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ArpaLazos de familia

Lazos de familia

Un cuento de Navidad del escritor boliviano Edmundo Paz Soldán que retrata la dificil relación entre un padre y su hijo                     


Ilustración en la que se ve un chico joven sentado en el asiento de un coche con el cinturón puesto

Ilustración Raúl

 

A Alonso Mayo, por todo lo que ha hecho por y con este cuento

 


Papá viene a recogerme alrededor de las seis de la tarde, como todos los días. La bocina de su Chevrolet Cavalier rojo continúa sonando incluso cuando me ve abrir la puerta de la casa y cruzar con pasos apurados el jardín de rosas secas. Es un mensaje para mamá, pienso, una manera de decirle que no podrá librarse fácilmente de él, del ruido de su presencia. Yo tampoco puedo hacerlo, y si bien hubo un tiempo en que contaba los minutos que faltaban para que llegara, en los primeros días de la separación definitiva, eso no duró ni un mes.

 

–Hola, campeón —la palmada en la espalda, el aire de complicidad, como si fuéramos miembros de la misma pandilla–. ¿Cómo te trató la vida entre ayer y hoy? No me digas. Seguro tu mamá te hizo hacer las tareas y te mandó al colegio y otras ridiculeces.

–Algo por el estilo. Pero tampoco me molesta.

–Eso es lo que me preocupa. Tendrás que venirte a vivir conmigo las vacaciones de fin de año. Con apenas un par de horas al día estoy en desventaja.

 

       Me apoyo con fuerza contra el asiento, como si quisiera perderme en él. Y no quiero mirar a papá porque, pese a todo lo que hace, es mi papá, y recuerdo los buenos momentos, por ejemplo cuando íbamos al cine o al estadio solos, y si nuestros ojos se encuentran me voy a sentir peor de lo que ya me siento, culpable de algo, de no aceptarlo tal como es. Me gusta al menos salir de mi casa de cuartos pequeñísimos por donde mamá va y viene con su pena a cuestas y me contagia. No hace mucho, nuestra forma de vida era otra.

 

       El sol se va. Van pasando por mi ventana las casas tristes de mis vecinos, una señal de PARE en la esquina a la que nadie le hace caso, los triciclos y cajas de cartón tirados en las aceras, la rubia de largas pichicas que vive a dos cuadras de mi casa y nunca usa sostén. Se llama Estela y es lo único interesante de este barrio de calles de tierra. No parece ir al colegio, la veo abrazada de diversos chicos mayores en autos y motocicletas. Algún día, me he dicho, al toparme con su mirada ausente. Algún día.

 

–Yo también la vi —dice papá, sonriente–. No eres un caso tan perdido, después de todo. Sus jeans están que se le caen. La moda de hoy lo hace todo más fácil.

 

       Me ofrece una Taquiña en lata y se la rechazo, no porque tenga catorce años, sino porque no me gusta la cerveza, y menos si viene de papá. El olor de su colonia intoxica el ambiente; abro un poco la ventana. Hombre de pelo en pecho —la camisa algo desabotonada– y cigarrillo negro en la mano, tiene éxito con las mujeres y yo me pregunto por qué.

 

       Debo calmarme: de nada sirve la rabia. Papá no se merece eso. Me dio una infancia maravillosa, me llenó de trenes y rompecabezas, y sobre todo, me dio su tiempo; ni siquiera mamá recibía tanta atención. Nunca me falló hasta que se falló a sí mismo y por arreglar las cosas las empeoró y se fue hundiendo, y nosotros junto a él, incluso ahora que ya no vivimos juntos.

 

–Nos toca dar una vuelta por la Atalaya. Pagan bien por allí, tantos banqueros estresados. Pronto te tendré que dar unos pesos. Una comisión de la comisión.

 

       Papá le ha dicho a mamá que trabaja los fines de semana y por eso han llegado a este arreglo: en vez de encargarse de mí los sábados y domingos, me viene a buscar de lunes a viernes a eso de las seis de la tarde, cuando dice que termina su trabajo, y me trae de regreso entre las nueve y las diez, después de la cena (que es, las más de las veces, una hamburguesa en Burger King). Pero la razón es otra: su verdadero trabajo comienza a las seis de la tarde, y necesita de mi inocente presencia para que la policía no sospeche de él, o al menos eso es lo que creo: quizás sólo quiere que lo acompañe porque está orgulloso de lo que hace y quiere que yo sea parte de ello. O quizás ocurre que tiene una idea algo torcida de lo que resulta apropiado hacer en compañía de su hijo. O todo a la vez. Porque vive de la venta de coca a dignos padres (y madres) de familia que viven en barrios residenciales, en casas de amplios jardines y garajes con dos autos (una de ésas fue algún día nuestra casa, pero ésa es otra historia). Es -suena cómico decirlo- un repartidor a domicilio y gana una buena comisión.

