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Mientras tantoLas vueltas y el dopaje

Las vueltas y el dopaje

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Los nervios me destruían por dentro como esos dramas de abuelas que cuando ven los programas de televisión mañaneros verifican incansablemente si el teléfono fijo anda bien colgado no fuera a ser que Mari Tere Campos les estuviera marcando en ese mismo momento con un regalo en forma de bungaló en Torrevieja. Yo, en mi tensísima espera, hasta llegué a llamar a Kevin, un americano que dice está salvando al mundo –es lo que tiene ser cooperante, por detrás y por delante-, para que me devolviera la llamada y así estar seguro de que mi móvil iba bien. Porque es poner un anuncio buscando a señoras con ganas de pagar por hacer el acto y es nacer, al unísono, una especie de capa pestosa de mala suerte en la que crees que todo el mundo se está conjurando para que mi teléfono comunique. Pero a eso de las tres sonó, que fue descolgarlo y entrar en trace, con una voz impostada y el corazón a mil por hora.

 

Hola cariño, ¿qué necesitas?

 

Hola… Mira, que soy de Metfone, la compañía que te sirve internet, y era para saber si querías más megas.

 

Que cuelgas el teléfono y te quieres morir, por haber llamado ‘cariño’ a una telefonista que debió pensar que yo estaba enfermo o cosas aún más tenebrosas. Luego me hice otro café solo, que así tenía yo las pulsaciones, para acabar mirando una pantalla de internet que siempre parece contarme lo mismo. Hasta que volvió a sonar el teléfono.

 

Mira, que llamaba por lo del anuncio.

 

Perfecto, ¿qué quieres saber?

 

¿Cuánto es la tarifa por quedarte toda la noche?

 

A uno lo sacan del menú del día y se atraganta con la carta. Así que por novicio le planté una oferta irrechazable. De esas que suenan al all in de los jugadores de póquer más seguros de sí mismos.

 

Cincuenta dólares… cincuenta dólares por todo. Hasta la mañana.

 

Perfecto. Ahora te paso en un mensaje de texto mi dirección. Por cierto, ¿podrías traer vino? Pide el recibo que te lo pagaré al llegar.

 

Compré un Tempranillo riojano por no arriesgar mucho y por ayudar a un país en crisis, pero entonces me comenzaron a temblar las piernas sin saber qué me podía llegar a encontrar en aquella primera clienta; quiero decir: un vejestorio por alicatar por séptima vez, una señora coja que se pareciera facialmente a mi tía de sangre, o una loca de atar a la que además le podían oler las axilas a tuétano fresco tras doces horas fuera de la nevera. Así que me aprovisioné, como esas madrazas que se van de vacaciones y se llevan media farmacia a cuestas.

 

¿Qué desea?

 

Cialis.

 

Serán quince dólares.

 

Negocio poco redondo, me dije. Que si además de sólo cobrar cincuenta dólares y quedarme a dormir tengo que doparme, pues mira tú qué plan. A todo eso ya había pagado por adelantado el vino, que yendo en tuk-tuk para su lugar de encuentro llegué a plantearme, por estos miedos ibéricos, que la llamada hubiera sido una broma y que ya en casa, desconsolado, hubiera tenido que hacérmelo con la botella de vino tras habérmela bebido de tres tragos y con una dosis menos de las cuatro que ofrecía aquella caja de Cialis, demostración perfecta de que el dopaje debería ser legal entre los deportistas si de verdad quieren tocar con la mano eso de los éxitos. Pero al llegar a su casa –qué digo casa: mansión- salí de dudas. Sobre todo cuando un tipo con gorrilla de aparcacoches me abrió la puerta sin rechistar. Y tras ella un inmenso jardín. Y al fondo, como la madre de Norman Bates, una señora en camisón que hacía gestos ostensibles para que dejará atrás la zona ajardinada atrapada en una nube de tabaco. Debo reconocer que nunca pude imaginar que lo importante no es que aquel ropaje fuera transparente, sino que debajo del mismo no hubiera ni sujetador ni bragas.

 

Hola, ¿Aspesor? Que nombre más extraño. ¿De dónde eres?

 

De España. ¿Y tú?

 

Se acabaron las preguntas. ¿Te gusta el vino?

