Aníbal González, el conductor del tanque, no notó nada cuando las orugas de su máquina pasaron por encima de Gerda Taro. Ningún ruido, ningún movimiento. Lógico. Su tanque pesaba 9.500 kilos y llevaban replegándose toda la mañana por los campos entre Brunete y Villanueva de la Cañada, con la Legión Cóndor sobre sus cabezas arrojándoles todo el hierro que tenían y ametrallándoles en cada kilómetro de su retirada. Hacía un calor de los que te hacen renegar de cada paso. Estar dentro de un tanque con más de cuarenta grados a la sombra tiene que ser un infierno. Normalmente las tripulaciones solían ser mixtas: españoles conduciendo o cargando el cañón de 45 mm, brigadistas internacionales y el comandante y tirador, que podía ser soviético. En el Madrid de 1936, las tripulaciones eran soviéticas pero ahora, en julio de 1937, todo había cambiado, la llegada de nuevos tanques exigía más tripulaciones y ya no importaba tanto el origen de los mismos.
La carretera de Villanueva de la Cañada se hallaba anegada por la retirada de las tropas republicanas, los coches, los tanques, las ambulancias, los camiones, la artillería… Todo el mundo se quería poner a salvo ante el avance de las tropas de Franco, y Aníbal González no tenía tiempo que perder. Gerda y su compañero Ted Allen habían estado toda la mañana en primera fila, haciendo fotos y grabando con la cámara de cine Eyemo. Habían llegado hasta el cuartel del general polaco Walter, con quien le unía a Gerda una gran camaradería, por aquello de ser polacos los dos y haber coincidido también en la ofensiva de La Granja, meses antes, junto con Robert Capa. Pero la acometida de las tropas republicanas estaba dando un vuelco que olía a derrota.
El general Walter (Karol Wacław Świerczewski) les había rogado que abandonasen el lugar, que el frente se estaba viniendo abajo, y que no había tiempo que perder si no querían caer en manos de las tropas de Franco Y así lo hicieron. Todavía les dio tiempo de grabar un ataque aéreo, en el que Gerda, con un enorme derroche de valor, había abandonado la trinchera en la que se protegían de las bombas y con la cámara de cine había tomado unas buenas imágenes de la aviación enemiga sembrando destrucción en el campo de batalla. Tenían que retirarse hacia el Norte. Allí estaba Villanueva, el primer paso hacia la retaguardia.
El camino se iba saturando y ralentizando cada vez más, con toda suerte de soldados y máquinas, y parecía que lo que había empezado como una batalla triunfal y que iba a estrangular a las tropas nacionales en su asedio a Madrid, se estaba desintegrando de forma inexplicable. Habría que empezar de nuevo. Las esperanzas de una victoria definitiva, con un nuevo ejército, se habían convertido en polvo, como el que levantaba aquel ejército en retirada ante el pasmo de alguno de sus jefes y oficiales.
No había tiempo que perder, Gerda y Ted vieron un coche, un Chevrolet Matford negro, que inmediatamente identificaron como el del general Walter: “Nuestro puesto de mando sobre ruedas”, como lo llamaba su ayudante, Alex Szurek. Era un símbolo de seguridad, de escape de aquel pudridero, de aquella derrota insoportable en que se había convertido la ofensiva de Brunete. Aníbal González con su carro de combate formaba parte de un pelotón de cuatro T-26 y sabían que al Oeste se encontraba la carretera que enlazaba con Villanueva. Ya habían caído muchos compañeros y era necesario huir. La aviación republicana había perdido el dominio del cielo y la retirada se había convertido en la “caza del pato” para la aviación enemiga.
