[A principios del pasado mes de septiembre, en un mail dirigido a un reducido y selecto grupo de amigos, Dionisio Cañas declaraba sin circunloquios el cese de su actividad creativa, al cumplirse 40 años de la publicación de su primer libro, hito inaugural de su densa, nutrida y nutriente trayectoria. También esa concisa y nítida comunicación anunciaba un radical cambio de vida (“Solo tengo que matar a Dionisio Cañas para que nazca otro u otra que no sé quién será”). A la vez, adjuntaba un muy bello y muy gráfico poema de despedida: “Me he soñado con lobos y me he soñado en el borde de un precipicio / Me he soñado con libros / Como pirañas que me devoraban el corazón…”. Queremos celebrar esta muerte, este suicidio literario, aludiendo a una rica secuencia en la existencia de Dionisio Cañas precisamente muy cargada de la muy viva literatura].
0.
En su libro El poeta y la ciudad. Nueva York y los escritores hispanos, Dionisio Cañas (Tomelloso, 1949) desgrana con detalle y eficacia el proceso por el cual la ciudad, vale decir mejor la gran ciudad, participa de la atracción de los poetas; poetas que, si bien en un principio mostraron fuerte rechazo, especialmente a la megalópolis de Nueva York, acabaron acogiéndose en una circunstancia que aceptaba con complacencia esas perspectivas de ascendentes abismos verticales. Esta aceptación de las vivencias consuetudinarias compartidas tranquila, e incluso inconscientemente, con la respiración y el ritmo propio de las metrópolis, es cosa, la verdad, relativamente reciente. Federico García Lorca, uno de los máximos cantores de Nueva York, volcaba en su célebre poemario un repleto aluvión de crítica a la atenazadora configuración de Manhattan, aunque, como anota José Ángel Cilleruelo en su libro Poesía y ciudad, “Lorca encuentra infinidad de motivos que atraen su atención de hombre de genio y que reseña en sus cartas, aunque sus poemas no recojan esa experiencia”. En una de esas cartas, en efecto, escribe que Nueva York “es una ciudad de alegría insospechada”. Por otra parte, la ciudad, como referencia literaria, o emblema de un ámbito de aspiración moral o filosófica, siempre ha estado ahí. Fijémonos, bajo este aspecto, en Platón o San Agustín y en las diversas “jerusalenes” arquetípicas de la escritura. Es interesante subrayar que La ciudad de Dios agustiniana se titula realmente, en latín, De civitate Dei contra paganos, aproximándose de algún modo este planteamiento a esa opción elegible de asimilación o rechazo de un modelo de ciudad que acabamos de constatar. Para que los poemas se configuren dentro de una poesía verdaderamente urbana se requiere que se produzca, como atinadamente interpreta Dionisio Cañas, “un cambio de la ciudad concéntrica, que se desarrollaba en forma circular (alrededor de la plaza, los templos, los edificios del poder), a la ciudad cuadriculada de nuestro siglo”, siendo el caso de Nueva York, como subraya, harto patente. Y ese cambio se da a partir de la desacralización de la ciudad. Y comienza, como él muy bien clasifica, a partir del romanticismo, continuando en la transición del romanticismo a la modernidad, paso encarnado en el modernismo, cuya génesis, según Ivan A. Schulman, coincide con la modernidad. Después esa modernidad propiamente dicha deviene posmodernidad, estado en el que estamos, “época en la que la ciudad –precisa Cañas– viene a ser el espacio central e íntimo desde el cual, y sobre el cual, se escribe la mayor parte de nuestra poesía”.
