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Las palabras de las cosas

 

El silencio de las montañas nevadas al anochecer es significativo, aunque dé miedo. Siempre hay lenguaje, palabras, un modo u otro de lengua. Es inconcebible la existencia de seres sin lenguaje, así como una esquina de la tierra sin signos. El lenguaje es solamente la comunidad de ser y de diálogo, la profunda energía, llena de ecos, que se concentra en cada punto de materia. Hasta una piedra emite un leve rumor que atestigua su larga y accidentada biografía. Tened cuidado, las rocas no están muertas, advierten el Libro del Tao u OM, de Watts. La materia siempre es presente en una mente cualquiera, en el diálogo incesante que es la presencia. Es imposible que haya una piedra cualquiera sin que alguien no necesariamente tú, ni yo, ni ella, sino el alguien del espíritu diga alguna palabra, aunque no sea KAMEH, piedra o stone. Al principio, plegado en cualquier vértice de materia, ya estaba el verbo, por eso la relación del hombre con el mundo es tan intrincada.

 

Nombrar es de hecho reconocer una especie de personalidad en las cosas. Nombrar como el primer hombre, llamar a las cosas «por su nombre» al pan, pan; al vino, vino es abrir una caja de truenos. Nombrar es aceptar una hermandad con la materia, aproximarse a su ser o dejarse penetrar por él: reconocerse en el verbo común. Por eso, con razón, la gente se enfada cuando alguien se olvida o confunde su nombre. De otra manera, las cosas también «se enfadan» cuando no aciertas a nombrarlas. De hecho, si es cierto que el amor te llama por tu nombre, el odio te arranca del nombre. Nombrar no solamente designa, corona un reconocimiento. No pertenece a un género, sino que él es su propio género. Tampoco tiene ya un lugar suyo en el mundo, un instante suyo en el acontecer, sino que porta consigo su aquí y ahora. «Allí donde está, está un centro; y allí donde abre la boca, hay un principio», leemos en La estrella errante.

 

Correr, sentir, dormir. No existen sustantivos sin verbo, materia sin energía ni acción. El verbo, que está en todo, también indica que no hay nada sin expresión, sin lenguaje, sin movimiento. Ninguna sustancia sin accidente. Los sustantivos se declinan, se conjugan como si fueran verbos. Cada nombre tiene una tonalidad y una orientación, un clinamen. Esta mesa, por ejemplo, es de madera gastada. La sustancia es el «soporte» de los accidentes porque ya incluye todos sus accidentes, porque la sustancia es el primer accidente, el original: necesariamente contingente. El accidente -madera gastada- es la sustancia: el ser es devenir, la verdad es lenguaje. «Yo, la verdad, hablo» (Lacan): en el principio era el verbo. Dios mismo, se dijo un día, no sería nada sin descender, sin encarnarse en un verbo. De igual manera, el nombre ya incluye los adjetivos. Nombrar es hacerse cargo de todos los atributos de un ser. Cuando el amor te llama por tu nombre, tal vez te llama porque se hace cargo de tus accidentes, por tanto, también de tu nombre secreto. Y a veces para acercarse al nombre basta con los adjetivos. La adjetivación puede ya prefigurar el nombre, prepararlo. Con frecuencia la proliferación del nombre propio, con su autoridad pública, corta la llaneza del sentido. Nunca se debe pronunciar un nombre en vano.

 

Oímos y vemos por todas partes palabras, las sentimos como la vida misma de las cosas. Estamos rodeados por sustantivos, adjetivos, verbos, toda una gramática de la materia y sus sombras. Las palabras no cesan de bailar, pulsar o repiquetear en nuestros sentidos, como el sentido mismo de la realidad. Y esta omnipresencia del lenguaje no es siempre fácil de llevar, pues puede acabar tomando un sesgo diabólico, agotador o sagrado. La neurosis estructural del hombre puede partir de aquí, de que todo tiene sentido. Hace falta mucho silencio para soportar interpretar, ignorar o aplazar el incesante sonido del mundo. La locura, la demencia como peligro de cualquier hombre también puede apoyarse en esta omnipresencia del sentido.

