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Mientras tantoLas manos sucias

Las manos sucias

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

Según Sartre, como se sabe, la política exige ensuciarse las manos. Ya se ve que esa reflexión acerca del necesario compromiso del político no resulta equiparable a la maquiaveliana, si es que ésta última sostiene la ruptura de la política con toda preocupación moral. Al contrario, la tesis de las manos sucias más bien presupone la ineludible presencia de las consideraciones morales en el quehacer público. Este problema estriba en el dilema de escoger entre dos acciones (o cursos de acción) igualmente deplorables a juicio del sujeto, entendido éste por lo común como un político. Es el caso de tener que comprometer las propias convicciones morales con vistas a obtener algunos fines políticos más deseables; en pocas palabras, el hecho de que a veces lo malo resulta lo correcto que hay que hacer, tal como ya lo había enunciado Max Weber: “Ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que para conseguir fines ‘buenos’ hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de consecuencias laterales moralmente malas” (La política como vocación).

 

          Su defensa puede ser más extrema o más moderada. A juicio de Walzer (uno de los que mejor lo han estudiado), lo paradójico del problema es que en ocasiones los actores políticos deben violar sus propios principios morales para alcanzar algún fin moralmente primordial. Eso sí, lo hacen con mayor o menor conciencia de culpa, y es precisamente esta conciencia de culpa ante sus manos sucias la que nos revela que estamos ante un político moral. A este político predilecto le reconocemos que al mancharse las manos está violando genuinas obligaciones morales, pero también que su misma culpa prueba que se siente constreñido por la moralidad y, por ello mismo, confiamos en que esa violación es justamente lo que debía hacer. Sin negar el realismo de esa concepción, otras posturas destacan sin embargo los innegables beneficios que se derivarían de la ejemplaridad pública de políticos no dispuestos a renunciar a sus principios morales. Más aún, sólo por la admiración que éstos últimos despertarían, podrán los más proclives al compromiso mantener su sentimiento de culpa ante sus propias manos sucias.

 

          Bastaría con eso para desmontar el andamiaje de la justificación moral que se ampara en el purismo. Quien aborrece la mentira general de su entorno, de su país o del mundo…, si es un sujeto moral, no se puede conformar con preservarse de ella. Tampoco podrá rehusar el combate público frente a ella con el pretexto de que la escena pública está tan contaminada como la privada por aquella mentira. En el peor de los casos, antes de correr al apartado rincón del espectador que no se aviene a ser actor, deberá arriesgarse a afrontar la tensión moral presente en el problema de las manos sucias. En el mejor, siempre le cabe esperar que será capaz de mantener sus principios sin rendirse.

 

          Lo que repudiamos es esa voluntad cómoda e interesada de pureza moral, esa actitud arrogantemente defensiva del yo que nada quiere tener que ver con la suciedad del ambiente. De suerte que los demás no importan, nada cuentan las consecuencias del daño causado por los malévolos ni los derivados de la complacida inacción del espectador que no se rebaja a enfrentarse a ellos. Con tal de conservarse impoluto, prefiere dar de antemano la batalla por perdida. Pero el caso es que, si hay otros que se manchan, e incluso que se manchan por uno,  ¿cuánto de ello se debe a que uno mismo no quiere mancharse en absoluto…y cuánto se mancha éste precisamente por no querer ensuciarse? Se trata de una convicción irresponsable y propia de irresponsables. Al fin y al cabo, otra vez en palabras de Max Weber, “es completamente cierto, y así lo prueba la Historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez”.

 

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