Lo que ofrezco a los lectores es solo una breve y personal incursión en algunos de los magistrales cuentos de Julio Ramón Ribeyro, una experiencia de lectura, pero lo hago desde mi fondo de almario, donde guardo el poso de las palabras que han pasado al tuétano de mis huesos.
En los diez preceptos que Ribeyro enumera “al azar” para el cuento, elijo tres como preámbulo de esta lectura: “El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que el lector a su vez pueda contarlo”. Se cumple en todos sus relatos, si no, yo no estaría aquí, en esta página aérea; desde ella podría, desde luego, contar los de mi pequeña y personal antología, pero solo voy a sobrevolarlos.
“En el cuento no debe haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada palabra es absolutamente imprescindible”. Por tanto, mi lectura no deja de ser una traición, porque cada persona tiene que leer enteros todos los relatos. ¿Qué hago? Pues me acojo a la licencia que Ribeyro da de transgredir su decálogo y le añado una coda: todo lector puede usar sus propias palabras para contar los cuentos o, mejor aún, puede invitar a leerlos picoteando aquí y allá de sus manjares o iluminando algunas de sus joyas.
Y, por último, el tercero –que es el sexto del decálogo: “El cuento debe solo mostrar, no enseñar. De otro modo sería una moraleja”. Aunque… al mostrar, el lector encuentra, y a menudo en el hallazgo ve algo de sí, y en el “conócete a ti mismo” está no una enseñanza, sino toda la filosofía de vida.
El comienzo de mi camino. ‘Al pie del acantilado’
Empiezo mi lectura sin decir nada, con los ojos en las líneas que tengo delante:
“Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados. Véanla cómo crece en el arenal, sobre el canto rodado, en las acequias sin riego, en el desmonte, alrededor de los muladares. Ella no pide favores a nadie, pide tan solo un pedazo de espacio para sobrevivir. No le dan tregua el sol ni la sal de los vientos del mar, la pisan los hombres y los tractores, pero la higuerilla sigue creciendo, propagándose, alimentándose de piedras y de basura. Por eso digo que somos como la higuerilla, nosotros, la gente del pueblo. Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir”.
Y después de descubrir esa higuerilla como comparación de un “nosotros”, que enseguida vemos que se llena y limita en “la gente del pueblo”, oímos la voz del personaje del relato que sigue utilizando el “nosotros”, pero cuenta ya cosas desde el hallazgo de una precisa higuerilla en un espacio real, no ya como elemento retórico: “Nosotros la encontramos al fondo del barranco, en los viejos baños de Magdalena”.
Allí van a levantar su morada después de huir de la ciudad “como bandidos porque los escribanos y los policías nos habían echado de quinta en quinta y de corralón en corralón”.
Va a empezar el trabajo de ese hombre, Leandro, junto a sus dos hijos, Pepe y Toribio, para construir su casa en el lugar que les señaló la higuerilla con su presencia: “Nadie nos ayudó. Nadie nos dio jamás un mendrugo ni se lo pedimos tampoco a nadie. Pero al año ya teníamos nuestra casa en el fondo del barranco y ya no nos importaba que allá arriba la ciudad fuera creciendo y se llenara de palacios y de policías. Nosotros habíamos echado raíces sobre la sal”.
Comienza entonces la cadena de sucesos que va contando él con esa palabra precisa y hermosa porque el escritor le cede su lengua para que lo haga, y de esa forma es mucho más eficaz para que nos vayamos metiendo en su piel, en su lucha, en su dolor.
Primero la grieta en el barranco que anuncia su derrumbe sobre la casa: “nos enterrará como a cucarachas”. Para taparla, el contrafuerte con madera y fierro. Las antiguas cabinas de baño ocultas bajo las piedras les da la madera, y el fierro lo arrancan de los viejos remolcadores que las construyeron, que estaba escondido bajo el agua como un arrecife.