 

       Conmigo no se esforzó por ocultarlo: quería hacerme hombre de una manera violenta, contrarrestar la esforzada y correcta educación que recibía de mamá. Yo no me animaba a decirle lo equivocado que estaba; toma tiempo encontrar el ánimo necesario para contradecir a los papás, no hacer lo que ellos quieren que hagamos, dejar de admirarlos. Toma tanto tiempo que uno nunca lo logra del todo, incluso cuando uno deja de admirarlos los sigue admirando. Y aquí estoy, un espía en el Chevrolet, mirando con ojos extraños y cansados las aventuras de un señor con el cual tengo poco en común (toco madera: uno nunca sabe). Cuando todo termine —porque tiene que terminar–, me preguntaré cómo hice para tolerar esta rutina durante más de seis meses. Mi mamá dirá: “porque le tomaste cariño, y después de todo tu papá es tu papá”. Lucho, mi mejor amigo, dirá: “porque en el fondo te gustaba el sabor del peligro y querías llevarle la contra a tu vieja. Porque tu mamá jode mucho, ¿no?” “No más que cualquier mamá promedio”. “Entonces jode mucho”.

 

–Anoche vi una película en la tele —los ojos de papá están fijos en la avenida que circunvala a la ciudad, al fondo las montañas con el sol que las va apagando–. Sobre una pareja dispareja. Me hizo recuerdo a tu mamá y a mí. Nos llevábamos como perro y gato. No entiendo cómo pudimos casarnos.

–Eso es fácil —hurgo mis bolsillos en busca de monedas, lapiceros, cualquier cosa–. Lo difícil es explicar cómo pudieron estar casados durante más de diez años.

 

Un Ford azul aparece detrás nuestro y nos sigue un par de cuadras. Oprimo mis manos contra el asiento. ¿Será la policía? Tranquilo, tranquilo.

 

–Supongo que había amor de verdad. Y también estabas tú. Nos preocupaba tu futuro.

–No hubiera sido necesario. Apenas me di cuenta de lo que ocurría entre ustedes, le dije a mamá que necesitaban divorciarse.

 

       El Ford desaparece. Respiro hondo. Y vuelven la culpa, el remordimiento. Si el tuyo no es un buen padre, ¿tiene uno derecho a dejar de ser buen hijo? ¿Se puede ser capaz de dejar de lado el cariño y la admiración, o al menos intentarlo? Todavía hay tiempo, me digo: puedo luchar con mis sentimientos; lo irrevocables son los hechos.

 

–Si hubieras hablado antes, me habrías ahorrado algunos años. ¿Sigue fanática obsesiva de la limpieza? ¿Sigue cantando en la ducha? Tan desafinada…

 

       Esa es la parte más triste de la historia. Hace esfuerzos por demostrarme que ella no le interesa en lo más mínimo, y sin embargo en cada gesto se encuentra su imposibilidad de olvidarla. En su futuro habrá muchas horas dedicadas a pensarla, a recordarla, a imaginarla. Una vez me llevó al departamento que comparte con Juliana, una gorda brasileña que llegó hace diez años a estudiar medicina y se fue quedando. En las paredes había posters inmensos de Elizabeth Hurley y Sofía Vergara: mamá no los hubiera tolerado un segundo. Los cuartos estaban sucios, la ropa interior tirada en el piso, los platos sin lavar desde hacía al menos una semana. Después de varias cervezas, papá me abrazó y, señalando a Juliana, que miraba televisión tirada en el sofá como una ballena varada en la playa, me dijo: “¿La ves? Nunca te equivoques. Lo de tu mamá fue amor. Ella es sólo compañía para mi vejez”. Le dije que era muy joven para estar pensando ya en su vejez. Pero eso no era tan importante como el hecho de que me había confesado sus sentimientos por mamá.

 

       El Chevrolet se detiene una cuadra después del primer semáforo en la subida a la Atalaya, frente a una casa protegida por altos olmos. Alguna vez, no hace mucho, vivíamos en este barrio, en una casa con piscina. Esa es la historia que no quiero contar. A papá le iba muy bien en la compañía de seguros, y mamá ni siquiera necesitaba trabajar. Luego a papá se le ocurrió meterse en negocios de alto riesgo y terminó endeudado y en la calle, y nosotros con él. Vino la separación, y comenzó nuestra aventura en barrios pobres. Mamá trabaja de enfermera en un hospital del estado. Y papá hace lo que puede por ganar unos pesos rápidos y no tener que trabajar: dice que odia su pasado de oficinista. O quizás es su manera de justificar el hecho contundente, su certeza de que esa vida no volverá.

 

       Papá se baja, toca el timbre y vuelve al Chevrolet. Los autos suben y bajan por la avenida con sospechosa normalidad: en cualquiera de ellos pueden estar la policía y el fin de esta aventura. Siempre que estoy con papá me pongo tenso. Qué no diera por ir a la matiné o al fútbol, como lo hacíamos tan sólo hace tres años. Por volver al minigolf con él, y eso que me aburría tanto. Porque papá no fuera como papá. Pero él ha cambiado y quizás debería aceptarlo así. En el fondo creo que lo acepto, aunque me niego a hacerlo del todo. Es un poco confuso.

