas que han pasado ahí abajo, o las que pueden llegar a pasar los nuevos mineros. Montes justifica que Hunosa “no es la única empresa pública deficitaria”, y Baragaño, por su lado, lanza ya una comparación que se convertirá en esencial a lo largo de las protestas: “Nosotros pedimos 200 millones [esta cifra oscila entre 100 y 200 millones de euros] para salvar todo un sector. Es lo firmado, nada más. Y ¿qué indemnización se va a llevar Rodrigo Rato? ¿Cuántes perres van a ir para Bankia?”.

 

Hasta aquí, el problema. Ahora, la manifestación: tras pasar por el Ministerio de Industria, los manifestantes siguieron camino por la vía lateral de la Castellana hacia la plaza de Castilla. Pero la Policía, consciente del volumen de gente que iba a moverse, tenía orden de taponar la marcha en la siguiente esquina y de lograr, además, que bajo ningún concepto pudieran salir a los carriles centrales.

 

No pasaba nada: más petardos (muchísimos más petardos), líderes hablando y Cascos y compañía marchándose de la concentración. Todo muy normal. Todo había acabado, aunque a los mineros les quedaban unos minutos antes de la hora hasta la que estaba autorizada la manifestación, las 2 de la tarde.

 

Entonces, un pequeño grupo se sentó en el lateral de la Castellana, y manos anónimas empezaron a tirar osados petardos y botellas hacia las posiciones de los antidisturbios.

 

Así todo, todavía quedaba mucho para que las protestas mineras llegaran al ruedo nacional. En Asturias fueron portada desde el primer momento debido a los cortes de tráfico de las cuatro primeras jornadas de huelga, en los que la Delegación de Gobierno no intervino y empezaron a concitar la ira de los atascados: un abogado fue zarandeado cuando se encaró con los mineros.

 

La atención nacional llegó el lunes 4 de junio, cuando la ira se recrudeció. Y fue por aquello de los totales sandinistas: aquel día coincidieron las movilizaciones mineras con una huelga de transporte. En tan solo unas horas los mineros habían logrado paralizar la región y poner a la Delegación de Gobierno de los nervios. Antes de que amaneciera ya les habían incautado 126 voladores, 15 lanzacohetes caseros, 5 cajas de rodamientos y varios escudos artesanales. Esa misma mañana detuvieron a cinco, por, entre otras cosas, meterse en uno de los túneles que unen Asturias con la meseta y arrancar las cámaras de vigilancia. El delegado, Gabino de Lorenzo los amenazó con aplicarles “todo el peso de la ley”.

 

Así las cosas, el diario socialdemócrata El País dedicó por fin a las protestas mineras su portada el 7 de junio de 2012, con el titular “La protesta minera colapsa Asturias” y una foto tomada en Ciñera de Gordón, en León, de enfrentamientos con la Policía. En el caso del conservador ABC todavía habría de pasar otra semana más, hasta el sábado 16: sobre la foto de un minero con un lanzacohetes casero al hombro, tirando sobre la Guarda Civil, iba calado el titular “Intolerable”. Cuatro policías y tres periodistas habían resultado heridos el día anterior; y esa semana las protestas se cobraron el primer herido grave, cuando un tren chocó contra unos troncos a la altura de Serín.

 

Esta dedicación, en fin, se traducía también en la necesidad de adoptar una posición editorial ante el conflicto, o las protestas, o la guerrilla en ciernes, o la defensa del carbón, o como se quiera llamar a lo que está ocurriendo. Estaba claro que ellos, los mineros, iban a “seguir hasta donde haga falta”, como me dijo uno de sus líderes; y hoy por hoy está claro, también, que Industria no va a dar su brazo a torcer: la última reunión de la Comisión de Seguimiento del Plan Nacional del Carbón ni siquiera llegó a celebrarse. Quedó empantanada antes de empezar: en la formación de la mesa de diálogo.

 

A quien no viva en una de las cuencas mineras le resultará difícil conciliar la dimensión social con la política, encontrar una foto en la que pueda quedar plasmada al mismo tiempo la raigambre de la minería, la violencia que se puede desencadenar y el problema político. Por un lado, en Asturias, pocos se atreven a restar legitimidad a las demandas de los mineros; pero, por otro, los cortes de carretera y tren resultan cada vez más molestos. Es imposible obviar la vinculación, mítica en gran medida, de esta huelga indefinida (o “lucha”) con la huelgona del 62, cuando en pleno franquismo los mineros lograron que el secretario general del Movimiento, José Solís, acudiera a Asturias a negociar (y a aceptar) mejoras laborales en el sector. También es imposible obviar que entonces, y hasta los años 90, había en Asturias en torno a 50.000 mineros. Hoy, no llegan a 3.000.

