Al pie de la cordillera violeta del Atlas, desde Marruecos a Túnez, se inicia casi sin transición el desierto del Sahara. Al principio la mente se siente desconcertada. El viento modifica todo lo que no es él mismo. Todo fluye y cambia de forma, enmascarado una inmutable monotonía de arena. Fue en 1973. Acababa de contemplar por primera vez el desierto.
Desde entonces este paisaje árido me ha enseñado más que muchos libros.
La fascinación de ese paisaje que no se parece a ninguno, la sugestión que producen los desiertos no es la seducción de un paraíso, sino de una naturaleza dura y esencial.
La vida se resume y enraíza en metáforas que nos permiten ocupar espacios de otra manera impenetrables y comprender el sentido que encierran como experiencia. El desierto aparentemente deshabitado, está poblado de metáforas. Nos remiten a la luz, al calor, al despojamiento, al silencio, al vacío, a un mundo primordial sin conciencia de su existencia. El desierto exhibe una realidad secreta para sí, realidad anterior al instante en el que la conciencia del hombre empezó a acompañar a la luz en la tarea de iluminar lo superficial y lo recóndito.
¿Cuál es la metáfora primordial? La metáfora más rotunda, porque impone a la imagen su presencia, es el espacio mismo. El desierto como la laguna Estigia, la caverna platónica, el jardín del Edén, el monte Arafat o la habitación cerrada de la que hablaba Nietzsche, es uno de los confines metafóricos, esenciales de nuestra cultura, desde donde podemos contemplar la vida y el universo.
Para cualquier escritor es importante disponer de una atalaya imaginaria desde donde contemplar el mundo y madurar el asombro ante lo que le rodea. Un lugar desde donde transformar sus visiones interiorizadas en un universo de ficción, sin perder la equidistancia con lo real. No es fácil encontrar esa atalaya desde la cual apreciar la continuidad del mundo real y el mundo ficticio, creado por el escritor.
Nietzsche expuso una eficaz alegoría: La habitación cerrada. Habla de ella en El origen de la tragedia y es una variación de la caverna platónica. Según Nietzsche, la Naturaleza encerró al ser humano en una habitación y echó la llave. Desde su prisión sólo acertaba a ver el mundo a través del agujero de la cerradura. Los muros de la habitación podrían muy bien haber sido fabricados con el lenguaje. Al mirar por la cerradura el ser humano se da cuenta de “que su indiferencia duerme, como sobre las espaldas de un tigre, apoyada en la crueldad, la codicia, los instintos insaciables y homicidas de los demás. ¿Dónde encontrar la verdad en este laberinto de pasiones?”.
La verdad para Nietzsche se encuentra en la metáfora de la habitación que se asienta sobre esta duda. También el desierto, su transformación incesante, es un terreno minado por la duda. Pero la imagen nietzscheana del escritor preso del lenguaje se enfrenta a una imagen poderosísima que hunde sus raíces en Homero: el escritor es un ciego que intenta ver de otra manera, a través de una mirada interior, del don poético.
En ese sentido dudar es desplegar, extender, aplanar, poner en relación, situarse, en el viaje por un desierto donde la duna un instante después es otra duna y cada paso nos sitúa ante un nuevo horizonte, sin otras fronteras que el cielo, el mar, la arena y el viento.
El desierto metafórico por supuesto es también un lugar real. Pero es un espacio físico que adquiere la plasticidad de un espacio mental. Sus confines resecos son difíciles de reconocer y determinar. Aparentemente es un espacio no colonizado. En principio sorprende la ausencia de marcas y signos que saturan los espacios habitados por el hombre y que identificamos con la civilización. También la trasparencia de las miradas. Las ciudades en las que vivimos son ciudades-laberinto de muros o de reflejos. Realmente impenetrables. ¿Sus huellas? Hay una gran distancia entre lo que creemos ver y lo que realmente vemos. La mirada es sólo la mitad de la mirada. En seguida choca con una pared, un muro, un impedimento.
Los desiertos son territorios áridos y, hasta hace poco, los de menor densidad de población. ¿Cómo es posible vivir aquí? Esta pregunta asalta a quien se adentra en el desierto. No encuentra respuesta hasta que se descubre que su naturaleza inhóspita, asolada por las tormentas de arena y sometida a dramáticos cambios de temperatura, ha engendrado una cultura esencial que permite a sus habitantes la supervivencia en condiciones extremas.
