Claudia no pasó a engrosar por poco la más fría y cruel estadística que exhibe Guatemala. De la última paliza sólo recuerda que recobró el conocimiento en una cama del hospital Roosevelt, en la capital de la nación centroamericana. Despertó al amanecer, y se prometió a sí misma que la situación no se volvería a repetir. Hasta el momento lo ha conseguido. Pero, desgraciadamente, Claudia, de 33 años, madre de dos hijos, es una excepción en el panorama de extrema violencia contra las mujeres que se vive a diario en su país.
Los números nunca serán capaces de describir la tragedia cotidiana del feminicidio. Leer que desde el año 2000 más de 5.000 mujeres han sido asesinadas –con brutalidad, con una saña premeditada- en un pequeño país de apenas 13 millones de almas no nos acerca más ni mejor al terror pintado en los ojos de Claudia. Desgranar las estadísticas y extraer medias como que al menos dos mujeres mueren cada día no nos explican cómo fue la última jornada de Jessica Carolina Franco. El cuerpo de esta joven de 19 años fue encontrado el pasado mes de mayo frente al cementerio Las Buganvillas de Ciudad de Guatemala. Como es casi una norma en este tipo de crímenes, el cadáver estaba desmembrado. “Encontraron en una cuneta el torso dentro de un cubo, y en dos bolsas, la cabeza y una pierna”, relataba el periódico local, La Hora. Jessica no tuvo la suerte de Claudia y su caso sí se sumó al de las 722 mujeres asesinadas en 2009 (cifras oficiales, que se pueden quedar cortas al menos en un 20%). El año más sangriento que se recuerda en el país.
El término feminicidio empezó a ser frecuente en los titulares a partir de 1993, cuando valientes activistas mexicanas defensoras de los derechos humanos comenzaron a denunciar el asesinato de mujeres en Ciudad Juárez. Esta población se convirtió en referente obligado para estudiar e intentar atajar el fenómeno, pero todos los expertos coinciden hoy en que la situación en Guatemala es, si cabe, peor. Peor porque el número de víctimas es mayor en relación con la población. Peor por la impunidad, una de las claves para comprender por qué cada día aumenta la sangría. Y peor por las especiales circunstancias políticas de esta nación, que se encargan de alimentar el odio contra la mujer y de ocultar las verdaderas causas de los crímenes.
“El pasado no está desvinculado del presente”
Mercedes Hernández vive en España desde hace cinco años, empeñada en que el sufrimiento de sus compatriotas sea cada vez más visible. Acaba de visitar su país con motivo del Tribunal de Conciencia para mujeres sobrevivientes de violencia sexual durante el conflicto armado, celebrado a primeros de marzo en Guatemala. El país vivió una de las guerras civiles más largas, 36 años, que culminó en 1996 con unos acuerdos de paz cuyas cláusulas, más de una década después de la firma, no se han cumplido en su totalidad.
Mercedes y sus compañeras activistas, la mayoría de las cuales viven permanentemente amenazadas y con la tentación siempre presente de marchar al exilio, pretenden “romper el silencio en torno a la violencia y a la violación sexual durante el conflicto armado, y que está tan vinculado a los feminicidios actuales”. Pasear por las calles de Ciudad de Guatemala, ir al encuentro de las víctimas que han escapado a la muerte, comprobar la desesperación de los familiares y la desidia de las autoridades, es también preguntarse por las razones últimas de esta masacre silenciosa. Para Mercedes, la clave es bien sencilla, pero imposible de admitir para el orden político: “El pasado no está desvinculado del presente”.
“Durante más de 30 años, la violación sexual constituyó una práctica generalizada, masiva y sistemática realizada por agentes del Estado como parte de la política contrainsurgente. Fue utilizada como un instrumento de guerra para generar terror, siendo en la gran mayoría de los casos la antesala de la muerte”. Las víctimas preferidas por el Ejército fueron mujeres indígenas, con el claro objetivo de desestructurar sus sociedades y dar un escarmiento a quienes pudieran ayudar a los guerrilleros. “Sus cuerpos fueron utilizados como herramientas de guerra, como campos de batalla”, relata Mercedes. “De las 22 provincias del país, sólo en la del Quiché se produjo el 48% de las violaciones”. Inspirado en experiencias similares celebradas en Japón y Ruanda, el tribunal guatemalteco –“una justicia alternativa y simbólica”- contó con los sobrecogedores testimonios de supervivientes, mujeres indígenas que fueron violadas y sometidas a tortura.