De forma que hasta el comienzo de la era industrial, con todas sus transformaciones sociológicas (secularización del espacio, como ya se ha dicho, suplantación del mundo cortesano por el burgués), no se llega a implantar una verdadera poesía urbana, establecida fuertemente, como sagaz apunta Cañas, por el “santo trío con el que la poesía de la ciudad se consolida”: Wordsworth, Baudelaire y Whitman, que tratan, respectivamente, de Londres, París y Nueva York, las tres grandes ciudades occidentales por antonomasia. La masa que sustenta a la ciudad fue al comienzo asombrosamente desdeñada; y así actúa la poesía urbana del romántico Wordsworth y del simbolista Baudelaire, si bien, como interpreta Walter Benjamin, “en Baudelaire París se hace por vez primera tema de la poesía lírica”. Pero con Whitman, cuyos presupuestos poéticos prenuncian la posmodernidad, esta concepción menospreciadora decae. De Walt Whitman escribía José Martí afirmando que “su profético lenguaje y robusta poesía”, se emite “a manera de bocanadas de luz”. Para el crítico cubano José Olivio Jiménez, Whitman “ejerció una gran influencia en la renovación del verso español que se inicia en Hispanoamérica a través del modernismo”. Y si la actitud de Baudelaire muestra un empeño grandemente observador, mas distante, de la urbe desplegado en un tono decadente, por el contrario los versos de Whitman se exhiben en este empeño de una manera integradora y complaciente. El modernismo, que va asimilando a grandes zancadas este último propósito, sigue más apegado a París, asustando todavía el carácter urbano tan novedoso de Nueva York. La fisonomía del caótico dinamismo de las multitudes neoyorquinas va adquiriendo gran importancia para los escritores del siglo XIX, constituyéndose esas multitudes como moderna y máxima fuente de producción artística. En esta situación final, la gigantesca villa de la Costa Este americana es la robusta base vivencial en los poetas a partir de los años 40 del siglo veinte, aunque mostrando los tintes negativos que en el pionero Whitman no aparecen. Así, el poema ‘Aullido’ de Ginsberg muestra esos mismos tintes contenidos en Poeta en Nueva York de Lorca. Y una nueva actitud se suma, anota Dionisio Cañas con perspicacia; y es la de que el poeta, un ser siempre entrometido, mete las narices en el gran anonimato de la gran ciudad, de una ciudad como Nueva York, adquiriendo el papel de un activo voyeur. Al escribir su completo y lúcido ensayo El poeta y la ciudad. Nueva York y los escritores hispanos, Cañas jugó con la ventaja de su ya larga permanencia en la Gran Manzana (llevaba entonces residiendo allí más de veinte años), que aseguraba un denso y afianzado conocimiento.
1.
En este libro Dioniso Cañas trata, más o menos ampliamente, de bastantes autores tanto españoles como hispanoamericanos: Juan Ramón Jiménez, José Moreno Villa, Julia de Burgos, Rubén Darío, José Juan Tablada, Eugenio Florit, Ernesto Cardenal y algunos otros. Pero centra su estudio en la relación poética con Nueva York llevada a cabo por José Martí, Federico García Lorca y Manuel Ramos Otero, los dos primeros a través de sus libros Versos libres y Poeta en Nueva York, y el tercero a través de su Invitación al polvo. Con la lectura de estos tres conjuntos poemáticos, Cañas ejemplifica esas características generales de la poesía urbana que había teorizado en la Introducción, y que encauzan a Nueva York “como mito y símbolo poéticos en tres periodos de nuestra poesía: el modernismo (Martí), la modernidad (Lorca) y la posmodernidad (Ramos Otero)”. Es cierto que las producciones, en este sentido, de Martí y de García Lorca, participan de muy parejas visiones negativas hacia la metrópolis. El autoanálisis del propio Martí: “Mis encrespados Versos Libres, mis endecasílabos hirsutos, nacidos de grandes miedos, o de grandes esperanzas, o de indómito amor de libertad, o de amor doloroso a la hermosura”, es perfectamente asimilable a los sentimientos de Federico García Lorca frente a Nueva York, produciendo en él, como él mismo dijo en una conferencia describiendo sus sensaciones, la captación de una “arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y angustia”, confundida en la dicotomía de una apariencia de ritmo alegre oponiéndose a una esclavitud dolorosa, y para él urbe que se definía, en la justa definición de José Moreno Villa, como una “ciudad monstruosa y admirable”. Recuérdese que Lorca estaba allí cuando acaeció la Gran Depresión del 29, vigente la Ley Seca, él tan amante del coñac… Ambos poetas, Martí y Lorca, en su afán de aplicar redención a la ciudad, adoptan un papel denunciador de Poeta-Cristo, sobre todo Lorca; un punto en el que Cañas ahonda sobremanera, revelándonos con gran nitidez la percepción del granadino en Poeta en Nueva York y precisando que “la imagen que nos dejó el poeta de la metrópolis fue moldeada por su subjetividad, ya que usa la urbe y sus habitantes para proyectar su propia tragedia. […] Con el romanticismo y el expresionismo comparte Lorca la creencia en una bondad del ser humano (que él no halla en la gran ciudad) y la defensa de un espíritu sano y fuerte en el seno de la raza negra, amenazada por la máquina, la ciencia y el mercantilismo”. Es oportuno recordar que uno de los títulos provisionales del poemario, antes de su conformación definitiva, fue el de Introducción a la muerte, luego conservado como título de una de sus secciones. Dionisio Cañas cree, a nuestro juicio con razón, que Poeta en Nueva York tiende más a la estética expresionista, muy asociada a la voz romántica, que a la pretendidamente surrealista. Lo cierto es que García Lorca llega a Nueva York deprimido. Porta un fracaso amoroso, pues acaba de romper su relación con el escultor Emilio Aladrén. Llega dolido porque sus amigos Buñuel y Dalí se burlan de su poesía tradicional y lo consideran un “putrefacto”, el mayor insulto. Y todo ese resentimiento le predispone en contra de la muchedumbre que ve en las calles: multitudes de Coney Island, de Battery Place, del Brooklyn Bridge; multitudes que son la principal savia neoyorquina. Por el contrario, Whitman había cantado con tranquilidad su “Manhattan de rostro soberbio y un millón de pies”.
