Cuando ha de transcurrir mi tiempo encontrándome solo, me organizo completamente a mi manera. Bien distintos suceden otros compromisos: juntarme con amigos, quedarme con mis nietos, viajar acompañado, acudir a una conferencia, con colegas, bien como parte del público o como ponente, asistir al cine con cinéfilos, al teatro con afines al drama , a una sala de conciertos con algún amigo músico, a una concurrida orilla, con los primos afectuosos, para ver una carrera de canoas, a una verbena de las buenas, con cálidos excompañeros, en un ameno prado circundado de un gran robledal gallego…, teniendo la gran suerte de bailar con la señorita más distinguida. Todas estas aventuras sociales resultan estupendas, pero ahora he de relatar un episodio solitario que mucho me ha llenado.
Como saben mis buenos lectores, soy, parecidamente a ellos, un consumado lector. En un cercano fin de semana pasado, quise tirarme el wikén (admitido americanismo, de Chile, aunque poco usado) leyendo a tope, pero sin estar obligatoriamente inscrito en mi ambiente consuetudinario, mi salón, mi gabinete, mi alcoba, mi jardín, mi azotea. Así que pensé huir de mi entorno campestre para leer la mayor parte del tiempo tumbado. Pero, ¿hacia dónde dirigirme? De pronto se me vino a la cabeza El Parador de Almagro, en el que una vez me alojé, coincidiendo con la celebración del afamado Festival de Teatro, y del que guardaba buen recuerdo. Afinando más, evoqué la piscina del Parador (el festival teatral transcurre en verano), una buena piscina, rústica –sombreado su derredor por generosos, tochos árboles- y sumamente agradable.
Planeé gastar dos días ubicado básicamente en la piscina del Parador de Almagro, tumbado, como yo quería, en una buena hamaca cubierta con las dos mullidas toallas que te proporcionan, y, fuera del horario, en el buen lecho de la habitación. Un ratito, siempre, en el bar, consumiendo la invitación, obsequio por ser amigo de Paradores. ¿Y qué leer? Decidí llevarme tres libros, acogidos en el género de la biografía, dos de ellos autobiográficos y el otro propiamente biográfico. Mi selección: las Antimemorias, vol. I, de André Malraux, El primer hombre, de Albert Camus, e Ida y vuelta, de Soledad Maura, sobre la vida de Jorge Semprún. Soledad Maura es pariente de Semprún; él se llamaba Jorge Semprún Maura, nieto de Antonio Maura, el político, que fue varias veces presidente de Gobierno con el rey Alfonso XIII. La autora se parece a su pariente aunque sólo sea por esto: procedencia española y escritura en inglés, tal como los libros del tan español Semprún, salvo dos, están escritos en francés.
Afirmaba el famoso periodista español César González-Ruano (existió un acreditado premio con su nombre otorgado por la Fundación MAPFRE) que lo que no es autobiografía es plagio. Efectivamente, todo texto de ficción, toda novela, retiene siempre un fondo autobiográfico, por mucho que los personajes, en principio, nos parezcan ajenos al autor. La montaña mágica posee este carácter, como también Filomeno a mi pesar, por poner dos altos ejemplos. Las vidas de Thomas Mann, y la de Gonzalo Torrente Ballester, de algún modo se guardan en esas dos grandes novelas que desarrollan una acción desprendida, aparentemente, de la existencia íntima de sendos autores. La obra de uno de los escritores que hoy traemos a colación es toda autobiográfica, aunque lo que domina en esa obra, más que el obligado testimonio, es la ficción. Así, cuando leemos Autobiografía de Federico Sánchez, escrita en español y que fue Premio Planeta, nos enteramos de los avatares en la existencia de Semprún, quien, con el alias de Federico Sánchez, impuesto por su militancia en el Partido Comunista de España, viene clandestinamente a Madrid a formar a jóvenes aspirantes del partido; entre ellos, reclutó a los entonces jóvenes Javier Pradera y Enrique Múgica. Pero estas ciertas revelaciones las leemos como una novela.
