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Brújula‘Las reputaciones’, o cómo recordar lo que no se ha leído

‘Las reputaciones’, o cómo recordar lo que no se ha leído

 

 “Que rara es la memoria: nos permite recordar lo que no hemos vivido”

Juan Gabriel Vásquez, Las reputaciones

 

 

Tengo una intuición: Juan Gabriel Vásquez lleva diez años escribiendo la misma novela. Típicas obsesiones, las mismas conversaciones que esclarecen cajas negras, iguales giros narrativos, idénticos pasadizos deslizando los acontecimientos a tensiones que uno, tornadizo lector desconfiado, espera ya a vuelta de página sin despegar la mirada. Aunque el escritor utilice la fórmula inalterable repitiendo situaciones o circunstancias, se acaba por sucumbir enredándose en el relato.

 

El argumento es prescindible. Juan Gabriel Vásquez es un escritor con tintes de artista barroco, y no sólo gracias a las ornamentadas descripciones, o lo retorcidas que pueden alcanzar a ser sus líneas narrativas, o la introducción de personajes deformados y exagerados que resalten lo insustancial de los protagonistas. Es barroco sobre todo por cierta formidable capacidad de extraer infinitas variaciones a una misma melodía. El deleite queda en el desenvolvimiento de la historia, en el despliegue de las minucias, en el discurrir de nombres que podrían confundirse de un libro a otro (lo hacen en la página 66). Lo demás se sabe desde el principio.

 

Un suceso traumático de la vida de Javier Mallarino, exitoso y mordaz caricaturista, es el fresco profundo de las preocupaciones típicas de Vásquez. Son pocas y acabo de confirmar –tras leer cuatro novelas sucesivas– que además son crónicas. La más importante, la memoria, es una argamasa con que apuntalar el presente y la propia consciencia de sí. Esa memoria tramposa y corrosiva, se torna desestabilizadora; el recuerdo suele ser en todas sus obras un detonante de las crisis que sacuden a los sujetos, gelatina viscosa, maleable y traicionera:

 

“Hacer memoria, como si la memoria fuera algo que fabricamos o pudiera conjurarse a partir de ciertos materiales bien escogidos” (página 58).

 

Está el suicidio, también. Fantasma perturbador, a veces involuntario, e incluso disfrazado de asesinato en el desvío autodestructivo de los protagonistas. Está el pasado, además. Pero un pasado lamentable, irremediable, eso tiene que ser todo pasado. Aquello que no debió ser pero fue, lo que pudo haber sido y no es, lo que nunca será. Reaparece la relación familiar tormentosa en sus dimensiones posibles; de hijo a padre, de padres a hija, de marido a esposa, de amigos que se odian, o todas juntas. No falta la ampulosa Historia Patria (profusa en vergüenzas) y Bogotá que se mete de lleno en la novela, por todas partes, escenario helado e indolente, cargado de signos inconfundibles. Lustrabotas o vendedores de baratijas, gentes parcas enfundadas en gabardinas con apellidos centenarios tan rancios. Cualquier reduccionista vulgar afirmaría que ahí acaba Juan Gabriel Vásquez, cuando sucede justo lo contrario. Ahí comienza.

 

Javier Mallarino descubre tras un episodio olvidado su propia faz despreciable, su caricatura; un argumento que tiene tono de psicoanálisis va desenterrando complejos y pequeñas miserias conduciendo a una pesquisa inútil, hasta corroborar algo que de todas maneras Mallarino ya sabe: es responsable de arruinar vidas ajenas. ¿Sirve de algo saberlo? No sirve de nada, como no sea para confirmar con ello que ha arruinado, de hecho, su propia vida.

 

Mallarino tiene conciencia del riesgo. Así y todo elige la deriva, porque sí, porque la suya acabará convertida en tragedia clásica con los actos bien marcados. Su caída va amplificada desde la cumbre alta de la consagración profesional. Acaba de recibir un homenaje tan pomposo como ridículo en el Teatro Colón. El declive irrumpe de repente (y desde adentro) justo ahora con “el país a sus pies”. Existe la imposibilidad de marchar atrás. Cualquier opción tendrá un único e idéntico desenlace trágico, pues el destino del caricaturista –de cualquier caricaturista– se traza en clave de fiasco, un fracaso circular:

 

“En estos cuarenta años, se me ocurre ahora, hay por lo menos dos cosas que no han cambiado: primero lo que nos preocupa, segundo, lo que nos hace reír. Eso sigue igual, sigue igual que hace cuarenta años y mucho me temo que seguirá igual dentro de cuarenta años más” (página 41).

 

Vuela un ave agorera en la primera página: Ricardo Rendón, el dibujante de caricaturas más genial que tuviera el país, hoy casi olvidado. Vásquez reclama un paralelo obligado con Rendón, cuyo fantasma da algunos pasos por las líneas de cuerpo presente, como evocando un desastre inminente. Lo que fuera el ocaso terrible de Rendón vale de alegoría, o mejor, de motivo dramático para estructurar el abrupto hundimiento al cual se arroja voluntarioso Javier Mallarino.

 

No se trata solamente de una obra con las preocupaciones esenciales de Vásquez, incluyendo el giro, también barroco, de aclarar lo oscuro en la escena con la antedicha conversación entre dos protagonistas (el mismo giro repetido sin piedad en El ruido de las cosas al caer y Los informantes). También debe leerse como una disertación inteligente acerca del poder que tiene en Colombia la opinión periodística y sus pretendidos alcances, sus supuestas responsabilidades, donde “lo importante […] no es lo que pasa, sino quién cuenta lo que pasa” (página 50). Es igualmente una introspección brutal acerca del abuso y la maleabilidad de la infancia, esa época en que pueden tallarse con la facilidad de la plastilina demonios definitivos. El libro resulta un pretexto afortunado para que el escritor despliegue el virtuosismo pintando con palabras los dibujos irreverentes de Mallarino. Y uno termina viéndolos con trazos y señales, con ángulos y perspectivas, con colores, con texturas.

 

Al final podría leerse, si se quiere, en clave íntima. Allí reposa la experiencia personal del joven y exitoso escritor que mantuvo una columna de opinión varios años en un prestigioso diario nacional, hasta renunciar para concentrarse en “la novela más corta y a la vez más ardua” que se le cruzó en el camino, aunque esta última es una interpretación cercana al mamarracho, algo así como un autorretrato, una versión caricaturesca de Juan Gabriel Vásquez por él mismo.

 

 

 

Juan Gabriel Vásquez, Las reputaciones, Alfaguara, Bogotá, 2013.

 

 

 

 

Camilo Alzate es colombiano por convicción. Nació y vive en Pereira, una ciudad dónde las únicas letras valiosas son las letras de cambio. Enamorado de las montañas. Escribe porque no sabe hacer otra cosa. En fronterad ha publicado, entre otros artículos, Los últimos arrieros de la Cordillera Central colombianaLos sicarios bajos sospecha de Fernando VallejoSimón Bolívar contra Evelio RoseroMorir en los tiempos del cólera. Adiós a Gabriel García MárquezLa escritura y el viento y Como los cóndores. En Twitter: @camilagroso

 

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