 

Se acabaron las respuestas. A mí me gusta el tinto, a poder ser con más de doce meses en barrica y monovarietal de mis siguientes preferencias: Monastrell, Syrah… Oye, tú no has contratado muchas otras veces este tipo de servicio, ¿verdad?

 

¿Por qué lo dices?

 

Porque me has dicho “se acabaron las preguntas” y lo siguiente que has hecho ha sido preguntarme si me gustaba el vino.

 

Sí, la verdad es que estoy un poco nerviosa. No es fácil teclear tu número y esta espera, tan nerviosa.

 

¿Por?

 

Porque nunca sabes quién va a aparecer y porque no querría que nadie supiera quién eres y por qué te he llamado.

 

Creo ser el primer puto oficial en toda Camboya, así que no sufras.

 

¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto?

 

Doce años.

 

¿En serio?

 

Bueno, doce años en diferentes países. Voy de gira, como el Circo del Sol.

 

Pues en doce años tendrás alguna anécdota que contar.

 

Sí, que una vez una austríaca me obligó a hacérmelo con ella y su caniche.

 

¿En serio?

 

Y además en Austria, que no te puedes hacer una idea de lo aburrido que es. Tuve que tomar un avión desde Berlín a Viena. Una de esas consentida y mantenida a la que nunca le pueden dar una negativa por respuesta.

 

Yo soy de Boston.

 

¿De ascendencia irlandesa?

 

No, bielorrusa. De ahí lo rubia que soy.

 

¿Llevas tiempo por Camboya?

 

Siete meses.

 

¿Puedo preguntar a qué te dedicas?

 

Tengo una buena posición en el Banco Mundial. Y estaré por aquí, al menos, tres años. ¿Y tú? Me refiero, ¿haces algo más aparte de esto?

 

Doy clases de español en una universidad.

 

Un prostituto docente. Qué decencia.

 

La clave de la vida es volcar lo aprendido, manchar a los demás con lo que a uno lo mancharon. No guardarte nada.

 

Debieron emocionarle mis palabras porque comenzó a morrearme a mandíbula desencajada, que aún estaba paladeando un último trago de un cargadísimo vodka con naranja exprimida –el vino cayó con la misma rapidez que caen las botellas de agua entre los maratonianos olímpicos- cuando casi me ahoga su lengua viperina, que como una víbora recién devuelta a su libertad, estranguló a mi lengua además de golpearme varias piezas dentales con violencia inusitada. Antes de proceder a la clásica arcada –hacía veinte segundos que el aire no atravesaba mi tráquea- conseguí deshacerme de ella recibiendo un comentario que aún resuena en mis primeros pensamientos como prostituto: “Qué bien besas”. Luego me corroboró que llevaba dos años sin besar, por culpa de una vida mucho más cargada en años que esos copazos de vodka con los que casi me aniquila. “No sabéis los hombres lo que es la soledad de los cincuenta; no tenéis ni idea”.

 

El acto sexual dejó de ser previsible cuando se puso a llorar. No sé, doler no le podía doler, por lo que acepté que la embriaguez ayuda a la interpretación más desmesurada. Me abrazaba y me arañaba; me amasaba la espalda y me decía frases amorosas al oído. “¡Dime ‘te quiero’!”, no cesaba de repetir, convirtiendo aquello en un juego que se tornó en problema a eso de las nueve de la mañana, cuando no debíamos llevar más de tres horas durmiendo y de repente, la vi frente a mí, de nuevo con ese camisón tan arrugado y trasparente que parecía una gasa usada, portando una bandeja con dos excelentes cafés italianos solos.

 

Aquí tienes lo tuyo –me dijo, descubriendo que el azucarero pisaba un billete de cien dólares.

 

¿No tienes cincuenta dólares sueltos?

 

No, lo siento. Sólo tengo de cien.

 

Pues yo no tengo cambio.

