En una de sus crónicas más conocidas, “Dame el tuyo, toma el mío (Aventuras en un club de intercambio de parejas)”, la escritora peruana Gabriela Wiener relata su primera experiencia en un club de swingers de Barcelona, ciudad en la que reside desde hace varios años. Weiner cuenta que al traspasar la entrada del club ella y su marido no se consideraban precisamente retrógrados por lo que respecta a relaciones sexuales. Durante sus cinco años de relación habían llevando a cabo ya varios tríos (con otra mujer) y creían que la visita al club de swingers podía suponer un paso más en su experimentación sexual. Sin embargo, esa primera visita a un club de ese tipo va a concluir sin culminar un auténtico intercambio de parejas más allá de unos manoseos con desconocidos que ni siquiera llegaron a convertirse en preliminares. Un ejemplo de cómo la realidad puede generarnos, con su ocasional vulgaridad y falta de atractivo, un rechazo visceral que sustituye de inmediato al deseo que sentíamos segundos antes, basado en proyecciones mentales de una realidad inexistente.
Las grandes potencias mundiales, en cuestión de relaciones con otros países –y mucho más en sus relaciones con otras potencias-, muestran también ciertas reticencias a la hora de intercambiarse sus parejas de baile (un eufemismo). “Si él se enamora de otra o se fascina por alguien, me pongo celosa. Los celos para él pasan por el sexo: si otro hombre me toca, le rompe la cara”, dice Weiner en un momento de su crónica. Algo parecido podrían decir Estados Unidos o Europa sobre las promiscuas relaciones extraconyugales que desde hace unos años mantienen casi todos los países africanos con China, su nueva y bella pareja de baile. En ocasiones, la respuesta de Estados Unidos y Europa ante las evoluciones de China en África no ha pasado de un ataque de celos civilizado y diplomático (por usar la distinción de Wiener: más femenino). En otros casos (como con la independencia de Sudán del Sur, por ejemplo), la respuesta de las potencia occidentelaes ha supuesto lo más parecido a un acto unilateral -testosterona mediante- llevado a cabo con toda la intención de causar un serio daño.
En los últimos meses se han publicado en España dos libros que permiten comprender un poco mejor la expansión de China en África y también –aunque en menor medida- las respuestas estadounidense y europea ante esos avances de la potencia asiática en su histórico lecho matrimonial.
En La silenciosa conquista china (Ed. Planeta, 2011) los periodistas españoles, residentes en China, Juan Pablo Cardenal y Heriberto Aráujo narran los viajes que realizaron durante dos años para levantar acta de la expansión económica china en veinticinco países en desarrollo. Actualmente, las empresas chinas operan negocios en lugares tan distantes y dispares como el desierto de Turkmenistán y la selva del Amazonas. Los periodistas españoles visitan un gran número de países africanos, quizá el continente en el que la expansión china es más amplia y manifiesta.
La imagen de portada del libro es casi una metáfora de la presencia china en el continente descrita por los autores: un chino en actitud relajada aparece junto a un trabajador africano cargado con un saco al hombro. Dado el carácter público de la mayoría de las empresas chinas que cuentan con negocios en el exterior, esa expansión no se interpreta únicamente en su sentido económico: su carácter político, suele criticarse, es todavía más manifiesto que en el caso de las empresas occidentales, de capital privado. Algo, por otra, no del todo exacto, ya que la intervención política de China en África ha sido hasta la fecha mínima, si la comparamos con la histórica intervención occidental. Otro tema es que las empresas chinas no se ruboricen a la hora de firmar contratos con regímenes dictatoriales o quasi dictatoriales, un pragmatismo que por otra parte llevan practicando las multinacionales y los países occidentales desde mediados del siglo pasado.