Llegan a su casa perros vagabundos y pobres, por el olor a comida o “simplemente porque los perros, como muchas personas, necesitan de un amo para poder vivir”. Y en esos días llegó también “el hombre que llevaba su tienda en un costal”. Es Samuel, y en el costal tiene una serie de herramientas para arreglarlo todo, desde zapatos a cerraduras o anzuelos. Se queda con ellos y nunca pide nada. Luego vienen los bañistas y el pequeño negocio, pero para que prospere hay que limpiar la playa.
Tenemos ya a todos los personajes, y ahora empieza la terrible pérdida. Primero Pepe, su hijo, tributo que les exige el mar, por esos hierros que le arrancan: “El mar da, el mar también quita”.
Su “Yo no quise verlo” me lleva al grito de Federico García Lorca en ‘La sangre derramada’: “¡Que no quiero verla!”. No es la sangre del amigo torero, sino el cuerpo ahogado del hijo: “Perder un hijo que trabaja es como perder una pierna o como perder un ala para un pájaro”.
No tiene más remedio que seguir, “hay épocas en las cuales es más difícil vivir, eso es todo”. Nos está regalando no sé si consuelo, pero sí ánimos para seguir adelante pase lo que pase.
Empieza a llegar gentes que construyen casas en la parte alta del barranco con cartón, latas, piedras, cañas…
“Pasa un año más, es de nuevo agosto y, como siempre, los niños hacen volar las cometas:
Yo siempre he mirado este juego con un poco de pena porque en cualquier momento el hilo puede romperse y la cometa, la linda cometa de colores y de larga cola, se enreda en los alambres de la luz o se pierde en las azoteas. Toribio era así: yo lo tenía sujeto apenas por un hilo y sentía que se alejaba de mí, que se perdía”.
Las comparaciones abren espacios visuales en el estremecedor, pero sereno, relato; las cometas se tiñen de sentimiento también para nosotros en ese momento, y quizás permanecerá unido a ellas para siempre: es el poder sugestivo y enriquecedor de la buena literatura.
Toribio aprende de Samuel, que también le enseña a leer. Las palabras broncas –¡tantas decimos!– alejan a padre e hijo, que se pasa días en la ciudad. Vuelve solamente por la Delia, la hija del sastre.
Leandro se queda solo. Aprende de la soledad: a conocer sus manos o a mirar las formas del crepúsculo: “Esos crepúsculos del verano, sobre todo, eran para mí una fiesta. A fuerza de mirarlos pude adivinar su suerte. Pude saber qué color seguiría a otro o en qué punto del cielo terminaría por ennegrecerse una nube”. Las palabras son refugio para el lector, que avanza estremecido por la desdicha solitaria de ese hombre. Le queda aún mucho dolor, y lo intuimos, como si miráramos su crepúsculo.
Los policías se llevan a Samuel; su pasado reaparece y mejor callarlo. “El perro alemán, que siempre había vivido a su lado, bajó a mi casa y anduvo aullando por la playa. Yo acariciaba su lomo espeso y comprendía su pena y le añadía la mía. Porque todo se iba de mí, todo”.
Solo aparecen como cuervos los escribanos, los policías y las máquinas. Echarán abajo todas las viviendas. Primero las de arriba, fue inútil contratar a un abogado. Al final, la suya.
“Me fui de madrugada para no ver lo que pasaba. Me fui cargando todo lo que pude, hacia Miraflores, seguido por mis perros, siempre por la playa, porque yo no quería separarme del mar. Andaba a la deriva, mirando un rato las olas, otro rato el barranco, cansado de la vida, en verdad, cansado de todo, mientras iba amaneciendo”.
Es una pintura hecha de palabras que se adentra en el alma. Nada puede añadirse a ellas.
Y llega la esperanza. Amanece. Va en su busca Toribio, con la Delia, embarazada. Caminan los tres por la playa. Todo parece seco, abandonado, pero de pronto, el joven, que iba delante, grita: “¡Mira! ¡Una higuerilla!”. Porque sí, contra el acantilado, crecía una higuerilla. Leandro la mira largo rato con sus ojos llenos de nubes y, por fin:
“—¡Aquí! –le dije a Toribio– ¡Alcánzame la barreta!
Y escarbando entre las piedras, hundimos el primer cuartón de nuestra nueva vivienda.