Aquellos mastodontes de metal se habían transformado en objetivos fáciles para los Heinkel 111 y los Junkers 52 y había que ponerse a cubierto. Gerda se acercó al coche y les preguntó si podían acercarles a Villanueva de la Cañada. El conductor del vehículo era de nuevo el checo Josef Edenhoffer, y la queja y el estrés se mezclaban en su cara. El coche iba repleto de heridos, con los asientos y el suelo tintados de sangre. No había sitio, pero los conocía de otras ocasiones y les ofreció los estribos del coche donde podrían ir colgados hasta Villanueva, que estaba a apenas unos kilómetros. Gerda asintió. Dejó su cámara de fotos Leica y la cámara de cine Eyemo en el asiento del copiloto. Se agarraron bien y comenzaron su particular repliegue entre el lamento de los heridos y el polvo, que con el calor, lo inundaba todo.
Aníbal y el pequeño grupo de tanques que le seguía continuaban abriéndose paso por un bosquecillo. El ruido del motor del carro blindado, el calor, las balas que percutían contra su estructura con un característico estruendo metálico, las explosiones en los alrededores, los gritos que se lanzaban los tripulantes… A veces simples gestos porque no conseguían hacerse entender, en parte por el ruido infernal, en parte por los diferentes idiomas de cada uno de los ocupantes. La temperatura había convertido los monos de tanquistas en una segunda piel de sudor y miedo. Con la garganta reseca y los labios blanquecinos, ya que no quedaba una gota de agua, la mente de Aníbal marchaba a cien por hora. Sólo prestaba atención a una voz interior que le decía: “¡Vamos, vamos, hay que salir de esta mierda, venga, venga…!”.
La carretera se iba convirtiendo en una riada de gritos, juramentos, cláxones y cacofonía de motores, agravado por el vuelo rasante, el zumbido aterrador de la aviación franquista. Gerda y Ted comenzaron a oír un ruido de motores a su derecha. Aníbal seguía acelerando, intentando ver algo en medio de los árboles. La carretera debía de andar cerca. Gerda y Ted giraron sus cabezas esperando ver de dónde procedía aquel rumor creciente. Aníbal descubrió un claro entre las ramas e irrumpió en la carretera: un mar de personas y vehículos. A Gerda apenas le dio tiempo a darse cuenta de que un tanque T-26 junto a otros más se le venía encima saliendo de la espesura de forma impetuosa. Josef intentó esquivarlos dando un volantazo y girando a la izquierda. Pero ya era demasiado tarde. Gerda cayó del coche y las orugas pasaron por encima provocándola heridas mortales. Las cadenas la reventaron. Ted se rompió una pierna. Unas fuentes dicen que el coche volcó y otras que consiguió mantenerse en la carretera… con las cámaras en el asiento del copiloto.
Otros testigos aseguran que Gerda había caído por un bache o una explosión anterior, justo detrás de una pequeña valla, y que el tanque, maniobrando hacia atrás o descontrolado, se llevó por delante a la gran promesa de la fotografía europea. La retirada continuaba, pero había que evacuar a Gerda Taro de allí. Unas horas más tarde, cuando pudieron detener sus máquinas blindadas, otro tanquista, de nombre Fernando Plaza, le dijo a Aníbal: “¡Te has cargado a la francesa!”.
Ni se había dado cuenta. Pero sí conocía a la francesa. Todos la conocían como la compañera de Capa. Gerda Taro no saldría viva de la batalla de Brunete. La trasladaron al hospital de El Escorial. Otras fuentes hablan del hospital inglés de El Goloso. En cualquier caso, el daño era espantoso. Una transfusión y morfina para acompañarla hasta su hora es lo único que pudieron hacer por ella. Su obsesión eran sus cámaras, saber dónde estaban. A su compañero Ted, que se había roto el fémur, le escayolaron la pierna. El médico y la enfermera Irene Goldin intentaron que sus últimas horas lo fueran sin dolor. Murió muy temprano, por la mañana. Era el 26 de julio de 1937 y la batalla de Brunete acabaría, en nada, pero con miles de muertos.