2.
Buena parte de la obra poética de Dionisio Cañas también es tributaria de Nueva York. Poemas primerizos y especialmente sus libros El gran criminal y Corazón de perro, publicados respectivamente en 1997 y 2002, dan buena cuenta de su estrecha familiaridad con la urbe, perfectamente ahormado en unos hábitos con los que ha estado compenetrado desde que arribó a Manhattan por primera vez, en 1969, hasta que abandona la ciudad y regresa a España definitivamente en 2005. Cronológica y referencialmente los poemas de estos dos libros, como en el caso de Manuel Ramos Otero, están inscritos en la posmodernidad, pues tanto Ramos Otero como Cañas no crean un personaje en la escritura enfrentado a Nueva York, al modo del neoyorquino canto lorquiano, sino que vida y lírica se confunden en ambos. Podían haber escrito al modo de Walt Whitman cuando se declara “hijo de Manhattan, turbulento, sensual, carnoso, que come, bebe y engendra, ni más ni menos que todos los demás”. Ambos asumen la metrópolis como aquello que Wilhelm Dilthey llama “nexo vital”, por el que los elementos biográficos se funden en la obra. Pero con anterioridad Dionisio Cañas había publicado un libro, asimismo ofrendado intensamente a Nueva York, que muestra sin embargo una faz bastante diferente: El fin de las razas felices, que vio la luz en 1987. El fin de las razas felices fue escrito enteramente en el bar McCarthy´s. Dionisio Cañas vivía entonces en la calle Perry del West Village, situada muy cerca de ese bar, dentro de una estrechísima habitación que le alquiló el quisquilloso escritor alemán gay Richard Plant, quien en ese momento estaba escribiendo un libro sobre la persecución de los homosexuales en la Alemania nazi. “El viejo Richard me contaba todas las noches parte de lo que había escrito durante el día y, entre tanto, me metía mano”, refiere el propio Dionisio Cañas, quien a esa tan angosta habitación llevaba sus ligues (vagabundos, delincuentes, alcohólicos), ligues que en ocasiones compartía caritativamente con el anciano. Recubierto de libros hasta el agobio, el cuarto sólo contenía una cama, una silla y una mesa y difícilmente se abría a una pequeña ventana que daba a un patio interior. Sentía tal impresión de claustrofobia que pasaba la mayor parte de su tiempo en el McCarthy´s, no sólo escribiendo, claro. Y eso le ayudó a conformar una escritura que exhalaba tan exacerbada visión de la ciudad.
En la visión de este libro, Nueva York toma los tonos más oscuros otorgados por una amenaza apocalíptica; tan apocalíptica que el conjunto muchas veces se muestra como paráfrasis del postrer libro bíblico, actualizando así una visión genuina del Apocalipsis trasladada a la ciudad de Nueva York. El motivo de la escritura de El fin de las razas felices fue la terrible implantación del SIDA que acabó con las libertades tan triunfalmente experimentadas hasta ese momento. No pocos amigos de Dionisio Cañas fallecieron al contraer la fatídica enfermedad. Y esa mirada culpable que lanza el libro y que lo hace situarse en la sombra de una gran culpa, se orienta a que en un momento dado, como él escribe refiriéndose a Manuel Ramos Otero, que murió de SIDA, “el desafío erótico está ligado fatalmente al desafío a la muerte”. Buena parte de la crítica de aquel momento, sin declararlo una imitatio, emparejó este libro al lorquiano. Pero ese tono apocalíptico de El fin de las razas felices no surge de una sensación desagradablemente sorpresiva recibida de Nueva York, como ocurre con Poeta en Nueva York. Descartada totalmente esa posibilidad si se tiene en cuenta que Lorca no fue más que un turista o, si se quiere, becario en la Universidad de Columbia de Nueva York, y Dionisio Cañas ciudadano largo tiempo censado.