Tomamos aire, y una sonrisa triste asoma a nuestros labios. Hay que seguir. Todo vuelve a empezar, Sísifo sube otra vez la piedra, pero esta vez no va solo”.
La historia de ese yo, tan pobre, tan desgraciado, con esas palabras tan hermosas que le ha dado su creador para que tenga lengua para contarla, se nos queda dentro. Pasará tiempo, se borrarán detalles, pero la higuerilla allá estará, contra el acantilado, entre las conchas blancas.
Suceda lo que suceda, siempre hay que buscar una higuerilla y luego hundir la barreta en la piedra.
El camino sigue, pero se traga las palabras
Me adentro ahora en Los gallinazos sin plumas. Camino sin pausa, sin aliento, casi borradas las líneas de las páginas por las lágrimas, por el espanto. Pero no puedo contar nada. Es demasiado el dolor.
Abro luego el periódico y veo a unos niños –hoy en Gaza, mañana no se sabe– buscando comida en el vertedero. Son otros gallinazos sin plumas, ¿por qué tanta injusticia?, ¡tanta crueldad!
Un remanso para la ironía y cierta ternura, con unas explicaciones y una dirección equivocada
Explicaciones a un cabo de servicio es un monólogo de Pablo Saldaña, dirigido a un interlocutor que nada dice, una autoridad –como él lo califica–, un cabo de servicio, mientras caminan desde una picantería en Lince, dejan atrás la avenida Abancayo, la plaza Francisco Pizarro y llegan a la comisaría. En ese momento estalla el estupor e indignación del hombre, porque él iba repitiendo su particular cuento de la lechera –construía castillos en el aire–, que había trazado en compañía de su viejo amigo Simón Barriga, y no se daba cuenta de nada. Así comienza el monólogo:
“Yo tomaba un pisco donde ‘el gordo’ mientras le daba vueltas en la cabeza a un proyecto. Le diré la verdad: tenía en el bolsillo cincuenta soles… Mi mujer no me los quiso dar, pero usted sabe, al fin los aflojó, la muy tonta… Yo le dije: ‘Virginia, esta noche no vuelvo sin haber encontrado trabajo’. Así fue como salí: para buscar un trabajo… pero no cualquier trabajo… eso, no… ¿Usted cree que un hombre de mi condición puede aceptar cualquier trabajo?… Yo tengo cuarenticinco años, amigo, y he corrido mucho…”.
El retrato está ya esbozado. Luego vendrá el encuentro “providencial” con su antiguo compañero de colegio, y el empezar a describir su proyecto: importar camionetas para la repartición de leche. No tiene más soles que los que le dio su mujer, que va gastando en copetines, el almuerzo, las cuatro botellas de vino, y luego en el taxi que les lleva al Patio; será Simón quien dice que invita al café, los piscos, una y otra copa de menta, “Simón estaba generoso”. Y van planificando cómo conseguir el millón de soles que necesitaban, el local sería su casa –“mi mujer y mis cinco hijos irían a dormir al fondo”–, se le ocurre llamar a la sociedad “Fructífera S. A.” y cuenta cómo tiene la gran idea de encargar tarjetas con tal nombre; mientras tanto van ampliando el negocio: una fábrica de cerveza, unos cines… Las tarjetas entusiasman a Simón, que se levanta para llamar por teléfono a su mujer y avisarla de que van a ir a comer. Ya no vuelve, se evapora el amigo, y a Pablo le queda la cuenta de 47 soles, que ya no puede pagar. Y llega entonces en su relato al momento de la aparición de su interlocutor: “En eso pasó usted, ¿recuerda? ¡Fue verdaderamente una suerte! Con las autoridades es fácil entenderse; claro, usted es un hombre instruido, un oficial, sin duda”.
De pronto advierte su situación porque han llegado a su destino: “Pero, ¿qué es esto?, ¿dónde estamos?, ¿ésta no es la comisaría?, ¿qué quieren estos hombres uniformados?”. Y empiezan sus gritos: “¡Suélteme, déjeme el brazo le he dicho! ¿Qué se ha creído usted? ¡Aquí están mis tarjetas! Yo soy Pablo Saldaña, el gerente, el formador de la Sociedad, yo soy un hombre, ¿entiende?, ¡un hombre!”.