Araújo y Cardenal dan testimonio de un panorama desolador. Las empresas chinas no cumplen en casi ningún caso con unos mínimos estándares medioambientales y a la mano de obra local que contratan le ofrecen unas condiciones de trabajo y de seguridad laboral casi medievales. Esto ha provocado que los habitantes de muchos países africanos observen con recelo las ventajas que sus gobiernos han ofrecido a los inversores chinos y la permisividad que muestran frente a sus abusos laborales. Prácticas de colonialismo posmoderno que resultan bien conocidas
Para Araújo y Cardenal, China no ofrece a los países africanos con sus inversiones un modelo de desarrollo sostenido alternativo al ofrecido por los países occidentales. De hecho, dicen, en muchos aspectos el modelo chino es mucho peor, puesto que China no impone a cambio de sus inversiones ni siquiera una tímida condicionalidad en materia de derechos humanos, como sí hacen los socios europeos y estadounidense. La única condicionalidad que China exige a sus socios comerciales es el no reconocimiento de la soberanía de Taiwán. Por otra parte, la balanza comercial entre los países africanos y África suele limitarse a un intercambio de materias primas por unas infraestructuras que por lo general: 1) benefician sobre todo al régimen de turno y muy poco a la población local, como ocurre con la plaga de estadios de fútbol construidos por los chinos en África para mayor gloria de dictadores de diverso pelaje, y 2) benefician al mismo tiempo sus propios, ya que suelen construir infraestructuras que les permitan sacar del país esas materias primas y que no siempre son las infraestructuras prioritarias para esos estados.
El libro, que va ya por su tercera edición, es ejemplar por al menos dos motivos: se trata de un libro de periodismo de altísima calidad, que además puede leerse como un libro de viajes con el interés añadido de aportar una ingente cantidad de información que en ningún momento abruma y porque demuestra que un libro semejante puede alcanzar unas ventas destacadas en España, país que no suele mirar demasiado más allá de sus fronteras por lo que respecta a la información internacional.
Muchos africanistas, sin embargo, no se muestran tan categóricos a la hora de rechazar como absolutamente negativa la expansión china en su continente. Hace unos meses, por ejemplo, el profesor Fantu Cheru explicaba en una charla que ofreció en La Casa Encendida de Madrid que, en su opinión, aún es pronto para valorar el impacto real que tendrá la expansión de China en el desarrollo de los países africanos a medio y largo plazo, aunque resulte innegable que hay algunos indicios de que el país asiático no es ni mucho menos el actor beneficioso que dice ser. Además, como recordaba Cheru, no conviene olvidar que los nuevos actores internacionales con fuerte presencia en el continente -incluía también a India- aterrizaron en África tras más de un siglo de presencia europea y estadounidense –colonial y poscolonial- que no consiguió ofrecer al continente un modelo de desarrollo sostenible. Más bien al contrario. En muchos casos, los países occidentales se limitaron a un expolio metódico de las reservas naturales y del capital humano de África. Por no hablar de los brutales programas de ajuste estructural (PAEs) de los años 80 ni del posterior -y vigente- enfoque de la cuestión africana como una relación basada en paquetes de ayuda, ambas políticas sometidas a una altísima condicionalidad que, además de paternalista, se ha demostrado ineficaz
La opinión de Cheru es compartida en líneas generales por Adams Bodormo, director del Programa de Estudios Africanos de la Universidad de Hong Kong. A finales del pasado año, la editorial Libros de La Catarata publicó en nuestro país su libro La globalización de las inversiones en China.
En su libro, Bodorno analiza el papel que ha jugado la Inversión Extranjera Directa (IED) en el desarrollo del continente africano y el papel que debería jugar a la hora de conseguir un auténtico progreso económico, político y social.
En teoría, la Inversión Extranjera Directa es uno de los elementos más beneficiosos con los que puede contar un país a la hora de desarrollarse “siempre que se gestione adecuadamente”, aclara Bodorno. El académico utiliza la definición de inversión extranjera directa utilizada por la OCDE, que exige a la IED para considerarla como tal una voluntad de permanencia en el país en el país al que accede. Es decir, no estamos hablando de inversiones fugaces de carácter puramente especulativo.
