El escándalo y la controversia han acompañado el nombre de Balthus desde que presentó en el año 1934 La lección de guitarra, una pintura que recuerda las ilustraciones de los libros eróticos del siglo XIX. Ningún artista antes había tratado con tal desenfado en una obra de semejante formato y calidad el asunto de la maestra que somete a la pupila y la inicia en los misterios de la carne. Puesto que el autor era un joven de veintiséis años, ansioso presuntamente por hacerse un hueco en el mundo del arte, algunos supusieron que tomaba la senda de la provocación con el único propósito de que se hablara de él. Cubistas, futuristas y surrealistas llevaban tiempo practicando con éxito esta ruidosa estrategia. Balthus, sin embargo, no se limitó a escoger un motivo que obligó a exhibir la obra en una sala aparte, sino que se sirvió para ello de un estilo figurativo lleno de alusiones clásicas que soliviantó a la vanguardia entonces en boga y lo convirtió, de golpe, en un proscrito. Mientras que sus predecesores habían incomodado al público cuestionando sus creencias y denunciando su hipocresía (Las amigas, de Courbet, o la Olimpia, de Manet), él fue más allá violentando a sus propios colegas con un uso inesperado de los recursos de la tradición.
Pese a admitir que pintó aquella obra como provocación, Balthus no soñaba con desempeñar el papel de enfant terrible de la pintura francesa. Sus prisas por hacerse famoso no eran tan grandes como su interés por señalar las limitaciones del discurso vanguardista. Nadie ignoraba a esas alturas cuáles eran los prejuicios que los nuevos artistas habían rechazado, pero muy pocos estaban al tanto de las virtudes con las que iban a sustituirlos. Su sospecha personal era que el repudio de la tradición se sustentaba simplemente en la ignorancia y en un deseo muy mal definido de autenticidad. Como guardián del patrimonio simbólico de la pintura (así lo caracterizó Federico Fellini), estaba dispuesto a demostrar hasta qué punto era equivocado identificar seriedad estética con innovación sistemática y primacía de la realidad pensada con rechazo de la realidad sensorial. La lección de guitarra fue en este sentido una lección de pintura. El rumor de que lo que le animó a hacerla había sido un apetito inaceptable, aderezado con leyendas como la del millonario que la compró a los Rockefeller diciendo que no adquiría un óleo, sino un seguro contra la impotencia, impidió quizá que lograra su propósito. De haber seguido la línea de su admirado Courbet con algo indecente al estilo de El origen del mundo, o de haberse adelantado a su tiempo pintando escenas de erotismo explícito como Currin, no habría cosechado críticas tan virulentas. La elección para esta y otras obras de ninfas encantadoras en poses dudosas a medio camino entre la inocencia y la depravación repugnaba y repugna a mucha gente. Aunque sabemos desde Rousseau que una sensualidad ardiente no está reñida con la pubertad, el tema en nuestras sociedades sigue siendo incómodo, casi tabú. Rozarlo acarrea siempre serios problemas. Degas recibió críticas muy duras a causa del realismo con que representó a las petits rats de los cuerpos de ballet y Nabokov vio censurada en varios países su Lolita. Verdad que nadie denunció nunca a Balthus por pedofilia –vicio que llevó a la cárcel a su colega Adolf Wölfli– y tampoco él, hasta el fin de sus días, necesitó defenderse de lo que parecía una tergiversación de su obra, pero no cabe duda de que sus cuadros se mueven en un terreno ambiguo, propicio tanto para la voluptuosidad de los libertinos como para las piadosas recriminaciones de los filisteos.
En las memorias que dictó siendo nonagenario, Balthus dice que nunca pintó a sus niñas con intenciones eróticas. Su objetivo era plasmar la transformación del estado de ángel –la dulzura del alma, la inocencia del espíritu infantil– al estado de mujer, con lo que significa de descubrimiento de la sexualidad y de los misteriosos mecanismos de la seducción. Habiendo frecuentado a Rilke, amante de su madre, la pintora Baladine, no puede extrañar que la contraposición entre lo angélico y lo terrenal constituyera uno de sus temas de reflexión favoritos.