Estos dos días los pasé en la piscina del Parador de Almagro, como ya he dicho, distribuyéndome la lectura de esos tres libros nombrados alternando los capítulos de cada uno, por este orden: primero la biografía de Semprún, luego la autobiografía de Camus y, por fin, las antimemorias de Malraux. Y entre capítulo y capítulo un chapuzón y un buen ratito de nadar a braza. Por supuesto que antes de dormir, en mi cuarto, en la cama, seguía leyendo. Hablábamos de que, en el caso de Jorge Semprún, y como expresa su biógrafa, “aunque fuese testigo, su obra, como él mismo dice, es ficción”. El propio Semprún declara: “Desde El largo viaje he utilizado siempre la ficción, a veces a modo de atajo, a veces para dotar a las cosas de un punto mayor de intensidad, y otras veces porque simplemente no había otra opción.” En El largo viaje, su primer libro, escrito en francés (Le grand voyage), Semprún describe el trayecto, hacinados en un vagón, como ganado, hacia el campo nazi de Buchenwald; superando la verídica narración, la obra adopta presupuestos, especialmente flashback, totalmente novelísticos. De forma que el novelista tiene más peso que el escritor que aborda textos históricos, algo que en la literatura de Semprún es cierto que también se conjuga junto al carácter ficcional de sus libros.
Es curioso que en los muchos viajes que Federico Sánchez hizo a España clandestinamente, la etapa, al parecer más feliz de su vida, nunca fue detenido. Tenía treinta años, era guapo, como siempre lo ha sido, y con un aspecto de buen burgués muy considerable. Se alojó muchas veces en el madrileño y céntrico Hotel Suecia, un buen hotel de cuatro estrellas, donde también se había alojado Hemingway, utilizando en sus traslados automóviles ostentosos. ¿Cómo lo iban a detener? El propio Semprún cuenta que no lo detenían porque la policía española, de Roberto Conesa y demás inspectores sanguinarios, era una mierda -así lo dice- y sólo actuaban contra los que se sabía que habían tenido un papel en la guerra civil, como Simón Sánchez Montero, Luis Lucio Lobato o Julián Grimau, por poner sólo tres entre los muchos posibles ejemplos; los dos primeros se tiraron sus buenos ratos en prisión; Grimau acabó fusilado, en realidad a causa de un reprochable descuido del partido, encargando labores de encuentros clandestinos a una persona tan significada. Así, parecía que Jorge Semprún, sin antecedentes, procedente de la alta burguesía, retaba burlonamente a la Guardia Civil y a la Policía para que lo arrestasen. En París, él no vivía en la periferia, como muchos comunistas, sino en un espacioso apartamento situado en el centro de la Ville Lumière. Semprún procedía de una familia bien, con dinero, pero el tener que exiliarse en Francia nada más iniciarse la guerra civil, hizo que la fortuna mucho se resintiese, prácticamente se acabase.
El manuscrito de El primer hombre se hallaba en el coche donde Camus murió, instantáneamente, el día 4 de enero de 1960, cuando su editor y amigo Michel Gallimard (también iban la esposa y la hija de éste), que conducía a gran velocidad un Facel Vega en una recta sin obstáculos de una carretera de Borgoña, chocó violentamente contra un árbol después de haberse reventado una rueda. En tres pedazos acabó el coche, pero el único que murió fue Camus. El escritor decía el día antes, a raíz de la noticia de la muerte de un ciclista por accidente automovilístico: “No conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto”.
El primer hombre, novela autobiográfica, quedó inconclusa. La estaba él escribiendo; escritura interrumpida por el accidente. Treinta y cinco años más tarde, la obra fue publicada gracias a que su hija entregó el manuscrito para su edición. El protagonista de la obra es Jacques Cormery, alter ego de Camus; el libro consta de dos partes. En la primera, el escritor describe su infancia en la Argelia francesa, donde el escritor nació, la ausencia del padre, que falleció teniendo un año el niño. El padre era originario de Alsacia y murió en la batalla del Marne, en el transcurso de la Primera Guerra Mundial. Su honda reflexión, ante la tumba de su progenitor en Bretaña, enterrado en un cementerio militar, consiste en que “cada uno era el primer hombre, donde él mismo había tenido que criarse solo, sin padre, sin haber conocido nunca esos momentos en que el padre llama al hijo cuando éste ha llegado a la edad de escuchar, para confiarle el secreto de la familia”. En la segunda parte aborda su entrada en el Liceo, en Argel, donde, becado, pues la familia era pobre, saca muy buenas notas. Su madre, un tío y su abuela son personajes muy frecuentes en la novela, realmente las personas con las que convivió entes de independizarse. Su abuela, madre de su madre, era de Menorca, del pueblo de San Luis. A Argelia fueron muchos menorquines como emigrantes para intentar librarse de la pobreza de la isla. El mismo Camus la llegó a visitar en una ocasión; fue un viaje clandestino, pues el franquismo había prohibido al escritor entrar en España, ya que había dado un sonado apoyo público a los republicanos. Utilizó, en la isla, el nombre falso de Cardona. Tuvo trato con los habitantes y cosechó mucha emoción por este viaje, cuna de sus ancestros.