3.
Federico García Lorca viajó, por primera vez en su vida fuera de España, a la ciudad de los rascacielos en junio de 1929, permaneciendo en ella hasta primeros de marzo del año siguiente, trasladándose entonces a Cuba, vía Miami, para residir en La Habana durante tres meses más. Al llegar a Nueva York encontró a un grupo de residentes, intelectuales y artistas españoles, entre los que se hallaban Federico de Onís, Ángel del Río, Gabriel García Maroto y León Felipe, además del empresario José Camprubí, hermano de Zenobia y padrino en la boda de J. R. J. y su hermana. Iba a aprender inglés, o realmente a suavizar la depre que llevaba encima. Federico de Onís, profesor en la Columbia University, hace que Federico se instale en la residencia estudiantil Furnald Hall, en el campus de esa Universidad, para posteriormente cambiarse a la John Jay Hall, aunque al final de su estancia se dice que residió en el piso de su amigo José Antonio Rubio Sacristán, aunque éste posteriormente lo negara diciendo que había “desaparecido” con un amigo no identificado, según refiere Ian Gibson. Lorca hizo algunos desplazamientos desde Nueva York, en agosto y septiembre; primero a Eden Mills, en el estado de Vermont, fronterizo con Canadá, invitado por su amigo Philip Cummings, al que había conocido en Madrid; luego a Bushnellsville, una aldea cerca de Shandaken, en el condado de Ulster, próximo a Nueva York, acompañado por Ángel del Río y su esposa Amelia; y finalmente a Newburgh, en el condado de Orange, también al lado de Nueva York, donde Federico de Onís poseía una casa de campo.
El entonces joven escritor y estudiante norteamericano Philip Cummings (1906-1991) –luego fue profesor en varias universidades estadounidenses– venía a España con mucha frecuencia desde 1927, alojándose, como García Lorca, en la madrileña Residencia de Estudiantes. Pronto intiman. A Cummings le gusta escuchar a Federico ante el piano. Coinciden en Granada. Cuando el 13 de junio de 1929 Federico inicia su viaje en tren desde la Estación del Norte de Madrid, para llegar a Nueva York pasando por París, acompañando a Fernando de los Ríos y su sobrina, Philip Cummings comparte con él su gabinete del coche-cama en el trayecto hasta Irún. Como ya se ha dicho, en agosto Lorca se traslada desde la gran urbe hasta las orillas del lago Eden para descansar en una cabaña que había alquilado su amigo Philip. La parte IV de Poeta en Nueva York, “Poemas del lago Eden Mills” (en unas ediciones aparece “Eden” y en otras “Edem”), está inspirada por esa estancia, y la sección VI, “Introducción a la muerte”, también alude a Vermont en su subtítulo: “(Poemas de la soledad en Vermont)”. Cummings y su padre fueron en coche a recogerle a Montpelier Junction, la estación más cercana. Cuenta Philip que su amigo “No paraba de hablar… primero del ruido y el caos de Nueva York; luego de su aparente alegría de estar conmigo, un alma familiar. Estuvo diez días con nosotros [pues estuvieron acompañados por el padre y la madre de Cummings]. Todas las mañanas desayunábamos en el porche y arreglábamos el mundo”. García Lorca se llevó a la cabaña su libro Canciones y Philip Cummings se ofreció a traducirlas. Y allí ese trabajo lo hicieron juntos; dicha traducción fue publicada mucho más tarde: Songs, translated by Philip Cummings with the assistance of Federico García Lorca, edited and introduced by Daniel Eisenberg, Pittsburgh, Duquesne University Press, 1976. Como despedida, Cummings consiguió el permiso de un tal Mr. Ruggles, que tenía una pista de baile y un restaurante, para que Federico tocase música española en el piano de pared de la sala de baile. Asistió la familia y los vecinos. “Federico recreó allí a Andalucía entera”, comenta Philip Cummings en una cronología de su relación con Lorca y sus estancias en España que enseguida consignaremos. Los años siguientes Cummings sigue viniendo a nuestro país y continúa viéndose con Lorca, quien presenta al americano a Margarita Xirgu, Cipriano Rivas Cherif, Menéndez Pidal y otros. Vuelven a Granada juntos los dos amigos. En 1932 coinciden de nuevo, por última vez, durante una semana en Madrid. En 1934 Lorca le ruega que no le escriba más porque sabe que le están abriendo su correspondencia (¿qué se decía en esas cartas?). En ese momento se vive la represión del llamado Bienio Negro.