Ciertos hombres han aprendido a vivir allí y su forma de vida durante siglos no se ha parecido a ninguna otra. Porque han tenido que adoptar la impresionante desnudez de la tierra descarnada de toda referencia, pero materia dotada de imaginación, generadora de formas cambiantes. De modo que nos trasmiten la sensación de fusión con la naturaleza, fruto de la conciliación interior de los límites de lo humano y los de la naturaleza.
Cotejada con la vida en las ciudades, la vida en el desierto exige un despojamiento del ser. Algo que en el nómada se produce con naturalidad y en el extraño que acude al desierto se convierte en una aventura espiritual.
Para mí el desierto es la experiencia concreta y física de varios desiertos –en el Sahara, a las orillas del Éufrates en Siria, en Jordania o en México–, y también la metáfora de esa aventura espiritual que se inicia en un despojamiento.
Toda visión habita un tiempo y nuestra visión del desierto, como la de la literatura, también. Todo espacio es asimismo un tiempo. Para deambular por él no les oculto que me fío más del instinto o del sentido del humor que de otras herramientas intelectuales. Cada persona privilegia un punto de vista. El del escritor comienza por emprender un viaje por una geografía interior. ¿Sus vivencias, sus experiencias? ¿Son fruto del recuerdo? ¿De la memoria? El mundo interior tolera mal el exceso de equipaje. Y tenemos la certeza de que somos nosotros quienes creamos nuestros propios recuerdos. Hay una memoria más remota aún que los recuerdos. Para llegar a ella a veces se precisa el silencio y vacío.
Lo que llamamos la página en blanco es esa sensación de silencio y vacío. Un descampado, un cierto desierto. En él la palabra tiene permiso de residencia únicamente en el silencio de las demás palabras. En primer lugar, hablar –escribió Edmond Jabés– es apoyarse sobre una metáfora del desierto, es ocupar una blancura, un espacio de polvo o ceniza, donde la palabra victoriosa se ofrece en su desnudez liberada. El mundo interior despojado de lo que sobra, de lo que distrae. Escoger una palabra es entrar en una casa desconocida. Las palabras actúan como llaves para penetrar en mil rincones de la vida para encontrar notas nuevas, muchas veces ocultas: otro lenguaje, otra música, otros sonidos, otros ruidos, otro silencio, otros gestos, otras palabras, otros gritos, otro dolor u otra alegría que no se encuentren desgastados, que adquieran su propio relieve y otorguen significado a nuestra experiencia.
La página en blanco es el espacio donde vivencias y recuerdos se convierten en momentos únicos. En ella están todos los tiempos que habitan en nosotros y es la metáfora misma de las posibilidades de creación. El silencio de la literatura, cuando se inicia el cuerpo a cuerpo con las palabras, a veces contrapunto escalofriante de la respiración.
La página en blanco hospeda una doble e incongruente certeza, que ilustra una radical contradicción humana. Por una parte es metáfora de la mirada rotundamente vacía ante el mundo, como si éste no pudiera ser explicado, sino tan sólo sufrido o soportado. Y, por otra, es metáfora de la multiplicidad de imágenes a través de las cuales la mente vacilante del hombre ha intentado volver el mundo comprensible.
Es ser humano quien introduce la conciencia. Nada existió hasta que le dimos nombre. Los grandes libros sagrados lo explican acertadamente: todo ha estado aquí desde antes que nosotros, pero nada existió hasta que le dimos nombre y les procuramos un significado.
Cada vez que escribimos reproducimos esta situación: el paso del silencio a ese otro silencio lleno de significado que es la escritura. El escritor suele ser un eficaz narrador. En sus historias los pájaros pueden tener ocho alas, la luz se sueña espejismo, el viento se expresa con lengua de arena. El escritor suele ser un eficaz narrador, que esconde otras personalidades. Por una parte un filósofo. Por otra un poeta. Ambos se hacen compañía. Como moralista suele ser mediocre. La geografía, cuando adquiere significado a través de la experiencia del hombre, se convierte en poesía. Los escritores viajamos a lomos de las metáforas.
La imaginación del desierto es el espejismo, es decir, el lenguaje del deseo. A veces el escritor reviste sus imágenes de una brillantez de la que la vida carece y en otras ocasiones piensa mediante imágenes. Las abstracciones y las tesis preconcebidas le sientan mal, como un veneno. La metáfora en el fondo es una confidencia. Y los libros son paisajes interiores. En ocasiones paisajes de los espacios que no nos atrevemos a habitar. Donde existen fantasmas.