Quiché atesora en su territorio montañoso una belleza exuberante que contrasta con el terrible secreto que esconde su tierra, y que poco a poco va saliendo a la superficie. Más de la mitad de la población del país es indígena, y en esta zona, en las Tierras Altas habitadas por los antiguos mayas, lejos de los centros urbanos, son abrumadora mayoría.
Los estrategas de la tierra quemada dibujaron en su particular mapa del horror un triángulo entre las poblaciones de Nebaj, Chajul y Cotzal, en un área conocida con el nombre de Ixil. Sus pobladores sufrieron la más dura represión de un conflicto que se cobró 250.000 vidas.
Feliciana, indígena quiché de 22 años, perdió a su abuelo y dos tíos en la guerra. Víctimas inocentes, como la mayoría. Su familia, como miles más, se empeñó en encontrar sus cuerpos en las fosas comunes que horadan los alrededores del pueblo de Nebaj, convertido en zona cero del sufrimiento maya. En febrero de 2008 dieron con el paradero en el transcurso de unas exhumaciones, lo que permitió darles un entierro digno y cerrar la ceremonia del duelo, esencial en su cultura.
Pero Feliciana no podría haber encontrado los restos de sus familiares sin la ayuda decisiva de un grupo de entusiastas forenses, empeñados desde 1992 en remover la tierra para saldar una deuda ética con la historia. La Fundación de Antropología Forense, una entidad independiente, ha realizado hasta la fecha un millar de exhumaciones y recuperado 5.000 osamentas. El 63% de los restos han sido identificados.
Visitar sus instalaciones en Ciudad de Guatemala es bucear en el pasado trágico de este país, comprobando cómo grupos de técnicos limpian y examinan los huesos de las víctimas. Los indígenas consideran que sus muertos «no están enterrados, sino escondidos en la tierra. No están descansando, están llorando».
Aquel horror dirigido por el Ejército tiene consecuencias en los feminicidios de hoy, en la brutalidad sistemática con la que operan los asesinos. Una de las respuestas al porqué de esta sinrazón, como apuntan Mercedes y sus compañeras que han alentado el Tribunal de Conciencia, está bajo la tierra de la castigada región indígena del Quiché, y todas las Felicianas de Guatemala lo saben. Matar, intimidar, violar y humillar a la mujer sigue siendo su propósito.
La antropóloga estadounidense Victoria Sanford relata en su libro Del genocidio al feminicidio un hecho revelador. En 2008, la hermana de Fredy Pecerrelli, presidente de la Fundación de Antropología Forense, recibió serias amenazas de muerte. Sanford lo analiza así: “Esta amenaza, aunque está dirigida contra Fredy Pecerrelli, está dirigida a él a través del cuerpo de su hermana. Igual que pasó con la violencia practicada por la contrainsurgencia, las mujeres son un blanco en sí mismas, pero también en virtud de su relación con sus parientes masculinos. En los años ochenta, la sobrina adolescente de un activista de derechos humanos fue víctima de violación múltiple por parte de un escuadrón. Le dijeron que la estaban violando porque su tío era subversivo. De la misma manera que las estructuras patriarcales ponen a las mujeres bajo la protección de sus parientes masculinos, las estructuras represivas ponen a las mujeres y sus cuerpos en la línea de fuego de las represalias contra esos familiares. Es más, esta violencia y el asesinato de mujeres, hoy en día, están vinculados con la impunidad y el estado de inacción”.
Las amenazas no disuadieron a Pecerrelli ni a su equipo. Él mismo viajó a Madrid el pasado 2 de diciembre para prestar declaración ante el juez Santiago Pedraz. La Audiencia Nacional investiga a altos cargos militares por el genocidio guatemalteco, entre ellos al ex presidente Efraín Ríos Montt. Pedraz ha tenido acceso a un documento inédito que detalla el Plan Sofía, y que apunta que los crímenes cometidos durante el conflicto procedieron de órdenes concretas de altos cargos militares y civiles para masacrar a la población. 45.000 de las 250.000 víctimas siguen desaparecidas. El 83% eran indígenas, muchas de ellas nacidas en las castigadas tierras del Quiché, de donde siguen emergiendo cadáveres entre las fosas comunes gracias al esfuerzo de Pecerrelli y su equipo de forenses. Como dice Sanford, “los huesos no mienten”.
La indiferencia de las autoridades
A pesar de que el incremento de los asesinatos de mujeres es imposible de ocultar en un país pequeño como Guatemala, es difícil acercarse a los familiares de las víctimas. Lo impide un muro de silencio y de miedo. Jorge Velásquez, de 53 años, es de los pocos que acceden a hablar con la prensa. Dejó su exitoso trabajo como auditor para entregarse por completo a la búsqueda de justicia.
