Es esa voz potente, de abuelo, que se escucha con colonia fresca. En mi niñez, en el pentagrama de emociones, con las notas que componen la infancia, la melodía de su compañía y sus enseñanzas, desconoce las fronteras del tiempo y sigue tan vigente como entonces. Con el ritmo del amor, es esa música que se repite una y otra vez y que no cansa. Vuelve con colores nuevos, con una meteorología particular, de días grises pero también de veranos largos, de primaveras de recuerdos, de aromas eternos.
Junto a mis hermanos Cecilia y Matías, el abuelo Ricardo enseña. O Richard. Dedo índice en alto, brazo que acompaña el discurso didáctico, señala los libros extendidos en la mesa de la colección Pinacoteca de los genios, de Salvat. Uno a uno hemos ido aprendiendo las nociones básicas de los pintores más ilustres de las épocas en las que el arte era el oro de los tiempos. Pocos conceptos asociados a un nombre y esa fijación, esa sociedad que nace de una incipiente inquietud intelectual. El arte de enseñar en pocas palabras. Y la dicha de recordar esas lecciones más de treinta años después.
Un día nos enseño que a Rafael Sanzio le gustaba pintar las llamadas “madonnas”, con colores intensos, figuras de tez blanca. Que Rafael envidiaba profundamente a su contemporáneo Miguel Angel, el dueño de de los techos de la Capilla Sixtina con su Juicio Final. Pero también dueño de unas figuras musculosas, atléticas, nacidas de la imaginación pero también de la gran cantidad de estudios que había realizado de anatomía.
Que a Sandro Botticcelli le nacía del espíritu y de su pincel adornar sus pinturas con sus reconocidos “velos”, en escenarios primaverales pero también con colores del otoño. Botticelli, uno de mis preferidos. Hoy me acuerdo de El Greco cada vez que veo en alguna pintura las figuras alargadas que le eran tan características. Y me remite a España y a Toledo, donde tantos años vivió cuando emigró de su Grecia natal.
El Bosco, con sus figuras más pequeñas, en multitud. Renoir, con sus dificultades físicas para pintar pero dejando escapar el genio en cada trazo que daba sobre el lienzo. Goya y su imaginación fáustica, de criaturas alejadas por momentos de la proporción natural. Tiziano, que me recuerda a nombre de niño. Y Leonardo da Vinci, el multifacético artista, el inventor, el pintor, el arquitecto, el inquieto.
Hay más pero la memoria de niño me traiciona. Le consulto desde la juventud algún dato más de aquellas lecciones de pintura. Me responde que hubo algunos más que dejaron su nombre y alguna noción perdida en mis recuerdos: Murillo, Velázquez, Caravaggio, Durero, Correggio.
Un día todo terminó, imprevisiblemente. Como suelen suceder muchas cosas. Vacaciones familiares de padres, abuelos y hermanos. Enero y verano de principios de 1992. Casa con pileta, parque y el tiempo que pasa diviertiéndonos corriendo como niños, como lo que éramos. Mediodía. El abuelo y su voz, mano y dedo en alto y el llamado de la cultura: “¡Arte!”. Un llamado sin respuesta nuestra. Decidimos seguir siendo niños, jugar en el parque. Un segundo llamado: “¡Arte!”. Y nos divertimos escondiéndonos del llamado, jugando al misterio. Ausentándonos de aquel convite. De las lecciones del abuelo. Esperamos unos minutos largos, la llamada no se repitió. Y no se escuchó nunca más hasta que el abuelo, cinco meses después de aquel verano, murió.
Cuando respondimos a su llamado, el abuelo había guardado todo, toda aquella colección de Genios de la Pintura que tanto nos había gustado. Había logrado que niños y niñas de edades entre los ocho y los doce años, sus nietos, incorporaran nociones del arte del mundo, de la pintura. Gran mérito. Pero su decisión de suspender las clases jamás la revirtió. Recurrimos al arbitraje de nuestra queridísima abuela Olga para que lo hiciera cambiar de opinión, pero no hubo manera de convencerlo de que sólo jugábamos al misterio, que nos divertía hacerlo enojar. Sólo de vez en cuando. Cada tanto. Aquel juego de descubrir al pintor por sus pinturas había terminado.
Y entonces pasaron más de treinta años. En 2013, por esas cosas del destino, me apareció un nombre en la mente. El título de un cuadro junto a su imagen de un Cristo glorioso tras su resurrección de entre los muertos. Una pintura imponente. “Noli me tangere” (No me toques). Majestuosidad de Correggio, el último pintor que el abuelo Ricardo nos enseñó. Esa imagen me acompañó unos meses. Hasta que ese septiembre del mismo año, en Madrid, en el Museo del Prado, todo fue emoción. Al final de uno de sus tantos pasillos, un cuadro imponente. Aquel mismo. Ese último Correggio que el abuelo nos enseñó. El abuelo, los recuerdos, aquellos tiempos vuelven. Y las lágrimas de emoción me nublan la razón y temo llorar como un tonto. Aunque no tiene nada de tonto llorar de alegría. Contengo con esfuerzo ese vendaval de sentimientos, les prohíbo que me arrebaten la compostura, la linealidad exterior. Lo logro pero la emoción me persigue toda la tarde y muchas tardes más.
Me voy lentamente de allí. Doy pasos lentos en muchas alfombras rojas. Imagino que visito aquel lugar con el abuelo. Voy más lejos e imagino que allí está, en Madrid, conmigo. No puede ser casualidad. Realmente está allí. Su voz otra vez, su colonia. Su pasión por enseñar. Junto con la abuela. Porque siempre permanecen, no se van nunca. No me toques, dice mi mente. No me toques: que el recuerdo viva por siempre. No me toques, porque por más que el tiempo pase, el recuerdo siempre estará allí. Vivo. Con las pinturas del abuelo.