El autor explica también que la IED, para desplegar todos sus efectos beneficiosos en el país receptor, ha de alcanzar una pluralidad de sectores productivos sin por ello anular las industrias nacientes de los países receptores de esa inversión. Además, tendría que ser una condición sine qua non que el Gobierno local disponga de la potestad suficiente para regular los flujos de inversión teniendo en cuenta las necesidades de su economía, sus fortalezas y debilidades. Una de las debilidades más obvias de los estados africanos es su escasa recaudación fiscal. Conseguir que las inversores extranjeros se comprometan a pagar unos impuestos civilizados por los beneficios obtenidos sería uno de los primeros retos, junto al establecimiento de controles que impida la sangría que supone la fuga de capitales, en gran parte llevada a cabo por los mismos dirigentes africanos.
Hasta la fecha, ni la IED occidental ni la china se han llevado a cabo teniendo en cuenta estas premisas. Los inversores de esa potencias tampoco han permitido casi ningún tipo de transferencia de tecnología ni de know-how. En el caso de China, además, nos encontramos con grandes contingentes de expatriados chinos que se desplazan a los países receptores de la inversión. Se contrata únicamente la mano de obra local imprescindible, y siempre para el desempeño de las funciones menos gratas y peor retribuidas.
Un aspecto que destaca Bodorno, y en el que coincide con otros muchos expertos en desarrollo, es que los países más pobres nunca encauzarán su desarrollo de un modo permanente si la IED propicia una relación de dependencia económica excesiva entre el país receptor y el país emisor de IED. En el caso de los países africanos, se deberían potenciar los intercambios comerciales entre países vecinos, sorprendentemente bajos a día de hoy. La Unión Europea es un buen ejemplo de lo beneficiosos que resultan los intercambios comerciales intrarregionales: un porcentaje mayoritario de los bienes y servicios que se generan en Europa se intercambian en el mercado intracomunitario. África cuenta con un mercado potencial de 1.000 millones de habitantes. Adolece, sin embargo, de la falta de una red de infraestructuras que interconecte los países. Muchos africanos suelen ejemplificar el aislamiento de sus países explicando que resulta mucho más eficiente –teniendo en cuenta el factor tiempo- viajar de una capital africana a otra, distantes en ocasiones unos pocos cientos de kilómetros, vía París o Ámsterdam que hacerlo por vía terrestre (los puentes aéreos directos entre muchas capitales africanas son inexistentes).
Tras estudiar la historia de la inversión occidental en África, Bodorno se muestra partidario de la actividad inversora de China en el continente. O, al menos, no se muestra del todo contrario. Pide tiempo para juzgar adecuadamente su impacto real sin dejar de señalar que, por descontado, se han de producir mejoras. Muchas. Al fin y al cabo, China no deja de ser un país en vías de desarrollo por más que sea la segunda economía mundial. Teniendo esto en cuenta, parece poco realista pedirle -como suele hacerse desde occidente- que cumpla con regulaciones laborales y medioambientales que ni siquiera se respetan en China. Las empresas occidentales no cumplen tampoco esas regulaciones a pesar de que en sus países, por lo general, sí que se ven obligadas a hacerlo.
Como aspecto negativo de la inversión china, Bodorno nos recuerda que el hecho de que el país asiático obtenga del continente africano más de un tercio de su consumo anual de petróleo ha motivado que sus inversiones no se hayan diversificado todo lo que sería deseable. Algo que se puede predicar también de toda la inversión extranjera que entra en África, tanto la proveniente de los países occidentales como de otros inversores con intereses en el continente (India, Indonesia, Brasil, etcétera).
El autor afirma con una rotundidad contagiosa que las inversiones extranjeras en África –sean chinas, europeas, indias o estadounidenses- deberían desligarse de la política. Sobre todo porque, como también señala, la excusa de que con ciertos regímenes no se deben hacer negocios ha servido, en demasiadas ocasiones, para propiciar una injerencia intolerable en la política de varios países del continente. Además, todos los países occidentales inversores en África han tratado con régimenes brutales, absurdos y, sobre todo, muy perjudiciales para las sociedades de los países que gobernaban. En ocasiones han llegado a imponer regímenes a través del patrocinio de golpes de estado y tolerado tropelías varias a cambio de asegurarse ciertos contratos extractivos.