La relación de Lorca con Cummings, así como la condición homosexual del poeta granadino, se han rodeado de una incomprensible aureola enigmática, repleta de prejuicios y absurdos ocultamientos, siendo la familia de Lorca, empeñada en negar la homosexualidad de Lorca, la principal responsable de ello. Luis Antonio de Villena señala que la vida sentimental de García Lorca ha sido escrita con tardanza entre un alud de pudores, incidiendo en que sus hermanos Paco e Isabel fueron durante mucho tiempo “totalmente refractarios a que se hablara nada sobre la homosexualidad de su hermano. Incluso quisieron negarla, hasta que resultó del todo imposible. Además quienes habían conocido muy bien esa historia (íntimos de Federico) tampoco la hablaron en público. Nos la contaron sólo a algunos amigos, y eso hizo que su testimonio directo se escapara a los biógrafos…”. También tuvo de esto en parte culpa el propio Lorca, pues, por un lado, como expresa De Villena con contundencia, “todos los ‘novios’ de Federico fueron bisexuales” y, por otro, él mismo se cuidaba de celar los testimonios de sus relaciones. Pero en su tiempo esta orientación del poeta no se ocultaba a los que convivían a su alrededor. José Moreno Villa, viejo residente, hablando del ambiente de la Residencia de Estudiantes, declara a este respecto que a García Lorca “no todos los estudiantes le querían. Algunos olfateaban su defecto y se alejaban de él”, teniendo un claro significado, aun marcada por la ironía, esa palabra que hemos subrayado; lo que quiere decir que, aun no “saliendo del armario”, pues los tiempos no se podían permitir tal lujo, amanerado sí debía ser, y mucho. Está constatado que, de niño, algunos compañeros de colegio le llamaban Federica. Por otro lado, la ausencia de documentos confesionales, de un corpus epistolar que constate las relaciones sexuales del poeta, dificultan la investigación. Ángel del Río, muy amigo y comentarista de la vida y obra de Federico, ha negado incluso poder identificar a Philip Cummings. Sin embargo, desde Eden Mills, Lorca escribe a Del Río esta misiva:
“Te escribo desde Eden Mills. Muy divertido. Es un paisaje prodigioso, pero de una melancolía infinita. Una buena experiencia para mí. Ya te contaré. Hoy sólo quiero que me digas la manera que tengo de encontrarte, para marchar con vosotros dentro de unos días. No cesa de llover. Esta familia es muy simpática y llena de un encanto suave; pero los bosques y el lago me sumen en un estado de desesperación poética muy difícil de sostener”.
La descarada negativa de Ángel del Río puede ser declarado indicio de que entre los dos amigos había algo más que una llana amistad. Ian Gibson, el riguroso biógrafo oficial de Federico García Lorca, impedido de referir un verificado amorío a causa de los datos ambiguos existentes, sólo puede explayarse en este sentido lo que los mermados documentos y testimonios le permiten.
4.
Dionisio Cañas reacciona ante estas parquedades afirmando enfáticamente: “En realidad Philip no fue sólo un ‘amigo’ de Lorca, sino su novio”. Y persigue la idea de desvelar ese halo misterioso en torno a la relación de Cummings y García Lorca. “Intrigado por tanto misterio alrededor de Philip Cummings, decidí que debía encontrarle”, declara en un artículo del diario El País nada más conocer a Cummings en una primera visita. Picado por el gusanillo, con dos amigos se había dirigido al Estado de Vermont. Lo primero que hacen es recorrer el lago Eden intentando encontrar, en Eden Mills, la casa donde Lorca y su amigo pasaron aquellos días de agosto del 29. Encuentran la casa pero el salón de baile donde Lorca tocó el piano ya había desaparecido. En su insistente pesquisa, Dioniso Cañas descubre en la guía telefónica un número que pertenece a un tal Philip Cummings, residente en Woodstock, a unos cien kilómetros de Eden Mills. Cañas llama a ese número y lo que encuentra es una respuesta cálida: “lo que me sorprendió era que hablaba un español estupendo y clarísimo”. Al día siguiente los tres amigos se dirigieron a Woodstock y Dionisio Cañas se encontró con una figura vigorosa de 74 años, de “hermoso pelo blanco, una cara cordial y unos ojos vivaces”. Viviendo solo en una antigua granja rodeado de animales y árboles, y amante del buen comer, buen beber, música clásica y lectura. Philip Cummings invitó al amigo Dionisio a que volviera por allí a pasar unas jornadas.