Hay en El primer hombre unos curiosos párrafos que describen, enfáticamente, la afición lectora del joven Albert Camus/Jacques Cormery: “Jacques siempre había devorado los libros que caían en sus manos y los tragaba con la misma avidez que ponía en vivir, en jugar o en soñar. Pero la lectura le permitía escapar a un universo inocente cuya riqueza y pobreza eran igualmente interesantes por ser perfectamente irreales.” Con un compañero del Liceo, Pierre, conoce los enigmas de la biblioteca, de donde constantemente sacaban libros. Consigue un premio en el Liceo y le regalan un paquetito con volúmenes. No había llegado todavía a su casa cuando no se puede aguantar las ganas de rasgar el papel que los envolvía. A Jacques y a su amigo Pierre lo que mucho les importaba “era lo que sentían al entrar en la biblioteca, donde no veían las paredes de libros negros sino un espacio y unos horizontes múltiples que, no bien cruzada la puerta, los arrancaban de la vida estrecha del barrio.” Los libros, para el amante lector que era Cormery, se convertían en un plato de lo más suculento. Cuando, con los suyos se sentaba a comer, “comía por fin un alimento que, a pesar de su densidad, le parecía menos real y menos sólido que el que encontraba en los libros, se lo acababa y reanudaba la lectura.”
Al comenzar a leer las Antimemorias, de André Malraux, todo lector se siente un tanto confundido, por el carácter atrabiliario de la narración, donde Malraux empieza evocando a su abuelo y a su padre, ambos suicidas. Quizá sea este el motivo que le hizo declarar: «Casi todos los escritores que conozco recuerdan con cariño su infancia, yo odio la mía.» Sobre todo, refiere en este arranque, sin mucho orden, lugares del mundo, que él conocía, pues Malraux viajó, se puede decir, por todo el planeta, enviado muchas veces por el general De Gaulle, siendo ministro de Charles de Gaulle, de Interior, de Cultura, durante más de veinte años. El general lo manda a hablar con Mao Zedong, con Jawaharlal Nehru, con John F. Kennedy y otras grandes personalidades políticas. Aparte de tratarse con los mayores artistas, como Picasso, Braque, Chagall, Cocteau, Gide y muchos otros. En los consejos de ministros, Malraux se sentaba al lado de De Gaulle; fue su mano derecha. Como ministro de Cultura su labor fue impecable. Creó la Dirección de Investigaciones Arqueológicas Submarinas, pues él era un apasionado de la arqueología. Ordenó restaurar el Palacio de Versalles, y salvó muchos monumentos egipcios amenazados por la presa de Asuan. Como afirma su ficha en Wikipedia, “Malraux no cesa de hacer brillar la cultura francesa en el mundo.”
Las Antimemorias constan de cinco partes. En la primera parte, esos trechos atrabiliarios a que nos hemos referido, hay párrafos curiosos, siempre atractivos debido a la inmensa cultura de Malraux. Aludiendo al Museo del Hombre, del Trocadero parisino, se decanta por las inscripciones de “dioses desconcertantes: el dios luna Sin, de género masculino, aunque femenino en las demás mitologías; Dat Badan, la diosa sol; y Uzza, dios Venus masculino, al que tantas inscripciones mencionan, pero que sigue siendo un desconocido.” Ya en la segunda parte, se extiende hablando de De Gaulle, y transcribe unas palabras que el general le dirigió: “La cuestión principal –me dijo en esencia- es saber si los franceses quieren reconstruir Francia o si quieren echarse a dormir. No pienso reconstruir Francia sin ellos.” Estos nuevos capítulos reproducen algunos fragmentos de los discursos de André Malraux, como éste pronunciado en la isla Guadalupe, en las Antillas, por supuesto una viva defensa del general De Gaulle: “Corría Francia un gran peligro, la unión francesa estaba a punto de romperse en mil pedazos. El general De Gaulle ha ahuyentado definitivamente la guerra civil, ha conseguido que se apruebe la Constitución de la que va a nacer la comunidad francesa, ha hecho renacer la confianza, ha garantizado la estabilidad del gobierno.”