 

De pronto, su cara se iluminó como se había iluminado la maldita habitación, ya que suelen padecer los que se despiertan acompañados por gentes cualesquiera una clase de desinterés por la otra persona que les hacen retirar las cortinas de par en par sin pensar en sus descansos. Lo peor fue que ni yo tenía vueltas ni ella ganas de que le devolviera cincuenta dólares, por lo que comenzó un ataque brutal-salival para contratar otro acto sexual cuando a mí las babas de la mañana nunca me sentaron muy bien. El café y la resaca, además, no ayudan a proyectar una certera erección, así que me introduje en el baño, como esos artistas depresivos que se quieren atiborrar de ansiolíticos pensando en que su última foto también será portada del papel cuché, para tragarme a capón una Cialis que por poco no llega entera a casa. Decía el prospecto que debía esperar media hora, así que tomé una buena ducha para provocar su efecto.

 

Liz, que así se llamaba la americana del Banco Mundial, yacía en la cama mientras hacía como que leía un libro. Y yo con mi toalla enrollada alrededor de mi cintura y ni un solo atisbo de respuesta de mi físico ante lo químico. Pero en aquella mesita de noche había algo nuevo.

 

¿Desayunas zumo de tomate?

 

Es un bloody-mary.

 

¿Un bloody-mary? Pero si son las nueve y media.

 

Sí, soy alcohólica. ¿Qué pasa? ¿O es que la soledad continua es buena para el cerebro?

 

¿Desde cuándo estás sola?

 

Desde que mi ex marido no me acompañó a mi siguiente destino. El dinero, Aspersor, el dinero. Ése es el problema de este mundo, y déjate de alcohólicos, viciosos o envidiosos. El dinero fue lo que me hizo cegarme tras él para viajar a lo largo y ancho del planeta como una diplomática y ganando sueldos muy superiores a los de presidentes de gobierno; el dinero, Aspersor, el sucio dinero, por tener cocinera, jardinero y chofer, por pernoctar en suites de lujo, por vestir de Prada, por beber Champagne sin cesar. Pero hoy estoy sola. De hecho llevo una década sola. Mi hija vive en California y sólo tengo contacto con ella cuando necesita dinero, cosa de lo que no me puedo quejar porque debe ser lo que aprendió de su madre. Y el dinero, eso por lo que tanto luché, no te da el amor; ni siquiera el sexo. Tengo cincuenta años y cada día que pasa menos hombres se fijan en mí. Que los poquísimos que aún lo hacen les llaman más la atención mis nóminas y este tipo de mansiones. Y me siento sola, muy sola. Porque hace cosa de un lustro descubrí algo que me ha convertido en depresiva y alcohólica: sólo tenemos una vida; y yo la mía la he tirado por la ventana. Es aterrador. Si pudiera volver atrás.

 

Aquella charla fue el único momento real en el que sentí algo por Liz. Además, la Cialis hizo su efecto por lo que pasé a horadarla. Liz quería ser joven pero ya era tarde. Por eso me llamó a mí y por eso leía Tortilla flat, de John Steinbeck, en un intento de huida fallida hacia una vida con sustancia que hacía muchos años que había dejado de paladear. Cuando dejé su habitación roncaba como me puedo imaginar que yo lo hago. Su boca roja de carmín mezclada con restos del tomate del bloody-mary acentuaban mucho sus blanquecinos pómulos, en donde pegotes de cremas importadas intentaban ocultar los graves desperfectos de la edad y el abuso del dinero fácil. Antes de dejar la casa olisqueé en su salón que más bien parecía una tienda de muebles con clase. En él, un majestuoso mini-bar que ya querrían para sí las repisas de las mejores coctelerías del mundo con una alucinante selección de maltas, ginebras y vodkas. Y en la librería un par de detalles que saltaban a la vista: novelas de escritores americanos de principios y mediados del pasado siglo que querían mostrar una Norteamérica desenfadada, gratuitamente depresiva y viciosa. Ah, y un par de cajas de Valium. Un extracto del banco, arrugado, me reveló que en esta vida no todo lo hace el dinero. El de la gorrilla ya era otro y el jardín apestaba a césped recién cortado, descubriendo por la gracia del sol que una piscina, coqueta pero de diseño, debía ser otro de los juguetitos con los que Liz simulaba deslizarse hacia un suicidio rápido o lento, pero un suicidio al fin y al cabo. Lo dejo en sus manos, unas manos que no pararon durante todas esas horas de convivencia de entrelazarse entre las mías, como pidiendo auxilio, como exigiendo amor.

 

13/08/13, Phnom Penh.

 

 

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