El día 13 de febrero de 1986 ya estaba Dionisio Cañas de nuevo en Woodstock, después de aterrizar en el aeropuerto de Lebanon donde el viejo Philip le estaba esperando. Jon, el chófer, “una especie de obrero que le trabaja en la casa todo el día y que difícilmente articulaba palabras en un inglés vermontés lleno de color”, como redacta Cañas en las anotaciones de esos días, entró en el pueblo por las propiedades de los Rockefeller. Ya en el coche Cummings le había hablado mal de Dalí, diciendo que tenía una “personalidad de espejos”, narcisista y egoísta. También le refirió que él en Madrid había asistido varias veces a la tertulia de Valle-Inclán; y le preguntó por Alberti, queriendo saber si estaba vivo, diciéndole que Lorca lo quería mucho. Cuando llegaron a la casa, Philip le mostró a Dionisio su habitación, donde dejó la bolsa y el abrigo. Al salir, Cummings estaba preparando uno de sus “famosos” martinis, ya degustados en la anterior visita.
“Entonces se me acercó y me dio un beso y me dijo: ‘ya lo sabes’. Yo no me sorprendí, pues era lo que me imaginaba: ‘P.C. fue siempre homosexual’. Hablamos de su mujer que él quería mucho y que murió de cáncer. Ella sabía todo lo de P. y lo entendía muy bien. Después hablamos de la ‘farsa’ que se necesita hacer para vivir en una sociedad como la de Vermont, siendo homosexual.
P. Me recitó luego dos poemas escritos para Lorca que me parecieron hermosos y que eran poemas de amor pero con un fuerte impulso panteísta y waltwhitmaniano”.
En esos días estuvieron trabajando los dos intentando reconstruir la cronología de los viajes a España de Philip, que Dionisio Cañas minuciosamente transcribe. De este trabajo surgen dos documentos: una cronología comentada que redacta Cummings y el esquema de esos viajes y sus encuentros con García Lorca elaborado por Dionisio Cañas, aunque al cabo entre ambos documentos existe alguna contradicción. Philip Cummings vino por primera vez a España, como ya se ha dicho, en el verano de 1927, subsidiado por una beca de la Familia Real española a través del Institute of International Education. Bajo la tutela del Vizconde Casa Aguilar permanece en España hasta las Navidades. En una cena promovida por este aristócrata coincide con Francisco Franco. Viaja por las posesiones españolas en Marruecos antes de volver a su país. Se aloja en la Residencia de Estudiantes, oye hablar de Lorca, quizá lo saluda, pero no inician entonces su relación amistosa. Al verano siguiente vuelve a España, a la Residencia, para asistir a un curso impartido por Pedro Salinas, en el que tal vez coincidiese con Florence, la Jacinta la pelirroja de José Moreno Villa. Es entonces cuando comienza la amistad entre los dos poetas:
“Una tarde de julio, después de comer, estaba sentado en la balaustrada, observando Madrid. Hacía mucho calor. Una música extraña y evocadora me excitaba. Fui hacia la Sala vacía. Allí tocaba, sin música, un hombre joven de piel aceitunada. Me sonrió mientras me sentaba, entusiasmado con esa música andaluza, esencialmente en clave menor y profundamente melancólica”.
Se intercambian direcciones, se ven en Granada, Philip Cummings le escribe a Federico desde el barco que le devuelve a Estados Unidos. Al año siguiente es cuando coinciden en el tren en el inicio del viaje de Lorca a Nueva York, al poco la estancia en Eden Mills, luego posteriores viajes a España, la interrupción de las relaciones, la muerte. En el esquema redactado por Dionisio Cañas se lee que en 1936, nada más enterarse del fusilamiento de García Lorca quema un manuscrito que su amigo le dejó “en sobre cerrado con una nota pidiéndole que cumpliera sus deseos de destruir el manuscrito sin leerlo. Este asunto es el más misterioso de las relaciones PC/FGL”. Posteriormente, aclara Dionisio Cañas, Cummings “diría que había leído el contenido del sobre y que lo destruyó en 1961”. Por su parte, Ian Gibson se detiene en este asunto informando de que ese sobre se lo entregó Federico a Philip durante la estancia en las orillas del lago Eden. Según Cummings, en ese sobre se encontró cincuenta y tres hojas manuscritas, conteniendo, según declararía después, “una amarga y severa denuncia de gente que estaba tratando de acabar con él, de acabar con su poesía y de impedir que fuera famoso”. El único nombre de los que le atacaban reconocible para Cummings, precisa Gibson, era el de Salvador Dalí. Al final del manuscrito Lorca garrapateó la siguiente petición a su amigo: “Felipe, si no te pido estas hojas en diez años y si algo me pasa, ten la bondad, por Dios, de quemármelas”. Cuando matan a García Lorca, Philip Cummings se entera por un amigo suizo, quien le cuenta “que había leído en la prensa que Federico García Lorca había sido asesinado junto con otros ‘simpatizantes comunistas’. Federico era de todo menos político, pero a los ojos de las fuerzas de seguridad, controladas por los jesuitas, él y otros les parecían sospechosos. Se trataba de una reposición de la Inquisición en pleno siglo XX”. Y “en ese momento, tal y como estaba, escribí con sangre este poema”:
La muerte de Federico García Lorca
Amanece en la Vega.