 

Ninguno de los prejubilados oculta que tienen pensiones que suenan estratosféricas en tiempos de vacas flacas, que no bajan, por lo general, de 2.000 euros mensuales, pero insisten: “Nos las hemos ganado”. Como todo: el Montepío y Mutualidad de la Minería Asturiana, fundado en 1969 para gestionar su particular régimen de la Seguridad Social, acaba de inaugurar en mayo una residencia de mayores con spa y con 297 plazas en Felechosa, en Aller, que se suma al balneario que el Montepío tiene en Ledesma (Salamanca), al complejo residencial Los Alcázares (en Murcia) y a los apartamentos de Roquetas de Mar. No, no ocultan las ventajas, pero, al igual que al hablar de los recortes en las ayudas al carbón, se aferran a “lo firmado” y a los años de trabajo. Son “conquistas”.

 

*  *  *

 

Privilegiados o no, aquellos mineros seguían sentados frente a la Policía. En el lateral, los antidisturbios (con una marca de sudor bajo los chalecos antibalas, con el semblante oculto bajo las viseras) empezaban a formar y, a su espalda, un tercer grupo de policías se preparaba para salir del Ministerio de Industria, cercarlos y evitar incidentes.

 

Algo salió mal. Antes de que se pudiera completar la ratonera, empezó una desbandada en dirección al Santiago Bernabéu que arrolló a parte de los policías entre empellones y gritos. Empezaba una carrera de 500 metros vallas que dejó aislados a algunos agentes.

 

Uno de ellos fue a por un minero en pleno paseo y, en cuanto lo agarró por la camiseta, otros diez manifestantes se lanzaron a por él con patadas y puñetazos. Uno de ellos portaba una papelera en alto que lanzó sobre el casco del policía, en cuyo auxilio acudieron sus compañeros con porras. 

 

Los más combativos, los que no se quitaron de en medio, trataron de cortar la Castellana sin éxito (“aquí hay coches, no nos van a hacer nada”) y, de pronto, como en un ambiente alucinado, se mezclaron sobre el asfalto la silueta de las torres Kio al fondo (el emblema de Bankia, de un sector bancario en quiebra), un grupo de mineros sudados y la cara de horror de algunos oficinistas que volvían a casa plácidamente, en sus coches con aire acondicionado y las ventanas subidas.

 

La situación quedó controlada, entre nervios, en el aparcamiento del Bernabéu. Todos se disponían a volver a sus casas cuando la Policía insistió en pararlos y registrarlos.

 

Ahí llegó el estallido, la epítome de la indignación: un minero fue hacia el cordón con la vena del cuello hinchada y un saco de papel en las manos, rojo de ira. Lo lanzó por el aire y se desparramaron, a los pies de los agentes, un montón de bollos preñaos que alguien fue a cubrir con una bandera de Asturias: “¡Esto ye lo que llevamos para registrar, cagondiós!”, gritó.

 

El viaje de vuelta fue plácido, hasta llegar al Negrón, el último túnel antes de entrar en Asturias. En el interior del autobús sonó lo que parecía un petardo: acabábamos de pinchar una rueda.

 

Allí, parados a pocos metros del cartel que indicaba la entrada a Asturias y con la noche empezando a fraguarse, nos descubrimos tirados en un arcén, entre 50 prejubilados, mineros, siderúrgicos, eléctricos que se afanaban en debatir cómo cambiar una rueda; entre chascarrillos (“ya que estamos, ¿cortamos?”, dijo uno señalando la AP-66) y la sensación de que, después de 20 horas, no íbamos a llegar a Mieres en la vida.

 

Otro de los autobuses de CCOO que venía detrás se detuvo a echar una mano, y ya no eran cincuenta, sino cien, los mineros congregados; que se daban abrazos de reencuentro, que bromeaban, que charlaban sobre las ganas que tenían de llegar a casa.

 

Apareció una camioneta de Aucalsa, la concesionaria de la autopista, con un operario dentro que no entendía nada: ante él había varias decenas de tipos de todas las edades decidiendo cómo había que arreglar la llave rota; cómo había que hincar el gato y salir de allí.

 

Se bajó del vehículo, y todos le miraron de arriba abajo. Baragaño, entonces, murmuró antes de una sonora carcajada: “Un currante con les manos en bolso… Malo”. Y es verdad que, al final, lo arreglaron entre ellos (“Uría, el siderúrgico que podía soldar con la mirada”, me propuso socarrón Baragaño como titular de la expedición). Es verdad que en menos de una hora habíamos retomado el camino, que llegamos a Mieres sin más complicaciones. Que todo resultó mucho más sencillo de lo que lo pintaron en la radio el lunes por la mañana, mientras que las comarcas mineras se paralizaban y el coche rebotaba sobre las barricadas extinguidas. Mientras que fuera, sin más, orbayaba.

 

 

 

Alejandro Carantoña es periodista en FronteraD ha publicado Esperando a Philip Roth, Peter Grimes, el mar y la muerte y Hasta el norte de aquí

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