Desde hace unos años, tanto Europa como Estados Unidos han asumido que China está en África para quedarse y que resulta muy difícil competir con su atractivo. Por eso, han procurado establecer marcos de negociación trilateral que incluyeran tanto a China como a los países africanos afirmando que esa estrategia comportaría beneficios para todos (WIN-WIN-WIN, dicen ellos). Bodorno califica esta iniciativa de contraproducente para los intereses de los países africanos. La debilidad de muchos Estados africanos podría provocar que las superpotencias pactasen entre sí sin tener en cuenta los intereses de los africanos. En su opinión, los países africanos obtendrán más beneficios si negocian por separado con todas las potencias interesadas en obtener beneficios de su presencia en el continente. Sobre todo, si como ya explicábamos antes, se consiguen dinamizar bloques económicos dentro del continente que generen un fuerte poder de negociación.
En otras palabras, uno de los elementos más interesantes de la presencia china en África con vistas al futuro sería, para el académico africano, ese cambio en la actitud de Europa y Estados Unidos motivado, básicamente, por los celos frente a China. Y, según Bodorno, África debería bailar con todos sus pretendientes (de nuevo, un eufemismo) sin comprometerse con ninguno.
El camino no será fácil. La mayoría de los países africanos están en manos de sátrapas de diverso pelaje –legitimados o no por elecciones fraudulentas- que tienen una concepción de la razón de Estado patrimonialista: el estado de sus patrimonios personales es su única razón. La propuesta de Bodorno de permitir que las inversiones desplieguen sus efectos beneficiosos económicamente y, a partir de esos cambios, también políticamente, de momento, no parece viable. Aunque también es cierto que hay países africanos que se están desempeñando mejor que otros por lo que respecta al aumento de la clase media, sobre todo en las capitales.
Tampoco está claro que los Gobiernos africanos puedan, en muchos casos, aplicar la estrategia de tratar a todos los inversores con mano firme, como propone el autor, bailando con quién elijan y sólo cuando así lo deseen. Una de los condicionantes más fuertes con los que se enfrentan los gobiernos africanos a la hora de ejercer su soberanía tiene que ver con la deuda externa contraída, sobre todo, con las instituciones financieras internacionales. Respecto a China, el margen de maniobra es también limitado, ya que las empresas chinas ofrecen unas condiciones tan ventajosas para los gobernantes -su proverbial no injerencia, los sobornos, las obras públicas faraónicas- que pocos Gobiernos están en disposición de rechazar, lo que no significa que sean los contratos que esos países necesitan.
Además, y volviendo a la crónica de Wiener, la promiscuidad extrema puede desorientar incluso al más liberal: “Rebobino la película y vuelvo a viajar por un instante a ese mundo de intercambios sexuales. Veo a los desposeídos del placer siendo objeto de las multinacionales y sus tentáculos, pretendidos alquimistas del sexo que convierten lo banal en oro, que ofrecen paraísos artificiales, falsas fuentes de la eterna juventud y otros paliativos contra la infelicidad. Veo matrimonios al borde de la debacle, mujeres frígidas, adultos mayores, fármaco-dependientes, cocainómanos en última fase, buenos católicos, despojados del Viagra, eyaculadores precoces, micropenes, dictadores, impotentes, presidentes del mundo libre, clase trabajadora en general, swingers con los días contados viviendo la extinción del deseo como un infernal viaje hacia la desesperación”.
Siendo realistas -es decir, pesimistas- sin dejar de ser metafóricos (ni un tanto pretenciosos) podríamos decir que la enumeración de Wiener sobre el mundo swinger puede aplicarse al nuevo reparto de actores geopolíticos y económicos con intereses en el continente africano. Falta saber si éstos continuarán interpretando la misma tragicomedia -con tendencia al drama excesivo- que lleva en cartel ya más de un siglo, representándose cada maldito día, temporada tras temporada.