Al recorte le pasa que tiene mala fama, como los funcionarios, a pesar de que no todos salen de casa sin desayunar. El recorte es un poco pariente del viejo cachete, esa costumbre aberrante que se acabó de superar del todo cuando les pusieron cascos y rodilleras y coderas a los niños para ir en bici. Esto igual también se puede recortar, reformar el concepto y volver, por ejemplo, a la mercromina roja para ahorrar, lo cual, viéndolo con perspectiva, tampoco es tan malo y hasta es una cosa bonita e incluso sabrosa como una merienda de chorizo de Pamplona. Stephen King escribió un cuento que luego fue una película de los ochenta de cuando los niños se hacían heridas y merendaban mantequilla de cacahuete (que era el pamplonica de los estadounidenses) y no tenían teléfonos inteligentes (los inteligentes, en todo caso, eran ellos) y pasaban la tarde jugando al fútbol, o en el río, y soñaban subidos a los árboles. Pero además de como un retroceder, que dirían las mareas, también podría verse como un volver a los orígenes (y así de paso escuchar de nuevo el Stand by Me), cuando todos eran más jóvenes y quizá más felices con las rodillas coloreadas. No se sabe quiénes ni por qué a los niños un día decidieron disfrazarles de Robocop como a las autonomías, que terminaron desmandándose, poderosas y caprichosas y condicionantes, manteniendo en vilo al pobre Montoro (y de este modo a todos: como si fuésemos una gran familia y Montoro nuestro fiscal padre) con sus recortes con nombre de reforma, en vez de dejarles tranquilos con sus camisetas y sus bambas sucias de verano.