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Las sombras de unas palmas antes de desaparecer como el año y sus afanes

 

Calle de Antioquia

 

«Se detuvo a brindar con las sombras de unas palmas / y desapareció». Así arranca el poema ‘La sombra del navegante’, del poeta venezolano Ígor Barreto, cofundador del grupo Tráfico, que estudió Teoría del arte en el Instituto Caragiale de Bucarest. Si sigues leyendo, y el grueso volumen color crema de la colección La cruz del sur, que edita Pre-Textos, no te desanima, hallarás tan sólo unos versos más abajo:

 

Habrá una lluvia

de pasto retorcido y quemado

 

las garzas

irán de paso hacia la Meta.

 

Llegará marzo y en mayo

las palmas de aquel lugar

 

serán de nuevo 

verdes.

 

Entonces, si has llegado hasta aquí, quedarán tan solo seis versos. Es de noche, una noche profunda como suele ser la de Madrid, sin lluvia, un 19 de diciembre y las ocho de la tarde ya han sido anunciadas en todos los partes, los meteorológicos, los del llanto, los de los noticiarios y los de los ambulatorios. Por eso conviene terminar, para que al menos termine algo bien en este año que ha sido de tantas sombras y de tantas luces, no como cualquiera, que no son los años idénticos, ni en lo político ni en lo meterológico, ni en lo anímico ni en lo filosófico:

 

Entonces,

entrará en los bares

 

y tendrán que cargarlo

ebrio, hasta su bongo

 

para que una vez más

se ahogue.

 

Volvía, lentamente, respirando el aire tranquilo pero sucio de Madrid, incluso a las afueras, si bien a menos verstas del aeropuerto que desde el kilómetro cero de todas las carreteras radiales. El sol ya se había puesto como el membrillo, leve, con la pelusa blanda, para soplar como se soplan las damas por no comer. Fue entonces cuando reparé en el rótulo de la calle cuya esquina tenía que doblar para seguir mi camino hacia la redacción.

 

 

En la ciudad en la que llevo viviendo más tiempo que en ninguna otra desde que llegué aquí llevan meses cambiando sin razón las marquesinas. Estaban nuevas, no se habían oxidado. No había ninguna necesidad. Ninguna. Pero levanto los ojos mientras espero, en una parada inusitada que frecuento solo cuando tengo que asistir a una mesa de redacción de la revista, la del número 21, que enlaza el Barrio del Salvador y las orillas de la Casa de Campo, y vi que al menos el techo podía ser una lámina de alabastro, y que las hojas eran como espectros, trilobites, fósiles de hojas caídas antes de que los moros fundaran Madrid, antes de que Alfanhuí hiciera resonar un palo contra las tapias y los barrotes, antes de que el ruido que hacen algunos tenderos al bajar las persianas de metal pintarrajeadas por grafiteros me recordara el comienzo de Llámalo sueño, de Henry Roth, y por un instante deseara saltar por la ventana y alejarme siguiendo la senda de los antiguos postes de la luz hincados en un paisaje que lleva a la infancia, al futuro, a ninguna parte.

 

 

El invierno adopta formas hirsutas. El invierno existe al margen de nosotros. El invierno se puebla de otro tipo de certezas. También desde el autobús que corre a toda velocidad, contra la noche y a favor de la noche, mientras pienso en caminos que puedan acogernos. Leo en el New Yorker un perfil de Hans Ulrich Obrist, a quien le gusta hablar sobre todo de arte, y establecer vínculos, y escuchar, acaso porque sea comisario, y no de crímenes, sino de conciencias del mundo. Hubo un tiempo, cuenta el autor de este perfil que es un ejemplo de cómo debían hacerse los perfiles en los periódicos y en las revistas, D. T. Max, que hizo (Obrist, o HUO, como le llaman los que le conocen más) cincuenta copias de las llaves de su casa y se las dio a otros tantos artistas y comisarios para que se sirvieran de su apartamento cuando pasaran por Londres. Solía quedarse conversando con sus huéspedes durante toda la noche, y cuando daban las seis de la mañana se iban al único local abierto en las inmediaciones, un McDonald’s, para tomar algo. Nunca ha dormido mucho. Suele aprovechar los trenes para viajar de noche entre ciudades, y no perderse ninguna exposición, ningún museo. Viaja sin cesar. Cansa solo leer lo que viaja. En 2006 fundó el Brutally Early Club, que celebra reuniones a las seis y media de la mañana en varios «sites around London». En más de una ocasión he pensado en proponer a uno de los teatros amigos de Madrid (como la Cuarta Pared) hacer funciones a las cuatro o a las cinco de la madrugada, cuando los actores y los espectadores están en un estado acuoso de conciencia. Creo que lo que veríamos en esas funciones extemporáneas sería algo extraño, ajeno a lo que el teatro suele mostrar en su horario más burgués y funcional. Sería como convertir los teatros en panaderías.

 

 

Algo así pasó la noche del jueves en Madrid, es decir, ayer, en un teatro de la calle de Zurita, una de las más empinadas de la todavía capital de España, que permite ver el paisaje de las afueras como desde algunos miradores sobre el Renacimiento o el Mar de los Sargazos. Allí, en un teatro que ha cambiado de nombre (ahora se llama del Barrio) actuaba (eso no es más que un eufemismo labrado por la comodidad) un trío formado por mi amigo el poeta, músico y compositor Mû, el contrabajista Javier Colina y el percusionista Jesús Mañeru. Nua Trío es algo más que un conjunto que hace música, jazz, del mundo. Al margen de las calidades y cualidades de instrumentistas tan experimentados como Colina, lo que Mû consigue es no solo que olvidemos las paredes concretas del teatrro, Lavapiés, el sueño, la hora, el lugar, que nació en Guinea Bissau o que vive en una calle de Gerona llamada Beethoven. La atmósfera que crea es la que los críticos suelen definir como viaje musical. Pero eso es quedarse en las afueras de lo que hace Mû, con quien pasé una noche de septiembre de 2011, un lunes, precisamente en la Cuarta Pared, sobre arena traída de las playas de Galicia: él con sus canciones africanas, yo con mis poemas de TSYC. Diario de sombras, y que Radio 3 recogió en un espacio cuyo nombre era más que una premonición: En la nube.

 

 

La costumbre de los años, la vida de los periódicos, la forma en que acotamos el curso del tiempo, nos detenemos a la orilla, bebemos un vaso de agua fresca, o nos emborrachamos a conciencia, había hecho que apartara algunos libros para dar cuenta de ellos antes de que el incendio fuera tan eficaz que no hubiera manera de resistirlo. Por ejemplo Campo de guerra, de mi admirado Sergio González Rodríguez, donde se lee por ejemplo que «Un campo de guerra en particular expresa el tránsito del conflicto internacional a la interiorización de éste en las fronteras, litorales o tierra adentro de un país. Y refleja un rechazo a las normas y las instituciones que las sostienen. Un campo de guerra ultracontemporáneo es continuo, plano, simultáneo, ubicuo, sistémico y productivo, e incide en mar, aire, tierra, espacio y ciberespacio».

 

 

Nunca llegamos a vivir aquí. Escribe Ígor Barreto en su libro El campo / El ascensor: «Qué invierno equívoco el de mi vida: miré una garza de largas patas enterradas en el barro y creí que era un cisne».

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