Robert Capa, mientras tanto, se encontraba en París, intentando conseguir contratos y permisos para trasladarse junto a Gerda al frente chino-japonés. Podía ser otra gran aventura. Pero descubrió en la consulta de un dentista, en la tercera página de un periódico, que su amada había perdido la vida en la batalla de Brunete. Desde entonces nada iba a ser lo mismo. Se iba a acercar cada vez más a la muerte. Y si te acercas demasiado es más fácil que te acabes encontrando con ella. Moriría en el conflicto indochino al pisar una mina en 1954. La guerra y la parca, inseparables compañeras, le estaban esperando diecisiete años después.
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“Y ésta es la cámara de Capa”. Nos quedamos de piedra. Cuatro amigos llevábamos días visitando el campo de batalla del Ebro, como en una road movie envuelta en amistad e historia. y de pronto, en medio de una de las colecciones particulares más impresionantes de la Guerra Civil que hay en España, en Corbera de Ebro, Pere, su propietario, un payés, generoso y paciente, nos enseña en una rincón una cámara de cine que dice que perteneció al mítico fotógrafo húngaro. “En España, en aquellos años, debía ser la única”, añade con satisfacción. La cámara es una Eyemo, la utilizada por los reporteros gráficos de la época, pequeña, fiable, una joya de su tiempo. A su lado hay una pequeña lata de película. ¿Vacía?
A Capa se le ve con la máquina en algunas de las fotos que su novia, Gera Taro, tomó en España. El asunto nos dejó con la boca abierta. Pero la cámara tiene una historia con más trasfondo. Era la que Gerda llevaba cuando un tanque soviético la aplastó en la batalla de Brunete. La misma que había dejado en el asiento del copiloto del coche del general Walter junto con una Leica que había pertenecido a Capa y que éste le había regalado como prueba de su amor. Todo lo que sabía Taro del arte de la fotografía se lo había enseñado Capa. Lo de que sin valor no hay foto que valga, también. Capa se había convertido en un fotógrafo famoso en la guerra de España, y Gerda iba también camino de convertirse en una leyenda. Allí, en medio de una colección privada, sin apoyo de nadie, Pere atesoraba una de las joyas de la historia de la fotografía, una de las cámaras que, de algún modo, formaban parte de la mitología de la Guerra Civil española, de la muerte de quien se había empeñado en retratar el conflicto de la manera más vívida posible y que había encontrado la muerte en el empeño: Gerda Taro.
Seguimos recorriendo el campo de batalla durante algunos días más, interpretando sus paisajes y situando protagonistas y unidades en cada escenario, estremeciéndonos con cada historia. Pero a veces los grandes y terribles momentos no quieren ser olvidados, vuelven.
En el año 2005 participé en una exposición y en el catálogo Brigadistas. El archivo fotográfico del general Walter. Eran 333 fotos donadas a la Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales por la hija del militar polaco, Antonina Swierczevskaja, y tomadas por el general y puede que por otro ayudante durante su paso por la Guerra Civil. En aquella exposición había cuatro instantáneas en las que aparecía el coche de Walter. Desde diciembre de 1936, al mando de la XIV Brigada Internacional, y hasta su relevo del mando de la 35ª División, el 6 de junio de 1938, el general participó en algunos de los episodios más notorios de la contienda: Lopera, Jarama, Brunete, Belchite, Teruel, retirada de Aragón… Y en todos los frentes, según recordaba su ayudante Alex Szurek, el coche, su puesto de mando, estaba peligrosamente en primera línea. “Tengo miedo de estar lejos de mis hombres”, decía, ante el pasmo de su conductor. No era un general de la Gran Guerra, de aquellos que permanecían a buen recaudo en retaguardia. El coche era su segunda casa. Dormía poco, y se recuperaba con pequeñas cabezadas entre viaje y viaje. Su único alimento parecía ser té con galletas.
