Todos queremos la paz. Lo creo sinceramente. De ahí la emoción que ha generado la apertura de negociaciones de paz formales entre el Gobierno de Colombia y la guerrilla de las FARC-EP. No me voy a referir a los confusos personajes que las van a protagonizar, ni a los extremistas que ya están bombardeando las incipientes posibilidades. Tampoco quiero quedarme con la terrible cobertura de algunos medios internacionales, más preocupados de quién se rinde que del brutal beneficio social, sicológico, cultural y político que tendría para Colombia un acuerdo real de paz.
Sí creo que son tiempos de aprender de las viejas lecciones. Latinoamérica ha vivido diferentes procesos de paz en los últimos 40 años y casi ninguno ha terminado bien. Porque ni Guatemala, ni El Salvador, ni los desmovilizados en Colombia del M-19 o del EPL pueden decir que su ‘paz’ haya sido la que soñaron.
Los procesos de la llamada «justicia transicional», tan de moda ahora, han dejado las heridas abiertas y la justicia pendiente. Ha pasado en Latinoamérica y en África… la verdad sin justicia no tranquiliza excepto a los victimarios (que a cambio de una pequeña ‘verguenza social’ se libran de pagar por sus crímenes). Colombia debe aprender de los procesos fallidos en países vecinos, pero también de los propios. Las FARC, de quienes se ha difundido un retrato demoníaco en los ´ltimos años, se sientan a la mesa de negociación de Oslo con todas las prevenciones. Parece lógico. El Estado colombiano ha traicionado la confianza en anteriores procesos de forma reiterada. No es fácil olvidar el genocidio de la Unión Patriótica o la permanente persecución y criminalización del disenso político que se ha sufrido en el país.
Juan Manuel Santos tendrá que trabajar mucho para restablecer puentes de diálogo que más allá de lo político, construyan la confianza entre humanos. Y tendrá que ser duro con los enemigos internos de la paz. Igual que ha insistido (para la galería) en que las operaciones militares seguirán mientras se conversa, debería explicitar que esas acciones no sólo serán contra la guerrilla, sino que deben atacar a la tupida estructura palamilitar construida durante el ‘reinado’ de Álvaro Uribe, El Ubérrimo, y que controla buena parte de la economía y de la política local en el territorio colombiano.
Las viejas lecciones de la paz hacen intuir que no habrá acuerdo bueno, ni paz real. Pero, en el caso de Colombia, la necesidad de paz es mayor que cualquier lastre histórico. Son más de 60 años de sangre enturbiando los hermosos ríos colombianos; seis décadas en los que los hermanos se han matado a punta de machete y de injusticia. Yo, el rey del pesimismo, quiero apostarle a este proceso y espero que un sol tropical caliente la mesa de Oslo en este otoño de la esperanza… que así sea.