Su hija Claudina Isabel tenía 19 años cuando fue atacada, el 12 de agosto de 2005. Su cuerpo apareció con un balazo en la frente y evidencias de haber sido violada. Otro triste caso entre los más de 500 similares registrados ese año, pero que se ha convertido en todo un símbolo.
Los expertos coinciden en que un análisis adecuado del lugar del crimen es esencial para tipificar el delito e identificar al asesino. Los agentes contaminaron toda la escena, ignoraron pruebas definitivas, como las heridas que presentaba el cuerpo o la ropa, la autopsia fue deficiente… Claudina Isabel llevaba un piercing en el ombligo y calzaba sandalias, por lo que los policías determinaron que no merecía la pena investigar. Era, sin duda, “una prostituta o una pandillera”. “En pleno velatorio”, cuenta Velásquez, “irrumpió un grupo de agentes. Nos dijeron que querían examinar el cuerpo de mi hija, a lo que yo me negué. Me amenazaron con detenerme junto a mi esposa. Llevaron el ataúd a otro cuarto para estar solos y tomaron las huellas dactilares para efectuar análisis de ADN. Me entregaron una bolsa con su ropa, diciéndome que normalmente la familia también enterraba las vestimentas en el ataúd”. Sin pensar en las consecuencias, Velásquez pidió a la funeraria que quemaran la bolsa, ignorando que contenía objetos que en cualquier lugar del mundo se tratan de manera exquisita como pruebas de un crimen.
“Podemos ser víctimas, como todos. Pero los guatemaltecos pensamos que los cadáveres que aparecen ‘andaban en algo’”, ha declarado el antiguo auditor. Muchas veces la prensa también se presta al juego, destacando en las noticias sobre las asesinadas que tenían un piercing o un tatuaje, dejando entrever al lector que formaban parte de una pandilla o eran prostitutas. Pero personas como Velásquez ya no se dejan engañar y apuntan a la impunidad y a la inacción como asesinos de su hija: “El Estado guatemalteco no tiene la capacidad de garantizar el derecho a la vida a sus ciudadanos. Claudina Isabel murió por la indiferencia de las autoridades”.
Más brutalidad que en las dictaduras de Chile y Argentina
Hay quien piensa que un Estado que permite que el 98% de los crímenes que se cometen en el territorio bajo su tutela no se resuelva es un Estado fallido. Pero también hay quien considera que la impunidad reinante, sobre todo cuando la víctima es mujer, no responde tan sólo a falta de medios o cualificación de los sistemas policial o judicial. O a la corrupción.
Que sólo el 2% de los asesinos acabe ante un tribunal llevó el caso de Guatemala hasta Naciones Unidas. Y al jurista español Carlos Castresana hasta ese país. Le acompañan permanentemente varios escoltas para proteger su vida. El que fuera en España combativo Fiscal Anticorrupción aceptó el reto de encabezar la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICG). “El gran enemigo para resolver estos crímenes es la indiferencia”, comenta Castresana. “Nadie hace nada y nadie espera que se haga nada”. La escena del crimen de un feminicidio es frecuentemente alterada y la investigación deficiente. Y el entorno de la asesinada, y Jorge Velásquez es una estimable excepción, se ampara en el silencio.
La dinámica sociedad civil guatemalteca consiguió que en 2008 se promulgara la Ley contra el Femicidio, un hito en la historia jurídica del país. Sin embargo, se cuentan con los dedos de una mano los asesinos que han sido juzgados y condenados bajo esa tipificación. Pero no todo es negativo. Castresana está jugando un papel muy activo y decisivo en la lucha contra la impunidad en ese tipo de delitos, y las instancias gubernamentales se están dotando de nuevos medios para combatirlos.
La inspectora Teresa de Jesús Escobar es un ejemplo de ello. Conscientes de que muchas de las interesadas no acuden a denunciar a las comisarías por desconfianza, los mandos de la Policía Nacional Civil han ido creando Oficinas de Derechos Humanos, al mando de las cuales se encuentran inspectoras como Escobar, que habla de su trabajo con total libertad. Aún así, ella misma corrobora lo difícil que es que las mujeres, especialmente las indígenas, se libren de un recelo a los uniformes que se ha perpetuado durante décadas.
