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Las manos limpias

Entre las coartadas que urde el espectador para ahuyentar cualquier recordatorio de la responsabilidad frente al mal que podría combatir o paliar, cobran sin duda mayor relieve las que invocan razones que parecen morales. Son razones que, si a él le procuran una mejor autoconciencia, ante los demás le dotan de una imagen que pocos osarán cuestionar.

 

Consideremos ese presupuesto moral de apariencia impecable que Bernard Williams llamó principio Solzhenitsyn tal como lo extrajo de las palabras de un personaje de la novela del escritor, El primer círculo: “El primer paso de un hombre con coraje es no tomar parte en la mentira, no soportar el engaño. Que la mentira llegue al mundo, e incluso lo domine, pero que no sea a través de mí”. Puede así uno calificar cierto resultado de perverso y ampararse en aquel tiene que ser la persona que se ponga a arreglarlo. Claro que, al guiarse por semejante principio, se corre el riesgo de que el resultado final sea peor todavía. El individuo de sentimientos morales exquisitos que quiera mantener sus manos limpias obliga a pagar un alto precio a todos los demás.

 

Adviértase antes que no debemos mezclar el juicio acerca de acciones con el juicio que nos merezcan las personas que las emprenden. Unos son los puntos de vista del agente que decide entre diversos cursos de acción y otros los del crítico que formula comentarios sobre la calidad moral del carácter de esos agentes. Como a menudo cabe admirar el carácter moral de los partidarios del principio Solzhenitsyn –empezando por el del propio escritor y disidente ruso-, estamos fácilmente inclinados a creer que su acción es positiva sin ningún género de dudas. No hay tal equivalencia. Es frecuente que rechacemos una visión moral a la vez que respetamos a quienes la secundan en su acción. También podemos aplaudir ciertos rasgos morales de algunas personas, mientras seguimos pensando que en ocasiones conducen a decisiones equivocadas.

 

Pero el alegato nos interesa sobre todo por su proximidad a la conocida tesis de las “manos sucias”, aun cuando extrae de ella las conclusiones contrarias que esa tesis pretendía; en el fondo, la niega. Según Sartre, la política exige ensuciarse las manos. Al contrario de la reflexión maquiaveliana, la tesis más bien presupone la ineludible presencia de las consideraciones morales en el quehacer público. Para los pensadores contemporáneos el problema de las manos sucias estriba en el dilema de escoger entre dos acciones (o cursos de acción) igualmente deplorables a juicio del sujeto, entendido éste por lo común como un político. Se aplica al caso de tener que comprometer las propias convicciones morales con vistas a obtener algunos fines políticos más deseables; en pocas palabras, el hecho de que a veces lo malo resulta lo correcto que hay que hacer.

 

Su defensa puede ser más extrema o más moderada. En nuestros días ha
sido Michael Walzer uno de los pensadores que más atención ha dedicado al
terrible dilema. Lo singular del problema, nos dice, es que en ocasiones los
actores políticos deben violar sus principios morales para alcanzar algún fin
moralmente primordial. Más que como absolutistas basados en principios, han de
comportarse como consecuencialistas que desoyen las demandas de la moralidad y
adoptan decisiones según exige lo conveniente. Eso sí, lo hacen con mayor o
menor conciencia de culpa, y es precisamente esta conciencia de culpa ante sus
manos sucias la que nos revela que estamos ante un político moral. A este
político le reconocemos que al mancharse las manos está violando genuinas
obligaciones morales, pero también que su misma culpa prueba que se siente
constreñido por la moralidad y, por ello mismo, confiamos en que esa violación
sea justamente lo que debía hacer.

 

Todo ello alcanza su grado máximo si nos encontráramos ante una emergencia
suprema, “
la que se produce cuando nuestros valores más arraigados y nuestra supervivencia colectiva se hallan en peligro inminente”. En tales situaciones debemos abandonar el absolutismo de los derechos  (fiat jus, pereat mundus) e imitar a nuestros peores enemigos; es decir, mancharnos las manos. Reconocemos al mismo tiempo el mal que combatimos y el mal que hacemos y, en lo posible, nos situamos en contra de ambos. Pero es que nuestro mayor deber consiste en defender los derechos de los inocentes.

 

Será suficiente para desmontar el andamiaje de la pretendida justificación moral que ofrecemos. El sujeto moral que aborrece la mentira o injusticia reinantes de su entorno, de su país o del mundo no se puede conformar con preservarse de ellas. Tampoco podrá rehusar el combate político frente a ellas con el pretexto de que la escena pública está tan contaminada como la privada. En el peor de los casos, antes de correr al apartado rincón del espectador, deberá arriesgarse a afrontar la tensión moral presente en el problema de las manos sucias. Lo que merece desprecio es esa voluntad cómoda e interesada de pureza moral, esa actitud arrogantemente defensiva del yo que nada quiere tener que ver con la suciedad del ambiente. De suerte que los demás no importan, nada cuentan las consecuencias del daño causado por los malos ni los derivados de la complacida inacción del espectador que no se “rebaja” a enfrentarse a ellos. Con tal de conservarse impoluto, prefiere dar la batalla por perdida. Pero el caso es que, si hay otros que se manchan, e incluso que se manchan por uno,  ¿cuánto de ello se debe a que uno mismo no quiere mancharse en absoluto y cuánto se mancha éste precisamente por no querer ensuciarse? Se trata a todas luces de una convicción irresponsable.

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