La experiencia nos muestra que el ser humano es un ser de sentimientos encontrados, muchas veces opuestos entre sí. Nuestras ideas y sentimientos siempre encierran una sombra. No podemos prescindir de nuestras zonas oscuras. “Ser dos es ser el día, que está formado por la mañana y por la noche,” dice un viejo proverbio. Hay en todos nosotros un hombre que quiere creer y un hombre que quiere comprender. Y con igual motivo alguien que no puede creer y alguien que no quiere comprender. Parecen cuatro personas distintas, pero son la misma. También sucede con el escritor y el lector. Ambos coexisten. Y en ambos coexisten a su vez un hombre de fe y un hombre de razón. Desde mi modesto punto de vista vivimos y nos desvivimos en un reflejo. Quizá la mejor definición del ser humano es la que le reconoce como el reflejo invertido de sí mismo.
Me referiré a mi novela Ali Bey, el Abasí, traducida al árabe por el gran escritor e hispanista Rifaar Atfee. Su escritura me permitió urdir un personaje en el que todas estas facetas de la personalidad se revelaban al unísono. Domingo Badía y Leblich, convertido en Alí Bey el Abasí, vivió con inusitada intensidad la confrontación que en parte pudo ser la de Oriente y Occidente. Ali Bey me dio la oportunidad de otorgar a un mismo cuerpo dos almas distintas. Sus dos ojos contemplaron con ópticas diversas las grandes transformaciones del mundo mediterráneo propiciado por la decadencia del Imperio Turco y las guerras napoleónicas.
¿Qué es lo que descubrió de sí mismo aquel hombre que era dos hombres al mismo tiempo? Por una parte el hombre de fe, por otra el hombre de razón. Que la vida es una creación colectiva por encima de las diferencias culturales, de sexo o religión. Que los seres humanos pertenecemos por entero a la naturaleza y al tiempo. Que la identidad es un juego. Que nomadeamos de máscara en máscara. Que tras la máscara de la ciudad se encuentra un desierto. Y tras la última máscara de la literatura todo vuelve a perder su nombre.
El desierto es el lugar de ruptura, de la quiebra de las identidades ficticias. En ese sentido es mucho más que una metáfora.
Ahora que todos los paisajes –decía Ali Bey antes de morir, mientras erraba por este mismo desierto que nos rodea– se han acotado en el reducido espacio de esta litera invadida por las tinieblas de la noche, creo que tengo derecho a decirlo: Los hombres que poseen un nombre renuncian a muchas cosas a cambio. Viven incrustados en sus lugares natales y jamás prosiguen los caminos, aun cuando sus trajines lo desmienten. El nombre es un muro que se levanta en torno al ser humano, un lugar inaccesible alejado de las rutas por donde pasa la vida y quien lo acarrea consigo siempre permanece en el mismo sitio aunque sus pies se alejen y su calzado reviente. Pero sobre todo os prevengo que el nombre, ningún nombre, está al abrigo de los saqueadores, de cualquier individuo osado, resuelto a apoderarse de él y a disfrutarlo y sufrirlo como se soporta un destino.
Es decir, se vive y se escribe a la intemperie. Otras disciplinan se reservan el universo. A los escritores nos conformamos con su sombra fugitiva en el desierto.
En ocasiones he encontrado el desierto en un puñado de polvo. En otra novela, que se llama precisamente El imperio desierto, un hombre de piel negra, cubierto con un quitapolvos azul y unos pantalones rojos, barre inútilmente las escaleras de entrada de un edificio gubernamental en la antigua ciudad de El Aaiún. Se empeña en amontonar la arena en el trozo de acera, pero esta vuelve a ascender los escalones casi instantáneamente, resbalando sobre las botas negras de los centinelas que hacían guardia en la puerta.
Imágenes como estas nos permiten coexistir con realidades amargas porque nos proporcionan un sorbo de verdad. Todo se deshace. No son imágenes buscadas sino encontradas que salvándose del desgaste de la vida se guarecen en la memoria. Si nos fijamos bien notaremos que estas imágenes surgieron en momentos de nuestra existencia prodigiosamente libres, no para soñar, sino para mirar con intensa atención y ojos bien abiertos.