Las dictaduras del Cono Sur dejaron imborrables recuerdos de su crueldad. Los vuelos de la muerte, las torturas, las matanzas indiscriminadas, las persecuciones… Algunos de los genocidas argentinos y chilenos han sido llevados a juicio y están en la mente de todos, pero no así los guatemaltecos. Su herencia de terror se deja sentir todavía hoy en las calles, y a ella apela Castresana cuando afirma que “la brutal naturaleza de los crímenes contra las mujeres en Guatemala no la he visto ni tan siquiera en las dictaduras de Chile y Argentina”.
Para comprender esa saña desmedida es preciso detenerse en el concepto mismo de feminicidio, a la espera de que la Real Academia lo acepte en su diccionario. Los criminólogos empezaron a utilizar en primer lugar la palabra femicidio, entendido no sólo como la muerte de mujeres, sino como “el asesinato de mujeres por hombres, porque son mujeres”, según las estudiosas Jill Radford y Diana Russell, que acuñaron el término en 1992. O más allá: “Una forma de terrorismo que funciona para definir límites entre géneros sexuales, implementar y reafirmar la dominación del hombre y convertir a todas las mujeres en seres crónica y profundamente inseguros”. La antropóloga Sanford considera que “el feminicidio es un término político. Conceptualmente abarca más que el femicidio porque no solamente culpa a los perpetradores masculinos, sino también al Estado y las estructuras judiciales que normalizan la misoginia. La impunidad, el silencio y la indiferencia son parte del feminicidio”.
La precisa conceptualización de esta nueva palabra y su inclusión por primera vez en el marco jurídico de un país es todo un logro de las activistas en defensa de los derechos humanos. Y parte de su lucha en contra de la ocultación de la verdadera dimensión del fenómeno. En Guatemala, como en el resto de los países de la región, no sólo se mata a más de 700 mujeres cada año como resultado de la acción de delincuentes comunes o de pandillas (maras) encuadradas en el crimen organizado.
Es cierto que la inseguridad ciudadana es creciente. Es cierto que todo tipo de tráfico ilícito (drogas, armas, personas…) ha convertido a Centroamérica en puente privilegiado en la ruta hacia el gran vecino del norte. Pero las vejaciones sexuales, las torturas infligidas a las víctimas, responden a otros motivos y tienen como destinatario a toda la sociedad. Repitiendo el modus operandi de los ochenta en la guerra sucia contra la guerrilla, “poderes paralelos heredados del conflicto armado interno, así como el carácter violento del sistema patriarcal, se combinan en una dualidad de intereses: mantener la ingobernabilidad, y por tanto la inoperancia del Estado de Derecho, por un lado, y por otro, frenar de manera represiva la participación de mujeres fuera de los espacios y funciones que tradicionalmente se les han asignado, para perpetuar así su condición discriminada y el control sobre su cuerpo, su mente y su vida”. Esta es una de las conclusiones de un estudio realizado por la Unión Revolucionaria Nacional de Guatemala, la antigua guerrilla hoy reconvertida en partido político.
Este país cuenta con una de las redes de mujeres, que reclaman su espacio público, más activas de América Latina. Algunos de los asesinos matan, mutilan, violan, tiran los cuerpos desmembrados en las cunetas, amenazan, con un propósito: recluirlas en el espacio de lo privado. El 12 de junio de 2004 fue encontrado el cuerpo de Andrea Fabiola Contreras, de 17 años, un caso que provocó una conmoción especial. Tenía las manos atadas a la espalda, y le habían cortado el cuello. También habían dejado un mensaje grabado en su pierna derecha: “Venganza”.
Indígenas guatemaltecas, supervivientes de las matanzas y de las violaciones, que han llevado su duelo en secreto durante casi tres décadas, han tenido la oportunidad de prestar su testimonio ante el Tribunal de Conciencia. Con los maridos y los hijos muertos, muchas de ellas se convirtieron durante años en esclavas sexuales de los mandos paramilitares. Igual que lo fueron centenares de japonesas y coreanas, las comfort women, en la Segunda Guerra Mundial, al servicio del Ejército imperial nipón. “Grité, pero nadie me escuchó”, declaró una de ellas. “Estaba sola en mi casa, me golpearon y me tiraron al suelo. Primero me violó uno, y luego otro. Se reían y me dejaron sangrando. No hablé con nadie y me refugié en México, pero hoy estoy aquí en nombre de todas las mujeres que murieron durante el conflicto armado y para que no vuelva a pasar lo mismo”. En su búsqueda de una reparación, de dignidad y de justicia, de dotar de algo de sentido a estas palabras, estas mujeres traen el pasado al presente, arrojando luz sobre lo que hoy pasa en las calles de Guatemala.