Como vivo rodeada de mamarrachos que después de 4 meses bebiendo cervezas por Beirut se consideran expertos en Oriente Medio, hoy voy a hacer yo de crítica culinaria. Experiencia no me falta: me pasé un buen par de años dedicada a la crítica profesional de vinos cuando en mi puta vida me he bebido uno. Ni siquiera cuando no tenía nada que beber.
Es el penúltimo restaurante libanés de moda y como manda la tradición lo único verdaderamente auténtico son los camareros de 14 años explotados por cuatro perras gordas, tan torpes como una bailarina del Bolshoi de 120 kilos. El restaurante está vacío y no va a venir ni dios pero aún así nos preguntan si tenemos reserva. Las únicas mesas ocupadas se sitúan en un jardín lleno de pedruscos zen, ese zen que se te mete por los tacones y se instala en el estómago en forma de retortijón, y unas tremebundas bombillas halógenas que no utilizarían ni para un interrogatorio en una cárcel militar siria.
En el empingorotado interior hay de todo. Todo significa todo. El decorador tuvo tantas ideas a la vez que no se le ocurrió nada mejor que apretujarlas todas allí dentro: maceteros rústicos, flores rojas, sillas modernas, espejos gigantes con un toque kitsch, una librería rancia, techos de paja en una terraza en la que fuman un grupo de prostitutas libanesas, un bar neoyorkino, cuadros torcidos con frases de algún autor francés que aquí siempre toman como distintivo de calidad e inteligencia… Enfrente de mí, en una cartulina enmarcada que está a punto de caerse sobre la cabeza de mi amiga, una tal Anaïs Nin brinda al mundo un mensaje solo destinado a los elegidos: “Lanza tus sueños al cielo como una cometa y nunca sabrás lo que recogerás…”. Profundo, único, con esa sabiduría que ha convertido a mi Líbano en el indiscutible faro cultural e intelectual de Oriente. Dan ganas de sacar un micro del bolso, si lo tuviera, y preguntar cuántos de los imbéciles allí presentes sueñan con algo que no sea un iphone por no querer hacer sangre e invitarlos a que expliquen como vuela una cometa.
Dos parejas de tíos gordos y falsas rubias luchando por salir de la faja como un palestino de un campo de refugiados de Israel se sientan a nuestro lado. Ellos hablan de dinero y gruñen, ellas de sus trapos y sus planchas para el pelo; en una sociedad avanzada en ninguno de los casos se admitiría esto como conversación pero “this is Beirut” y en la lucha diaria solo queda volverse un capullo o morir.
La carta es un derroche de innovación: rollitos de primavera, rollitos de queso, patatas fritas, calamares, ensaladas, pizzas, pasta, cualquier tipo de carne, cualquier tipo de pescado… El cocinero debe de guardar algún tipo de parentesco con el decorador. Para deleitarnos con ese sabor tan característico que aporta la cocina libanesa nos decantamos por un risotto con champiñones y un solomillo strogonoff flambeado con vodka. Más flambeado que strogonoff… La camarera, contentísima de al fin poder tocarle los cojones cada cinco minutos a alguien, nos propone, como si conociera las íntimas debilidades del expatriado renegado, unos copazos con agua de rosas y vodka. Trae también un revuelto japonés, cacahuetes, almendras, pipas y una cesta de pan. Si le pido unos phoskitos seguro que puede sacarlos de algún lado de la cocina. El manager, que está que lo rompe con su traje dos tallas más pequeño para marcar músculo, igualmente se interesa por la infiel clientela que no dudará en darle la espalda en cuanto comience la temporada de verano y el rollo primaveral uno pueda mojarlo junto al mar.
No hay café descafeinado, me explica el camarero tan ancho. Bastante tiene él con subvencionar en vano a todos esos ineptos del Free Syrian Army incapaces de recuperar un cacho de desierto en Palmyra. Se les acabó el tarro dice… Miro de nuevo los carteles de la pared; otro topicazo más: la misión del arte no consiste en complacer. Es cierto, solo los restaurantes caros, Iberia y los hombres deben hacerlo.