Pero Balthus también era hermano de Pierre Klossowski, un filósofo que defendía la necesidad de que el arte cuestionara las convenciones que codifican nuestra experiencia de la realidad y que veía en la transgresión sexual, hilo conductor de su obra narrativa (sobre todo la trilogía inacabada Las leyes de la hospitalidad, cuya protagonista, la salaz Roberte, es un trasunto de su propia esposa), el mejor camino a la hora de disolver las opresivas barreras de la moralidad. ¿Influyó Pierre en su hermano? El pintor lo negó siempre, pero los detractores insisten en que subyace una tendencia dudosa en los Klossowski, algo ligado a su educación y su catolicismo, que no cabe ocultar invocando a Rilke. Ninguna persona de rectos principios que conciba el arte como actividad racional encaminada al bien y la verdad puede aceptar la necesidad de abordar los asuntos que tanto atrajeron a ambos. Claro que, así como se dijo en favor de Rabelais que fue censurado por Calvino, este tipo de argumentos hablan en favor de Balthus. El calvinismo, con su creencia en la depravación congénita del ser humano y su propensión a identificar los males espirituales con la sexualidad, nunca ha acertado con el arte. Pensemos en la tesis defendida por la vanguardia americana de que el hedonismo y la voluptuosidad, es decir, la belleza, se oponen a la verdad –fin supremo del arte desde que sus practicantes decidieron obedecer el consejo platónico de abandonar cualquier forma de ilusionismo–, mientras que la austeridad, la frigidez asexuada, la iconoclasia, en fin, la abstracción, nos acercan a ella. A causa de esta asociación contemporánea entre verdad y arte no sólo no ha sido erradicada la costumbre de juzgar a éste desde la moral, sino que se ha acentuado. El placer de flagelar el vicio desde el áureo pedestal de la virtud agrada particularmente en tiempos de corrupción. ¿Qué puede ver un espectador común en las niñas de Balthus –se pregunta toda esa gente a la que gustaría que los pintores extrajeran sus motivos de los bordados escolares– sino unas muchachas inocentes abandonadas a la perversa contemplación de espectadores incendiados por el deseo? El problema, sin embargo, no radica en lo que es capaz de captar un espectador común –a fin de cuentas todo el mundo percibe lo que sabe–, sino en la naturaleza de las ideas correctas, ideas que rara vez proceden de una búsqueda previa, sino que aparecen en la conciencia de quienes las profesan como Palas en la mente de Zeus, armadas completamente.
Bastaría una mínima reflexión para advertir que ni la bondad que se esfuerzan en monopolizar sus propietarios es tan perspicaz y transparente como sugieren los predicadores –a nadie debería extrañar que Rousseau, el pedagogo más influyente de la historia, abandonara a sus hijos en un orfanato–, ni la visión de una pintura, por escabrosa que sea, ha impedido nunca a nadie alcanzar la virtud. El deseo de vivir en una comunidad que rechace rotundamente ciertos actos –violación, mutilación, tortura– no debería llevarnos a subir los estándares éticos hasta el punto de no aceptar más artistas que las almas irreprochables. Las cosas prohibidas también pertenecen al mundo y el privilegio del arte es poder abordarlas con libertad. Si alguien, no obstante, cree, a la vista por ejemplo de la obra de Balthus, que tuvo que ser un tipo de esos que espera a la puerta de las escuelas con los bolsillos llenos de piruletas, acierta tanto como si creyera que Hopper debió subir a menudo al andamio de los limpiacristales para espiar a los inquilinos de los rascacielos neoyorquinos o Currin regentar un salón de belleza de Connecticut donde, además de pastel de repollo acrílico, se ofrecen servicios extras a sus sonrosadas clientas.
El lector no necesita que nadie le diga que el lenguaje políticamente correcto es más útil para demostrar que uno pertenece a cierta mayoría que para entender nada. Esto no significa que quien se sirve de él a modo de pensamiento desbarre completamente. Lo que cualquier parroquiano de la corrección ve cuando mira los cuadros de Balthus está sin duda en ellos. La turbación que causan fue buscada a conciencia por el autor, a quien gusta hacernos sentir como alguien sorprendido mientras espía a otro por el ojo de la cerradura.
Distinto es cómo se interprete todo esto. Jean Clair, el gran experto en su obra, sugiere en Les Mètamorphoses d´Eros que esa infancia equívoca puede simbolizar la tradición occidental, una tradición que daba la impresión de ser una cosa y luego resultó ser otra. Cuesta admitir, sin embargo, que Balthus desarrollase su proyecto plástico para mostrar, a la manera de Marx, Nietzsche o Freud, que nuestros valores ocultan deseos e intereses que los contradicen. La aspiración filosófica de impedir cualquier sublimación es inconciliable con su pintura. Mejor reconocer que lo que muestran sus ninfas mientras duermen, miran un espejo o leen, no tiene nada de abstracto. No podría serlo si su intención, como él mismo ha confesado, es captar la travesía del mundo de la infancia al de madurez, la metamorfosis de la inocencia. “Lo que siempre deseé pintar –dice en sus Memorias– es el secreto del alma y la tensión oscura y a la vez luminosa de su capullo sin abrir aún del todo”. Somos los espectadores quienes no debemos confundir a una hermosa muchacha en flor con una Lolita desvergonzada ni suponer que la naturaleza obra de acuerdo con el código civil y que, por tanto, constituye una perversión insinuar nada indecoroso antes de cierta edad. Ayer tal vez fuera difícil reconocer todo esto, hoy, con las redes sociales atiborradas de selfies de quinceañeras ataviadas al gusto de los narcotraficantes del Caribe, hay que ser un hipócrita para rasgarse las vestiduras. Hacer la vista gorda con la realidad y censurar luego el arte sobre la base de que una sociedad civilizada debe estar formada sólo por individuos que sueñan cosas convenientes, políticamente correctas, no parece, en definitiva, un gran ejemplo de perspicacia.
