Alameda de Cervera, 4 de diciembre de 2023
En los casi tres cuartos de siglo que llevo viviendo (bueno, ya será menos…), sólo durante un cuarto he podido compaginar residir alternadamente en dos viviendas. Primero fue en un piso de un pueblo y una casa en el campo, a sólo 15 kilómetros uno de la otra; y ahora, por nuevas circunstancias, en esa misma casa de campo, ubicada en una pedanía, y en un chico y coqueto apartamento del casco histórico de la ciudad de Cuenca, que fue un trastero rehabilitado con esmero, convertido en una especie de estudio donde cuatro gruesas vigas, muy rústicas y oscuras, desde el techo delimitan los distintos espacios habitables. 150 kilómetros los separan, de la Mancha viva, donde se asienta la pedanía, a la serranía, distancia que atravieso a través de lindos parajes, dejando atrás, dulcemente, esa Mancha algo abrupta al dirigirme a Cuenca.
Obtener sendos modos de vida diferentes en las dos casas es gustoso, al tiempo que resulta grato viajar entre ellas. Cuenca tiene una ubicación privilegiada. Situada en un paisaje serrano, cercan dos ríos a la urbe decana y alta, que va ascendiendo a partir de esos ríos: Huécar, cortito, estrecho, feneciendo al poco de nacer en el río Júcar que, con el orgullo de su caudal, sabe que desemboca en el amplio mar, perdiendo su corriente tenaz y sinuosa. El entorno urbano de la ciudad de Cuenca dispone de buenos parques, altos árboles y, a medida que vas subiendo, recoletas y pintorescas cuestas, ajustadas en unos bonitos rincones panorámicos.
Escribía el afamado periodista César González Ruano, quien recaló aquí un tiempo para hacer propaganda de Cuenca, que si abres el ventanillo de un retrete, puedes ver una vista esplendorosa de cualquiera de las dos hoces, especialmente la del Huécar. Me gusta estar en Cuenca, tengo buen trato con pintores, editores, artesanos (del vidrio, del papel), actores, literatos, activistas y otra gente de «mal vivir»; otrosí carniceros, tenderos, amables dependientes. Junto a todos ellos buenamente convivo en una villa que es indudable marca del arte moderno desde que en 1966 el artista Fernando Zóbel abrió el Museo de Arte Abstracto Español.
Con frecuencia asisto a buenos conciertos de música clásica, principalmente en la Catedral y también en otros lugares. La Semana de Música Religiosa, en Semana Santa, es un festival de primera categoría. El Auditorio, donde se suelen celebrar sus magnas audiciones, es un entorno muy agradable y con una acústica inmejorable. Una vez por semana asisto al cineclub Chaplin, por lo visto uno de los dos mejores de España -y doy fe-, y a las innovadoras conferencias impartidas en la Real Academia Conquense de Artes y Letras, vulgarmente llamada por sus siglas: RACAL, movidas por temas muy en boga: alarma climática, polémico turismo, avasalladora inteligencia artificial, peliaguda afición taurina… Y hay días en que, durante la tarde-noche, en la bella ciudad de las Casas Colgadas hay cuatro o cinco presentaciones de libros y/o inauguraciones de exposiciones.
Bueno, termino con Cuenca antes de hablar de mi otra residencia, diametral y beneficiosamente opuesta. Muchos de mis plácidos paseos por las calles conquenses acaban o en la taberna Jovi, una de las mejores coctelerías de España, me atrevo a aseverar, con un ambiente de estimulante semi-penumbra y la atención más esmerada por parte de sus camareros, o finalizo las mañanas en la cafetería del Conservatorio de Música, que mete en su salón nada menos que una torreta de la muralla histórica, atendida por dos simpáticas muchachas que ofrecen un delicioso menú diario completo (dos sabrosos platos, con bebida y postre por 9 €) y al terminar pagando en la barra se despiden amablemente de mí, deseándome buena tarde y pronunciando, con ademán risueño, mi nombre de pila.
La pedanía donde resido se llama Alameda de Cervera. Pertenece a Alcázar de San Juan, de la que dista 15 kilómetros, y es equidistante, por autovía, de Alcázar y Tomelloso, en plena Mancha, repito, viva. Esta parroquia, llamada así si estuviéramos en Galicia, consta de un núcleo, donde está el colegio y la iglesia, y dos pequeños barrios. En el más alejado vivo yo, a kilómetro y medio del «pueblecito», al extremo de una sola calle y ya asomado al puro campo: atardeceres africanos, rebaño de ovejas pastando, tractores trasegando, árboles cimbreándose del mucho viento a que el clima acostumbra, salicores desquiciados y un rocío elegante, el de algunas mañanas, posándose en las ruinas del adobe.
La pedanía tiene tres sitios a donde ir, que yo frecuento: el bar, que sólo abre hasta la hora del café, salvo los sábados, que da cenas después de misa (el acontecimiento por antonomasia en la pedanía); la panadería, con un buen pan moreno y unas tortas de manteca las mejores de la comarca; y la gasolinera, donde, ¡vaya!, no pongo combustible al coche porque le aplico gasoil extra (del que carece la gasolinera), pero donde mi nieto pide que le inflen el balón. Me olvidaba de la cooperativa San Lorenzo, donde adquiero botellas de vino de la marca Gran Prior Alameda, en sus ricas y muy accesibles tres variedades que exportan a Alemania: tinto, airén y verdejo.