En aquella jornada del 25 de julio de 1937 el Chevrolet Matford negro se encontraba evacuando heridos. Estaban desbordados. En la exposición había tres fotos donde aparecía el coche en cuyo estribo viajaba Gerda Taro y en el que encontró la muerte. En dos aparece el conductor con Walter. Una parece haber sido hecha en Brihuega y la otra en Aragón en 1938. La tercera corresponde a Brunete. En ésta, con Walter en el centro, el Estado Mayor parece cansado. Sentados en el suelo, con la espalda apoyada contra una pared, aguantando el intenso calor del mes de julio y resguardados detrás del coche. Sobre el estribo del que Gerda Taro sería brutalmente desalojada por un tanque republicano hay un termo.
En las fotos de La Maleta Mexicana aparecen los últimos instantes fotografiados por Gerda en la batalla de Brunete. Al parecer están todos menos los que quedaban en la Leica que le había regalado Capa, que nunca apareció. En sus últimos momentos de lucidez, antes de perder el conocimiento a causa de la morfina, Gerda no dejaba de preguntar una y otra vez si alguien se había hecho cargo de sus cámaras. Según Albert Geist, las fotos que emergen de esos negativos rescatados permiten ver lo último que vio Gerda a través de la lente, es como ver con los ojos de un fantasma: prisioneros, tropas huyendo, un camión explotando, el general Walter en actitud relajada, El Campesino, la torre de la iglesia de Belchite a lo lejos, bajo las bombas…
Walter volvió a la URSS después de la retirada de Aragón en 1938, y la influencia de Aleksandr Orlov (miembro de la policía política soviética, responsable del traslado del oro de la República a Moscú) evitó que fuese depurado en las purgas que se desataron. Salvó el pellejo de milagro, ya que la NKVD había reclamado en dos ocasiones su retorno. Pero la muerte violenta le persiguió hasta el final. Tras haber sobrevivido a la Guerra Civil española y a la Segunda Guerra Mundial como jefe del Ejército polaco, el 28 de marzo de 1947, ya como ministro de Defensa de la nueva Polonia, una emboscada de nacionalistas ucranianos acabó con su vida entre Jablonski y Baligrod.
En el año 2008 fue desvelada la identidad del miliciano golpeado por la muerte en la foto más famosa de toda la contienda española, la que tomó Robert Capa. Se trataba de Federico Borrel García. Un mito en blanco y negro. Al año siguiente, el periodista de El País Jacinto Antón entrevistaba a los descendientes del tanquista albaceteño que accidentalmente acabó con la vida de otro mito, Gerda Taro. Dos personajes salían de las sombras, volvían del pasado y tomaban forma, como fotos recién reveladas en el laboratorio.
Al terminar la guerra, Aníbal González fue uno de los últimos en atravesar la frontera francesa a bordo de su tanque. Volvió a España y le internaron primero en un campo de concentración en Lérida y luego en un campo de trabajo de Agramunt. Le esperaba, como a muchos españoles, la amarga y larga derrota, y una posguerra gris y vengativa. Durante años se ocupó de proyectar las películas en el pueblo. Cabe pensar que en aquellas largas tardes de domingo, con Carmen Sevilla, el NO-DO y Raza en la pantalla, de vez en cuando le vendría a la cabeza aquella triste frase: “¡Te has cargado a la francesa!”.
Jesús González de Miguel es historiador. Autor del libro La batalla del Jarama. Febrero de 1937. Testimonios desde un frente de la Guerra Civil (La Esfera de los Libros, 2004), ha escrito numerosos artículos para las revistas Historia 16, La Aventura de la Historia, Serga o Desperta Ferro. También ha participado en la realización de diferentes documentales para la BBC y el Canal de la Historia, y colaborado en las exposiciones Brigadistas. El archivo fotográfico del general Walter y Voluntarios de la Libertad. Las Brigadas Internacionales. Es uno de los fundadores y responsables del Museo de la batalla del Jarama ubicado en Morata de Tajuña (Madrid).