Nadie ignora que entre que se abandona el paraíso de la infancia y se entra en el mundo de los adultos transcurre un tiempo de anormalidad. A la sensación de salto y caída se une cierta ansia de regresión que coincide con la necesidad que la persona experimenta de construirse su identidad. Exploración, descubrimiento y ocultación son movimientos inevitables de esta etapa de la vida. Puesto que a esa edad no se sabe lo que se necesita hasta que no se encuentra, los adolescentes suelen exhibir un aire incómodo, prematuro. Sumidos en la dolorosa perplejidad de su maduración, la realidad les resulta engorrosa, una intrusa entrometida. Cada irrupción suya la viven como si pudiera interrumpir en un momento inapropiado su metamorfosis.
Miremos La chambre, de Balthus. Alguien descorre violentamente una cortina, la habitación queda iluminada y dentro vemos a una joven desnuda, en una pose inexplicable, entre descuidada e indecente. Es difícil saber qué estaba sucediendo antes de que se hiciera la luz, pero lo que aparece ante nosotros no es distinto de lo que hay en otros muchos cuadros de Balthus menos dramáticos, con la particularidad de que este parece llevar implícito un recado que debe extenderse al resto: cuando uno accede de golpe a la intimidad de una joven soñadora tiene que cuidarse de no echar mano demasiado rápidamente de sus prejuicios.
Aunque lo sensual esté en las niñas de Balthus como el dulzor en un fruto a punto de madurar, ellas pertenecen a un mundo mágico donde no rigen los códigos de buena conducta. Inmovilizadas en el acto de leer, dormir, mirar la ventana o el espejo, no se avergüenzan de nada ni tendrían por qué hacerlo. Nadie las observa. Se hallan en un ámbito cerrado, el reino de lo inmediato en el que cada instante se agota en sí mismo. El pintor quiere representar la inocencia previa a la irrupción de la ley y la muerte, el hechizo sin pecado de la infancia que acaba. Por eso subraya los elementos mágicos: la luz que entra como oro espolvoreado cuando la cortina es descorrida, la mirada inteligente del gato que ahuyenta con su sonrisa los malos espíritus, el espejo que devuelve la imagen fascinante de quien no acaba todavía de reconocer en qué se ha convertido… Es la atmósfera del país de las maravillas de la Alicia de Lewis Carroll, la infancia añorada de Heathcliff, el protagonista de Cumbres borrascosas, una de las obras preferidas del pintor, quien la ilustró siendo joven. A diferencia del emperador Marco Aurelio, quien recomendaba desnudar las cosas y arrancarlas de las leyendas en que están incrustadas a fin de descubrir su falta de sentido, Balthus pretende encantarlas apartándolas del orden pragmático cotidiano, incluido desde luego el ámbito del deseo en el que quizá se encuentra el espectador. Ningún pintor ha sido menos realista que él, aunque él nunca huyó de las cosas, sino de los planteamientos que sirven para relacionarnos con ellas, en particular el gran mito de nuestra época: la idea de que es posible romper con toda ilusión. Convencido de que la tarea del arte no es escapar de las apariencias, sino volver a hechizar el mundo, trata de construir un espacio donde la violencia interna de los seres, el alma que decían los antiguos, representada en el tránsito de la infancia a la madurez, no se haya convertido aún en algo turbio. Los frutos apenas maduros de la primavera, los árboles henchidos de savia, la dulzura de las niñas que dormitan al margen de la realidad, todo eso en lo que se encarna el poder de ser, ayuda a elevarnos hacia la belleza venciendo la atracción del dolor que tarde o temprano echa raíces sobre nosotros. “Sigo la estela de los cascabeles de Mozart”, declara evocando La flauta mágica. La realidad cotidiana no le interesa. Tampoco los desafíos de la época o sus tribulaciones políticas y morales. Si el arte es un antídoto frente a la muerte y su meta es la belleza que solamente el hombre puede captar, un arte de la verdad constituye un contrasentido. ¿Acaso no consiste el arte en impedir que la verdad nos aplaste?
Este texto pertenece a una serie sobre el mundo del arte en la que hasta ahora han aparecido:
La pintura como espejo. Edward Hopper y el aburrimiento
Monstruos perfectos. Max Ernst y la creación del mundo
El pintor asesino. Walter Richard Sickert y los detectives
Vivir junto al precipicio: David Bomberg en Ronda
Retratos de mujer desnuda: Pierre Bonnard y el éxtasis
El hombre en la encrucijada. Diego Rivera y el compromiso del artista
Jacob Lawrence, un arte más allá del color y del sufrimiento de los negros
Epifanías del dolor: Käthe Kollwitz, la pintora que alertó de la llegada de Hitler
La “casa sin salida” del pintor Felis Nussbaum y los perseguidos
Nosotros no somos los últimos. Zoran Music, un pintor en Dachau