El sol ya calentaba y, como siempre,
en el borde del polvoriento arroyo,
comían las dos cabras, blancas y delgadas.
Yo las miraba, como siempre hacía,
hasta que me atacó un inmenso ruido.
Vi a las cabras huyendo.
Después ya no vi más.
Ascendí en espiral al cielo cristalino
que vive arriba de mi querida Sierra…
luego forma perdida.
Y yo subía, cada vez más alto,
hasta ser solamente movimiento
abrazado al silencio…
(Traducción de Nathanael Palacios)
Dionisio Cañas recoge los detalles de su estancia en Woodstock junto a Philips Cummings en un diario. El 14 de febrero de 1986 escribe:
“Le he ido haciendo preguntas indiscretas sobre su relación con Lorca. La primera vez que se acostaron juntos fue en la residencia de Estudiantes, en el cuarto particular que tenía Cummings. Allí Philip le dijo a Federico que quería enseñarle unas fotos de Vermont y parece que tuvieron su primera relación sexual”.
Le preguntó también si era cierto que a Lorca le gustaban los hombres mayores y de aspecto rústico. Philip asintió “con cierto tono seco y cortante”. Dionisio entonces insistió en cómo se explicaba entonces la conflictiva relación con el escultor Emilio Aladrén, ocho años más joven que Lorca. Philip no respondió. Cañas deduce de esas conversaciones que sólo en tres momentos desarrollaron su pasión amorosa, momentos ocurridos en 1929: la referida primera vez en la Residencia de Estudiantes; una segunda en el viaje en tren a Irún, en el compartimento del coche-cama (el meneo del tren…), y una tercera en la estancia a la vera del lago, aunque la cabaña estaba rodeada de familia, y hacerlo al aire libre chocaba con la desapacible temperatura: frío entorno que desagradaba a Lorca. El diarista duda “si volvieron a tener algo en el año 30”. Desde luego el deseo de Lorca por Cummings debió azuzarle, pues nada más llegar a Nueva York, sintiéndose sumido en la zozobra frente a la imponente urbe, según relata Gibson, le escribe instándole a que urgentemente se reúnan. El vermontés le contesta enseguida remitiéndole el importe del viaje en tren, pues el poeta en Nueva York estaba mal de fondos; aunque Lorca, como sabemos, tuvo que aplazar la visita. En 1932 se vieron por última vez en medio de un ambiente de mucha preocupación, pues los hechos en la política se muestran muy crispados: hay enfrentamientos entre Guardia Civil y agricultores, entre carlistas y socialistas, la Iglesia Católica toma claro partido, se disuelve la Compañía de Jesús, se crea la Guardia de Asalto, se aprueba la Ley del Divorcio, Millán Astray y Emilio Mola son forzados a pasar a la reserva, aumentan las conspiraciones antirrepublicanas, tiene lugar la Sanjurjada… Cuando en ese año vuelven a verse, escribe Cummings que Federico “estaba absorto en algún trabajo dramático para el Teatro Español. Me dijo que tanto escritores como actores estaban muy nerviosos y que, si podían, se estaban marchando de España. Tomamos un chocolate a la española en una terraza, y después de una hora se fue. Obviamente estaba incómodo”.
