
Que la moda y el arte se gustan mutuamente no es noticia. El idilio comenzó con la haute couture de Charles Frederick Worth. Inspirado en los maestros de los destartalados museos decimonónicos, el diseñador británico triunfó en la Corte de Eugenia de Montijo ganándose el título de «padre» de los grands couturiers (su House of Worth, la primera maison de nuestra era, es leyenda). Muchos años después, Yves Saint Laurent, un coleccionista enfermizo, coquetearía con Van Gogh, Georges Braque y Mondrian. Mientras que Elsa Schiaparelli lo haría con el Art Déco y el Surrealismo, y Paul Poiret, con el Orientalismo y el Simbolismo.
Pero lo que nació como galantería, ahora es un calculado interés. Desde hace algunos años vemos cómo los «artistas» contemporáneos se casan con las firmas de moda para auto publicitarse (vale citar los cuestionables affaires de Takashi Murakami y Louis Vuitton, Zaha Hadid y Chanel o Damien Hirst y Levi’s), mientras que las firmas intentan ganar credibilidad –y mucho dinero- a costa de ellos. Sí. Donde antes había amor ahora solo hay marketing, puro y duro.
Quizá por eso Louis Vuitton se haya metido entre las sábanas del venerable Museo Nacional de China, donde venderá el encanto de sus maletas bajo la excusa de la exposición “Voyages”. Como indica The Wall Street Journal, China será en pocos años el mayor mercado turístico del mundo –superando incluso a Japón. Eso significa que los asiáticos necesitarán muchas maletas. Y claro, como alguien tiene que vendérselas, Christian Dior ha montado una exposición de fotografía en Shangai sobre sus carteras «Lady Dior» y Diane von Furstenberg lanzó hace algunos meses su “Viaje de un vestido” en la Galería Pace de Pekín.
Museos tomados
Ya no se trata de homenajes a creadores míticos de las primeras décadas de la moda –véase Madame Grès en el Museo Bourdelle de París- ni de un último y sentido adiós a un diseñador recién muerto –Alexander McQueen en el Metropolitan de Nueva York. No. Ahora, los directivos y curadores abren las puertas de sus museos y galerías sin esgrimir excusas o rollos conceptuales. Quizá quieran aumentar las visitas o seducir a un público más juvenil y ¿trendy?… aunque el dinero de estos “patrocinios” tampoco sea algo para despreciar.
Los coches de Ralph Lauren han atropellado las delicadas porcelanas de Sèvres en el Museo de Artes Decorativas de París, mientras que los vestidos de cóctel de Dior han cubierto los “cézannes” del Museo Pushkin de Moscú. Roberto Capucci, un poco olvidado en estos años, se contenta con haber tomado el Museo de Arte de Filadelfia, y Ohji Yamamoto, con su «aparición» entre las ruinas y reliquias del Museo de Victoria y Alberto de Londres. Menos mal que algunos diseñadores, como Miuccia Prada, juran y perjuran que “la moda no es arte” y prefieren montar sus propios museos… con arte, que no con moda.
El mensaje de advertencia ya está escrito. A propósito de la exposición de Dior en el Pushkin, la curadora rusa Masha Naimushina se ha rebelado. “El papel que juegan las marcas de lujo en el mundo del arte contemporáneo tiene a veces ecos inquietantes de los tiempos en que un artista soviético apenas podía sobrevivir salvo que pintara a Lenin -escribió en el Financial Times– El acuerdo mutuo de unir museos y productos al final socava ambos”. Pero, ¿quién pierde más en esta relación peligrosa? ¿Museos o marcas? Habrá que esperar para ver quién cae primero.