 

Es posible incluso que el llamado argumento ontológico se apoye en esta omnipresencia del lenguaje en el mundo, en la presencia mental del mundo. Por tanto, en la circularidad de lo intelectual y lo material, de esencia y existencia: al fin y al cabo, es eso, que en cada cosa aliente una idea, lo que significa que el lenguaje se confunda con el mundo. Dios, su omnipotencia, sólo es el hecho de que la existencia es incesantemente significativa. Incluso cuando es discreta, la existencia es en sí misma la esencia, lo absoluto. El orden de las palabras es finalmente el orden de las cosas. Así, cada cosa es trascendente, cargada en sí de una esencia absoluta. Probablemente, tal argumento roza de un modo u otro la «herejía panteísta»; o un cristianismo primitivo, mesiánico, que un Tomás de Aquino no puede aceptar. No obstante, es curioso que el cristianismo originario haya sido presentado a veces, desde dentro, como lo increíble proclamado en alta voz. El hecho de que quienes aceptan el argumento ontológico Spinoza, Leibniz, Hegel tengan mala relación con los milagros, con un supuesto orden sobrenatural elevado por encima de lo ordinario, avalaría esta idea de que, para los que mantienen una fe o un amor intelectual (Spinoza) hacia Dios, ya la naturaleza es milagrosa.

 

¿Hablamos entonces una lengua para conjurar ese lenguaje del mundo, para que el cosmos no nos hable al oído? ¿Hablar es el único modo de «librarse» del lenguaje? Sí, igual que pensar es la única manera de librarse de la maldición que puede ser para el hombre el pensamiento. Tenemos palabras para recibir el sentido, pero también defendernos de él y seleccionarlo. Darle forma al sentido a través de lenguaje ya es amansar el sentido. Quizás necesitamos palabras para defendernos del rumor que constantemente nos asedia… del mismo modo que necesitamos aprender a subrayar para defendernos del subrayado que nos rodea. Y esto no porque vivamos en un mundo eminentemente social y cultural en el cual han desaparecido las cosas o el hombre ha perdido la relación primaria con la tierra. Todo lo contrario, porque ya la relación con el orbe más elemental es un universo sofisticado donde miles de palabras entran en juego, con matices de sentido y subrayados implícitos. El cazador necesita subrayar experimentar e interpretar para moverse bien por las montañas, no menos que el instinto del ciervo necesita subrayar para escapar de las voces y el olor temibles de los hombres. Entre los hombres, quizás sólo la poesía está a la altura de las sensaciones y del instinto animal. La poesía, que pertenece a cualquiera, sería en ese caso el modo de lenguaje que reconcilia una lengua con el sentido, un código con el referente, una cultura con la naturaleza. El cosmos de la palabra se reencuentra con el caos del origen y la articulación con lo desarticulado.

 

Quizás por esta razón la poesía es a la vez precisa, como la matemática no lo es siempre, y abre también la ambivalencia del mundo. Logra que nos reconciliemos con el laberinto real, con su individuación por indeterminación. «Hay tanta soledad en ese oro», recita Borges en La luna

 

La naturaleza es lingüística o simbólica, nunca naturalista. Pero esto también significa que el lenguaje no es un patrimonio de los hombres. Lo quieran o no, el francés, el ruso, el español y el italiano se deben a lo que dice un exterior que no habla ningún idioma conocido. Precisamente por ello el lenguaje es lo más difícil del mundo, una gigantesca pulsación que cambia sin parar, muda y se equivoca. Que la naturaleza se estructura como un lenguaje es lo que la hace imprevisible y sorprendente, incluso peligrosa. Por tal distancia, indiferente a nuestros planes, el exterior con frecuencia nos subyuga con su belleza. También a veces, por esta alteridad natural que habla y no habla en ningún idioma conocido, tememos estar a solas con el exterior. Hasta en el transitado camino de Santiago puede haber recodos y horas inquietantes.

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