Se conservan unas veinte cartas, entre ellas alguna felicitación navideña, dirigidas desde Woodstock por Philip Cummings a Dionisio Cañas del 20 de noviembre del 85 al 29 de septiembre del 89. Giran, naturalmente, en torno a las pesquisas llevadas a cabo por Cañas sobre la figura de Lorca. La mayoría de ellas están escritas en español, un español incorrecto mas ciertamente gracioso. Ya en la primera misiva reprocha la actitud de la familia de Lorca (“Ellos rechacen a toda persona que pretende o actualmente ha sido amigo del magnífico poeta y dramaturgo, mi amigo más íntimo, Federico”). Asimismo, censura el olvido de Ángel del Río, de quien Cummings guarda una tarjeta suya en su ejemplar de Poeta en Nueva York, el cual “habra hecho mucho para olvidar que me conocia y aun que hemos tenido una bebida juntos con mi mama”. En otra de las cartas habla de Francisco García Lorca como el “caústico Don Paco”. Cummings le comenta a Dionisio Cañas la próxima visita de Ian Gibson (“parece feroz y un tipo bruto”) con un equipo de la BBC; visita que se efectuaría en los días 4, 5 y 6 de abril del 86. La ruda opinión que tiene del biógrafo irlandés cambia poco después, encontrándolo “más simpático que lo habria esperado. Es un tipo muy atletico del tipo bruto de los Irlandeses pero tiene un buen animo. Veo que es un estudiante profundo de Lorca. Creo que tu puedes encontrar en el un espíritu escolar que te podria ser de valor”. Y ante los reparos que Dionisio parece mostrar hacia él, Philip le dice que “es un tipo con quien creo es mejor tratar amablemente porque pudiera ser un enemigo amargo”. En otra carta despliega una dura opinión sobre los hermanos Rosales: “¿Sabes si existen todavía algunos de los maldichos hermanos Rosales? El bendito Jesús tuvo su Judas y Federico los Rosales”.
Luis Antonio de Villena se decanta por que “en realidad parece –y esa es mi tesis y la que heredé de los amigos del poeta, a los que traté con intimidad– que Lorca, buscador de un ‘gran amor’, nunca llegó a encontrarlo plenamente”. Dionisio Cañas, que experimentó en propia carne la homosexualidad de Philip Cummings, nos brinda un cabal favor trasmitiéndonos en su diario las confesiones del americano sobre sus relaciones íntimas con el gran poeta español. Y no hay por qué dudar de la sinceridad del declarante ni de las fieles transcripciones del recopilador. De esa unión, lo que más le seduce a Cañas es el contraste entre ambos personajes, como privadamente me declara: “Era como el encuentro de dos razas complementarias: Philip rubio, guapo, norteamericano, progresista; Federico entre árabe y judío, piel aceitunada, pelo oscuro, folklórico, apasionado, intenso…”.
Amador Palacios (Albacete, 1954) es poeta, ensayista y traductor. Como traductor ha puesto en español la poesía de Cesário Verde, Camilo Pesanha, Miguel Torga, Lêdo Ivo y Vinicius de Moraes, entre otros poetas portugueses y brasileños. Estudioso del movimiento vanguardista el Postismo, es biógrafo de Ángel Crespo y Gabino-Alejandro Carriedo. Su biografía del poeta Dionisio Cañas está próxima a publicarse. Crítico y columnista del suplemento ‘Artes & Letras’ del diario ABC en su edición castellano-manchega. En FronteraD ha publicado Si fuésemos centauros, Sobre ateísmo, sobre religiosidad, sobre Cristo, Autobiografía apócrifa de Gabino-Alejandro Carriedo. Dentro de la poesía comprometida y El ayer y el hoy de las Hurdes.
Bibliografía manejada
Cano, José Luis. García Lorca. Barcelona, Destino, 1962.
Cañas, Dionisio. “El amigo no identificado de Lorca en América. Días de amor y rosas en el Lago Eden junto a Philip Cummings”. Madrid, diario El País, 22-12-1985.
— Philip Cummings. Cronología de sus relaciones con Lorca y España. 1986. Inédito.
— Diario en Woodstock. Febrero de 1986. Inédito.
— El fin de las razas felices. Madrid, Hiperión, 1987.
— El poeta y la ciudad. Nueva York y los escritores hispanos. Madrid, Cátedra, 1994.
— ‘Aquella relación olvidada de Lorca con su novio americano’. Madrid, diario El Mundo, 13-8-2011.
Cilleruelo, José Ángel. Poesía y ciudad. Libro-blog de crítica literaria. Internet. URL: http://jac-poesiayciudad.blogspot.com.es/
Cummings, Philip. Cronología corregida de mi relación con Federico García Lorca y mi tiempo en España. 1986. Texto en inglés. Traducción de Nathanael Palacios. Inédito.
— Correspondencia con Dionisio Cañas (20-11-1985 a 29-9-1989). Inédito.
García Lorca, Federico. Poeta en Nueva York. Fotografías de Oriol Maspons y Julio Ubiña (Incluye la conferencia-lectura poética que García Lorca dio en el Hotel Ritz de Barcelona el 16 de diciembre de 1932). Barcelona, Lumen, 1997.
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