Muchas veces he imaginado la realidad con la trasparencia de un cristal. No me resisto a dejar de transcribir este poema dedicado a una copa de cristal posada en una alacena. La realidad es transparencia porque es lo que nos permite ver a través de ella.
Como pie descalzo
se apoya en la alacena
esa copa vacía
que siente la madera;
sobre la que reposa,
su peso y su firmeza
a través del cristal.
Transparencia tan cierta
que troca lo espeso en claro,
en aire la firmeza,
el peso en levedad,
casi en cielo la tierra.
Un vacío esencial
que la mirada llena.
Despojada y desnuda,
en el aire aprecia,
sin rasguño o desgaste,
sólo un fulgor apenas.
La realidad salvada
es sólo transparencia,
donde la madera es aire
y el aire es madera.
En su hondura el cristal
muestra el hueco que encierra
y también es trasluz
de cuanto le rodea.
La literatura convierte la realidad en vulnerable a lo posible. E injerta en ese cristal trasparente que es la realidad un enigma que hay que descifrar, el puro asombro ante cuanto nos rodea. A mi modo de ver la obra de un escritor es el largo camino que regresa, tras digresiones y rodeos, a las sencillas e intensas preguntas que conmovieron su corazón alguna vez.
En este sentido la literatura nos devuelve al único paraíso que hemos conocido: el puro asombro de la infancia y juventud. El escritor como el niño escoge la ficción a sabiendas que es ficción. No se siente engañado al descubrir que el príncipe es un fantoche de cartón o el foso del castillo una brecha entre dos corchos. Justamente lo que le atrae en el cartón, el corcho y la madera es la capacidad de convertirse en otra cosa sin dejar de ser lo que son. Nos basta recordar con qué facilidad transformábamos de niños el palo de una escoba en un caballo. Y no nos sorprendía que, sin solución de continuidad, la escoba volviera a utilizarse para barrer la habitación.
El niño, como el escritor, actúa como si, pero distingue con toda naturalidad entre el fingir y el engañar. Quien mejor lo ha explicado a mi ver es Chesterton: “Sencillamente porque el niño comprende la naturaleza del arte, mucho antes de entender la naturaleza de la argumentación”. El niño juega a que la bañera es un mar con olas que él mismo provoca. Crea imágenes que prosiguen su existencia en la imaginación. Pero no confunde la realidad con la ficción. Disfruta saltando de una a otra. No muy distinto es el planteamiento de un escritor. Comparten la misma yesca para la imaginación y hallan su combustible en el paraíso de la infancia, época en la que cualquier cosa es maravilla y el mundo está repleto de milagros.
Yo he de confesar que para mí, desde hace muchos años, ese paraíso ha adquirido la forma de un desierto.
Al principio dije que el paisaje árido del desierto me ha enseñado más que muchos libros. Después de todos estos años creo que me ha mostrado cómo encarar las asperezas de la vida y disfrutar de sus dulzuras. A medida que pasa el tiempo la vida de cualquier hombre adquiere los hábitos del nomadeo. Cada amanecer se convierte en un guiño cómplice del horizonte para desperezarse y partir en pos de un paisaje que se rehace tras las sombras, siempre más allá. Empezamos a sospechar que nunca llegaremos a parte alguna y en la ligereza del equipaje reconocemos un preciado tesoro, pues nos permite seguir el camino. El destino nos ha entregado días apasionados y noches serenas. Maduramos bajo los dictados del sol y de la luna sin que nuestros corazones se resientan demasiado por las contradicciones. Tal vez aún precisamos una causa que por útil, justa y bella nos mueva a ponernos en marcha. Entre tanto nuestra vida algo tiene de ficción, pues no se somete a la realidad estrictamente y cobija ilusiones, sueños y deseos. Y como toda ficción, es al fin y sobre todo una historia de amor.
Ramón Mayrata es escritor. Ha publicado varias novelas, entre ellas El imperio desierto (Editorial Calamar, Colección Sgarit, Biblioteca del desierto). Ha sido guionista de espectáculos de magia en teatro y televisión, dirigió la revista de la Escuela Mágica de Madrid y publicó junto con Juan Tamariz Por arte de magia. Una historia del ilusionismo. En FronteraD ha publicado Valle-Inclán, Harry Houdini y el hombre que tenía rayos X en los ojos e ilumina el blog Sobre magos y desiertos