Antes andaba por los caminos, pero ahora solamente realizo alguna caminata por las calles de Alcázar o Tomelloso cuando salgo a comprar o para hacer algún recado. De modo que, fuera de estos recados o tener que ir al médico, mi tiempo transcurre bien metidito en mi recinto: subiendo en las mañanas a la azotea para intentar pillar un poco de vitamina D, o en el jardín, cuidando, con la vista, los cactus que se yerguen a su aire, tan bonitos, que me regala Pepe, albañil de la aldea, o cobijado en la casita propiamente dicha, con mis quehaceres, que se reducen a escuchar música, por Radio Clásica o por mis discos, escribir algo (o cumplir el encargo que me ha pedido mi amigo el monje-bibliotecario de la Abadía Trapense de Sta. María de Viaceli de revisar su traducción del latín de la Vida de Bernardo de Claraval escrita por Godofredo de Auxerre) y leer mucho, sin que me falte el calorcillo del brasero o el rumor de los leños, y la copa de vino a su debido tiempo. Dispongo de un espacioso dormitorio, con baño dentro, un gabinete, con muchos libros y con piano y dos camastros, con pie de obra, para los invitados. Mi salón es muy grande, lleno de grandes ventanales que me acercan con mucho arrojo el suelo, suelo desarrollado en tapiz de plantas silvestres sobre esa arcilla donde nacemos y en la que caerán las cenizas cuando fallezcamos.
No creo que sea del todo inadecuado resumir la vida en la medida de un amplio ventanal revelando el sutil dinamismo de la hierba y el desarticulado ir y venir de los gatos trapisondas. Pero de vez en cuando llaman a la puerta y hay que salir de este altanero espacio; es la cartera, que me sigue trayendo incesantes sobres librescos. O es el húngaro que acarrea una carga de leños de olivo derramando en mi puerta el soberbio montón que ha descargado el volquete de la camioneta. Yo me dispongo a colocar en el patio los tarugos con la ayuda de una carretilla.
Pero se me adelantan dos buenos vecinos que me han visto y me ayudan a colocarlos. No me ayudan, sino que los colocan ellos; yo sólo tengo que llevar la carga en la carretilla. Son dos hombres sencillos, que llevan mucho tiempo jubilados, a los que les atrae utilizar las manos y servirse de su pericia para ordenar cuidadosamente los trozos de madera que han de arder en la estufa. Con la labor se pican. Realizado el trabajo, el vino que les ofrezco lo rechazan. Lo que han hecho, sencillamente, es natural y no precisa recompensa.
Centrándome en esta hermosa palabra, «natural», y su diáfano e inmaculado concepto, quiero rendir un homenaje a su grande usufructuario, el poeta Alberto Caeiro. Casi puedo decir que me he atrevido a escribir este texto únicamente por rendir tributo, a través de estas líneas finales, al poeta Alberto Caeiro y su preciado empleo de esta noción: «natural». Caeiro, en sus poemas, hace prevalecer este mensaje: «Cuando hace frío en el tiempo del frío, para mí es como si hiciera buen tiempo, porque para mi ser adecuado a la existencia de las cosas lo natural es lo agradable sólo porque es natural. Porque el único sentido oculto de las cosas es que no tienen ningún sentido oculto. Las cosas son verdaderamente lo que parecen ser y no hay nada que comprender.»
Existe una flor, otra flor, otra flor… Y una piedra, otra piedra, otra piedra… y un tallo, y un peciolo, y una hormiga, gusano que deviene mariposa, otro, otra (la naturaleza es plural), una gota, otra gota, repetidos hasta un conjunto tan innumerable que parece infinito. Pero, ¿quién fue, en verdad, el poeta Alberto Caeiro? Pues fue una persona no digo inexistente, porque existente lo fue al máximo, pero sí inmaterial.
Alberto Caeiro: uno de los tres principales heterónimos del poeta portugués Fernando Pessoa, los tres igualmente poetas. Estos poetas heterónimos son personalidades que inventó o, a mejor decir, creó Pessoa de una manera psicográfica. De ninguna manera son pseudónimos de una firma homogénea. Pessoa, el poeta ortónimo, atribuyó biografías para cada uno de estos poetas, teniendo cada uno un estilo muy diferente al de los otros dos. De forma que el propio Pessoa, su creador, parecía quedar totalmente ajeno a lo que había creado.
La base de esta relación (ellos dialogaban entre sí) era una despersonalización que Pessoa consideraba un drama, pero no un drama en actos y jornadas, sino un drama em gente, en personas. Y en eso consistía el heteronismo, constituyendo el summun del fingimiento. El primer cuarteto del poema «Autopsicografía», del Fernando Pessoa ortónimo, dice: «El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que llega a fingir que es dolor / el dolor que de verdad siente.»
Y he aquí lo más asombroso. Pessoa determinó que el maestro de los poetas heterónimos era Alberto Caeiro; junto a él Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Reis un médico monárquico, exiliado en Brasil, hacedor de unos versos horacianos. Álvaro de Campos un ingeniero naval licenciado en Glasgow, con una poesía radical, iracunda y estrepitosa que se le iba de las manos hasta al propio Pessoa. Caeiro fue una persona sin apenas estudios, que no se movía de su pequeña aldea en la región lusa de Ribatejo, autor de una poesía tan natural que definía una superior actitud de paganismo (la religión de ese drama en gente), un puro paganismo anterior a la práctica de lo pagano y a su inane estatuaria. Y al ser Caeiro el maestro, el Pessoa ele mesmo adoptó el papel de un heterónimo más a partir de entonces. Nada menos que discípulo del heterónimo de su invención Alberto Caeiro. ¿Se puede pedir una constelación literaria mejor que la que, únicamente incluyéndose él solo, forjó Pessoa?