Cuando uno tenía casi claro, a pesar de los esfuerzos realizados por no generalizar, que España era definitivamente un país de chorizos (chorizo es una palabra extraordinariamente polisémica, de lo que se deduce una verdad fantástica y casi terrorífica, como si viniera del más allá tras unos ojos líquidos: “España es un concepto discutido y discutible…”), se empieza a revelar que no era tan rica la acepción pues ahora de lo que se trata es, mayormente, de criminales. De chorizo a criminal, a pesar de la concreción, hay un salto cualitativo por el que parece que los jueces despiertan, igual que temporeros golpeados por sus abusivos capataces, como si la criminalidad fuese la primavera y el choriceo el invierno judicial.
Se vive en un invierno permanente. Un mundo devastado por dentro como si todos esos árboles que se derrumban calcinados en ‘La carretera’ de McCarthy hubieran estado derrumbándose durante décadas en silencio mientras España iba bien, según afirmaba Aznar de viva voz y según se interpretaba por las formas de los demás presidentes, esas como la del andar de Obama al que sólo le falta un movimiento de cadera para ser considerado baile, que algunos a estas alturas podrían considerar insulto. En estos últimos meses se asiste a una suerte de reaparición de la primavera en la que los jueces, como si fuesen osos, han salido de sus cuevas y se han adentrado en las corrientes para sacar truchas a zarpazos, descubriendo que entre ellas nadan toda clase de monstruos de río como ese ya tristemente célebre de la barba blanca y el corpachón de Hemingway cuyo hábitat son las marisquerías.
Hay tal número de operaciones en curso que a uno a veces le da la impresión de estar recorriendo un hospital de campaña (escuchando gritos y quejidos, desde los de Urdangarin hasta los de la Pantoja) igual que si en cada una de ellas se pretendiera dar una lección de anatomía como la que pintó Rembrandt. El doctor Nicolaes Tulp pinzando los nervios del cadáver mientras el pueblo observa atónito una demostración que en la mayoría de las ocasiones anteriores dio como resultado una generación de carniceros a los ojos de los pacientes.
Que la primavera haya llegado a los tribunales no hace sino introducir al personal en la época de la criminalidad, superada la del pelotazo, que, a pesar de la espectacularidad de su arranque entre madejas, enredaderas y guerras púnicas, no parece más que un lavado de cara como cuando a los petit suisse empezaron a llamarlos danoninos. Una inauguración por todo lo medio, tirando a lo bajo, en la que van desfilando, para que se vea movimiento, algunos pobres diablos (bien ricos) del guateque de la democracia que acuden señalados (de chorizos a criminales) a una fiesta flower power.