En todo el transcurso de esta excelente prosa, Malraux deduce mucho, reflexiona mucho, valiosas conclusiones residen en su brillante escritura. Quiere hallar todas las claves de la realidad con que se va enfrentando. En lo religioso, Malraux parece abominar de la Iglesia, orientando su fervor hacia los sacramentos, optando por la superstición, que, como escribe Valéry, al que Malraux cita, tiene más hondura que la religión; superstición que se confunde con la magia, como él arguye. De todos modos, su afición a las religiones orientales, especialmente la hindú, es más grande; esas religiones que carecen de un atenazador texto revelado, tal sucede en las «nuestras»: judaísmo, islamismo, cristianismo. Son sumamente interesantes las largas conversaciones que mantiene con personas y personajes: con Mao, en China, con un perspicaz bonzo, en Japón. Jawaharlal Nehru, primer primer ministro de la India en el momento de su independencia, le dice cosas muy reveladoras, palabras atrayentes: “Todo hombre se encamina hacia Dios a través de sus propios dioses.” Le confiesa a Malraux que él quiere impulsar la individualidad en la nación, cuestión muy complicada, agarrotada por la casta. Así, el escritor infiere que “la conciencia de casta era más fuerte que la conciencia de clase. El aparato político no constituía una orden, como el Partido Comunista. Los diputados seguían dependiendo en parte de su casta. El parlamentario ideal correspondía a la imagen ideal del Parlamento británico, y sólo se daba en el contexto de la herencia inglesa; y el agnóstico Nehru buscaba en vano su equivalencia india.”
En 1936, André Malraux se pone a disposición del gobierno republicano español para luchar contra los fascistas. Años más tarde, también combatió para la resistencia francesa, frente a los alemanes; alguno de esos combates los narra minuciosamente, él metido dentro de un tanque, en algún capítulo de sus Antimemorias: «La lucha de los voluntarios parece una emanación de su propia vida, mientras que esperar un obús en un pozo para carros parece un grito que dice que la vida no tiene sentido.» En su permanencia en España no atendió a las consignas comunistas, sino organizando su propia escuadrilla, la “Escuadrilla España”. Consigue, sobre todo, aviación, comprada a Francia, y no a la Unión Soviética, a través de terceros países, sorteando, de este modo, el Comité de No Intervención. En los dos primeros años de la guerra, esta escuadrilla combatirá en unas cuantas ocasiones, hasta carecer de medios. Malraux no había hecho el servicio militar. Pero el Ministerio del Aire republicano le concede nada menos que el grado de teniente coronel.
Desde Albacete, el escritor organiza su propia escuadrilla, no subordinándose, como dijimos, a las Brigadas Internacionales. Fruto de esta experiencia es su libro La Esperanza (L’Espoir). Existe un volumen muy instructivo, de valioso formato y con buenas fotografías, del autor belga Paul Nothomb, compañero de fatigas de Malraux en España; su título: Malraux en España, prologado por Jorge Semprún, quien admiraba muchísimo al escritor francés. Semprún señala que sobre la escuadrilla que fundó Malraux “se han escrito no pocas tonterías calumniosas. Las más tontas y malintencionadas, también las menos justificadas, no procedían del campo franquista. Procedían, y es triste constatarlo, del campo republicano.” Por no decir de los engreídos comunistas.
Asombrosas obras nos muestra su legado: La condición humana, La Esperanza, El tiempo del desprecio. Mario Vargas Llosa interpreta, con certeza, que el propio Malraux “fue un personaje tan fascinante como los de su narrativa, y en sus Antimemorias, primer batiente de las memorias tituladas El espejo del limbo [La soga y los ratones es la segunda entrega], presenta la increíble novela de su vida.” De las personas dedicadas a la política, no muchas son, al tiempo, auténticos escritores. El caso de Malraux es clarísimo. Jorge Semprún fue también, honradamente, las dos cosas, mejorando el panorama del cine español durante su mandato como ministro de Cultura en uno de los gobiernos socialistas, con Felipe González. Quiso poner frente a frente el Guernica de Picasso y las “pinturas negras” de Goya, pero no lo consiguió. Tanto Malraux como Semprún no acabaron estudios universitarios. Manuel Azaña asimismo fue un gran escritor, desde sus novelas a sus diarios y sus discursos; Azaña, en todo momento, asumía su propio dilema entre dedicarse a la literatura o la política, lamentando que pudiera malograrse como literato. Fue muy significativo en su papel de Presidente de la República, hasta el punto de que muchos de los que morían fusilados, en lugar de decir, antes de caer, ¡Viva la República!, decían ¡Viva Azaña! Otra cosa es la intelectualidad de baja estofa de Alfonso Guerra o el caso de ese otro muchacho del Partido Popular llamado Borja, que dice que escribe poemas.
Todo esto lo leí en mi estancia de dos jornadas en el Parador de Almagro. Bueno, salvo algo que me dejé, obligadamente, para mi regreso, de la extensas Antimemorias de André Malraux.