 

Apoya su mano en mi hombro y siento su cariño. Y me vuelvo a sentir mal.

 

       Un señor de papada repugnante abre la puerta de la casa y se acerca a la ventana del auto. Se apellida Ramírez, es abogado, tiene sus oficinas cerca del Boulevard (he hecho mis investigaciones). Sin pronunciar palabra, le entrega a papá unos billetes nerviosos, recibe un sobre y se marcha. He visto esta escena muchas veces: cambian los rostros, pero la actitud es similar. Miedosos, tratan de reducir al mínimo el contacto con papá. No están avergonzados de sus vicios; sólo tienen miedo a que alguien los descubra. A veces prefieren encontrarse con papá en callejuelas despobladas, al amparo de la noche. Me miran y no entienden qué hago en el auto, y seguro se preguntan si me doy cuenta de lo que está ocurriendo. No deben faltar los que se animan a emitir para sus adentros algún juicio moral.

 

–Me dijiste que dejarías de hacerlo –me animo a decirle.

–Si me consigues un trabajo, feliz de la vida —termina la cerveza, estruja la lata–. Por más que busco no hay, por nada del mundo. Y alguien tiene que mantenerte, ¿no? Basta un día que me atrase con la pensión para que el abogado de tu mamá ya esté tocando a mi puerta.

–Para mí que ya ni siquiera estás buscando trabajo —no lo miro mientras hablo; así será más fácil, podré decirle todo lo que pienso–. Te acostumbraste al dinero fácil.

–¿Y tú qué sabes? Si crees que esto es dinero fácil estás muy equivocado, jovencito. La mala influencia de tu mamá te está llenando la mente de estupideces.

–Lo que digas, pero ya no quiero acompañarte. A esto, prefiero quedarme en casa. Me dijiste que dejarías de hacerlo y me mentiste. Me estuviste mintiendo todo el tiempo.

–No creas que me siento orgulloso de lo que hago. Pero dime, ¿quién es peor? ¿Yo, o mis compradores?

 

Esa es su gran disculpa: no se droga, apenas es un intermediario, tiene la conciencia tranquila.

 

–A mí no me interesan tus compradores.

 

       Avanzamos tres cuadras en un lento ascenso hacia la Atalaya, y nos volvemos a detener. Papá toca el timbre de una casa muy iluminada con un jardín lleno de cucardas en flor. Las luces del jardín se apagan y una silueta se acerca con prisa hacia la puerta. La transacción concluye y partimos.

 

Papá mira de pronto por el retrovisor y dice que nos siguen.

 

–No creo que sea coincidencia. Ese Volkwagen estaba detrás de nosotros cuando salimos de tu casa.

 

       ¿Será la policía? No debo ponerme nervioso. Papá acelera y yo me aferro al asiento; veo su rostro de satisfacción, la sonrisa anhelante: corrió en algunos rallies sus primeros años de casado, hasta que nací yo y mamá se lo prohibió.

 

–A mi juego me llamaron –grita, eufórico–. No saben con quién se están metiendo.

 

       Toma una curva a la izquierda, luego otra a la derecha, y después agarra a gran velocidad una recta en bajada. El Chevrolet derrapa sobre el asfalto y logra asentarse después de un brusco caracoleo. Por el retrovisor observo que no hemos logrado perder de vista al auto que nos sigue. Papá se mete por callejuelas polvorientas en procura de perder a nuestro perseguidor.

Al rato, sin embargo, una decisión equivocada lo lleva a un callejón sin salida. Maneja hasta toparse con una pared. El Volkswagen se detiene a unos cincuenta metros. Papá tiene ahora el ceño fruncido. Los paquetes de coca están a mis pies.

 

       Abre la guantera y extrae un revólver. Desde un megáfono se le anuncia que está rodeado y que salga con las manos en alto. Papá duda; me mira como esperando alguna sugerencia. No digo nada. No sé qué decir. Quizás ya no hay nada que hacer ni que decir. Algún rato tenía que ocurrir esto, de manera natural o con la ayuda de otros.

 

Papa sale del auto y levanta las manos. El revólver cae al suelo.

 

–El no tiene nada que ver –grita, señalándome con un gesto–. Déjenlo en paz, tiene que ir al colegio.

 

Un policía de blancos bigotes lo esposa y lo lleva al Volkswagen. No me muevo de mi asiento. Otro policía se me acerca y me da una palmada en el hombro.

 

–Buen trabajo, muchacho.

–¿Querrá que le agradezca? Me quedo en silencio.

 

       Cuando se entere, mamá estará muy molesta conmigo. Tu papá es tu papá, sangre de tu sangre. Sólo espero que a la larga me comprenda. Y si no lo hace, no será una sorpresa. Porque yo tampoco sé si me comprendo.

 

       No quiero levantarme del asiento. No quiero salir del auto. Ni dentro de cinco minutos, ni dentro de una hora, ni mañana. Y pasado, quizás menos.

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