Hace varias semanas, mi amigo y generoso editor, Alfonso Armada, editor en jefe de fronterad, pidió a sus colaboradores un texto, un algo, con el tema de la noche como frente o telón de fondo.
Cuando se trata de la noche, las entrañas terminan invariablemente por imponerme su señorío. Siempre hay, como lo sabía bien un poeta, una noche dentro la noche.
Hoy vivimos de noche. Y no me refiero a la popularidad de las teleseries en las que abundan los vampiros.
Me refiero, por ejemplo, a una noticia como la que leí hoy. Después de los homicidios terroristas en París y sus alrededores, finalmente Le Front National ha ganado con solidez aterradora el escaño del Departamento de Doubs. La candidata victoriosa y ahora diputada, una tal Sophie Montel a la que su no menos bestial padre le regaló su carnet de filiación al partido de ultraderecha, impuso su noche electoral con el predecible alegato de atacar la inmigración y “el peligro islamista.”
La segunda semana del mes de enero, mi amigo y viajero incansable, David Harris, el imponente y persuasivo David Harris, estuvo en Comala City. Menos de veinticuatro horas después de la masacre parisina, le pregunté qué opinaba del movimiento islamófobo con origen en Dresde, Pegida. Su atinadísima respuesta, me temo, podría ser una de las derivas para la historia del siglo XXI: “Si un día estás en contra de los musulmanes, al siguiente estarás en contra de los judíos.”
Me corrijo a mí mismo: no vivimos, sino pasamos de noche.
Con ello me refiero, entre otros, al pobre diablo de alma gris, cuya vida ciertamente pasa de noche y no le pertenece y que por ende jamás podrá decirle que no a la noche; al pobre idiota que vive una vida prestada, encarnación de todo menos de él mismo, al soberbio que vive colgado de su empleo, que lo es todo para él, por la parte más delgada del edificio oficinesco, una literal criatura que habla con una voz que no es la suya y que en casos extremos es posible escucharle repetir durante años la misma cantinela que le imponen (y que él mismo se autoimpone pues no sabría qué decir) sus amos a lo largo de su vida, una vida rica y vasta en decir que sí y jamás: no. De hecho: nada.
Mi amigo Alfonso Armada me pidió algo que refiriera a la noche, y la noche es hoy.
Y a la noche en ocasiones hay que decirle que no, que nunca jamás.
Hubo una noche que acabó hace setenta años: la noche de Auschwitz. Fue una noche tan profunda que resultó imprescindible recordarla hace unos días, con la presencia misma de algunos de los sobrevivientes, portadores de la memoria del infierno, pero también de algo muy extraño, casi sobrehumano: la capacidad de traspasar las puertas de la noche, imaginar el día.
El tema me es cercano por razones personales y morales. He leído a Bashevis Singer, a Josep Roth, a Soma Morgenstern, a Karl Kraus, a Hermann Broch, a Jean Améry… he fatigado los recuentos sin ficción, terribles, de Vasily Grossman, uno de los primeros periodistas en reportear lo irreporteable; a los cronistas y sobrevivientes de la noche más dolorosa: Primo Levy, Robert Antelme, Imre Kertéz… igualmente he recorrido a los estudiosos de lo incomprensible, Hannah Arendt, Giorgio Agambem, Carl Améry, Timothy Snyder, Wolfgang Soksky, quien esboza la esencia primera y última del campo de concentración: “El exterminio masivo no sólo apuntaba al acto de matar en sí. Se trataba de borrar de la memoria a todo un grupo de la población. No tenía que quedar ni un solo indicio que hiciera referencia a los muertos. Nada que recordase a ellos, ni una tumba ni un monumento funerario. Tenían que desaparecer de la faz de la tierra como si no hubiesen existido nunca.”
Mi amigo Alfonso Armada lleva semanas convocando a sus colaboradores a escribir acerca de la noche.
La noche en que me siento a escribir estas líneas, convergen la noche lamentable y la noche de la esperanza imbatible y obsesionada con no olvidar, con no dejar pasar la noche.
La noche de gritar: ¡NO!
O como, a su manera, lo dice o canta o lo que sea, el rockero y novelista Nick Cave, “somos memoria, tu alma y tu razón misma de existir están atadas a la memoria”, en un documental titulado 20,000 mil días en la Tierra y que puede verse estos días en las salas de cine de Comala City.
Si para Borges las ruinas son circulares, para el texto que ha solicitado mi amigo Alfonso Armada, la noche también lo es.
Ocurre que llevo días releyendo La noche, de Elie Wiesel.
Creo que por ahí debí de haber comenzado, por el punto que cierra el círculo. ¿Pero quién no yerra cuando encara la fulgurante obscuridad? Arriesgo a afirmar que nadie ha escrito algo como Elie Wiesel, sobreviviente de Auschwitz, quizás porque eso no se puede escribir sin conocer, a dosis gigantescas, el desahucio y la esperanza, una mezcla tan inusual como humana, la impenetrable penumbra capaz de capaz de generar luz. Escribe Wiesel:
Jamás olvidaré esa noche, esa primera noche en el campo que hizo de mi vida una sola larga noche bajo siete vueltas de llave.
Jamás olvidaré esa humareda.
Jamás olvidaré las caras de los niños que vi convertirse en volutas bajo un mudo azur.
Jamás olvidaré esas llamas que consumieron para siempre mi Fe.
Jamás olvidaré ese silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir.
Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y a mis sueños que adquirieron el rostro del desierto.
Jamás lo olvidaré, aunque me condenaran a vivir tanto como Dios. Jamás.
La noche. No. Nunca. Jamás.