No nos queda para él más que una sonrisa irónica, ni tan siquiera la lástima que le tenemos a la fantasiosa lechera, la de las Fábulas en verso castellano de Félix María Samaniego (1781):
“Llevaba en la cabeza
una lechera el cántaro al mercado
con aquella presteza,
aquel aire sencillo, aquel agrado,
que va diciendo a todo el que lo advierte:
‘¡Yo sí que estoy contenta con mi suerte!’”
Los dos están contentos con su suerte: a ella se le cae y rompe el cántaro que tanto producto le iba a dar; a Pablo Saldaña los cincuenta soles que le dio a regañadientes su pobre mujer se convierten en una deuda de cuarenta y siete. En medio construyen ambos castillos en el aire; pero Pablo no es la humilde lechera imaginativa, Pablo es un vago que no puede pagar el colegio de sus hijos, y todos sobreviven gracias a Virginia, su pobre mujer, que ¡vaya usted a saber en qué trabaja!
Convencido de su valía, es un simple que se deja engañar a la primera y no se da cuenta de que el cabo de servicio lo lleva a comisaría. No se merece ni despierta la compasión del lector.
La ternura viene de la Dirección equivocada, a la que llegamos también desde la avenida Abancay y el ómnibus que lleva a Lince.
Ramón es un “detector de deudores contumaces” y tiene como misión encontrar a Fausto López, “cliente nefasto que debía a la firma cuatro mil soles en tinta y papel de imprenta”. Llegará a los barrios populares de Lince, pero en la dirección a la que se dirige, una casa de vecindad, no vive ya Fausto López ni nadie sabe de él más que un hombre que se acuerda vagamente de que sí, de que allí vivió hacía tiempo, pero creía que se había muerto. Tomando un refresco en una pulpería ve entrar a un chiquillo que reparte programas de cine, y lo asocia con el deudor. ¡Acierta! Es su padre, que tiene una imprenta de mano e imprime programas para los cines del barrio. Lo acompañará a su casa, de suburbio en suburbio, cada vez más pobres, y llegan donde las acequias con inmundicias cruzan las calles; el chico le señala la puerta y se marcha para seguir con su reparto por la avenida Arenales.
No se abre la puerta que ha golpeado, pero sí una ventana de madera, “como el marco de un retrato”, y en ella el rostro de una mujer. Y con las preguntas de la mujer, “¿Qué cosa quiere?”, “¿Qué quiere usted”…, y la cercanía de sus ojos, llegan las comparaciones en el relato, que abren espacios impensables, llenos de sugerencias enriquecedoras:
“Los ojos de la mujer no lo abandonaban. Estaba tan cerca de los suyos que Ramón, por primera vez, se vio introducido en el mundo secreto de una persona extraña, contra su voluntad, como si por negligencia hubiera abierto una carta dirigida a otras personas […]. Ramón seguía explorando ese mundo inespacial, presa de una súbita curiosidad, pero no como quien contempla los objetos que están detrás de una vidriera sino como quien trata de reconstruir la leyenda que se oculta detrás de una fecha”.
Ella le dice que su marido no está, que se ha ido de viaje, que vuelva otro día, y ante su voz “cada vez más desfalleciente, Ramón se dio cuenta que ese mundo estaba desierto, que no guardaba otra cosa que una duración dolorosa, una historia marcada por el terror”.
Y le miente, se hace pasar por un vendedor de radios, que ella rechaza y “casi asfixiada” cierra el postigo. Ramón echa a caminar por Lince y en una esquina escribe debajo del nombre de Fausto López “Dirección equivocada”.
Llega el final, uno de esos cierres inesperados y espléndidos con que nos regala a menudo Ribeyro:
“Al hacerlo, sin embargo, tuvo la sospecha de que no procedía así por justicia, ni siquiera por esa virtud sospechosa que se llama caridad, sino simplemente porque aquella mujer era un poco bonita”.
Y la ternura se tiñe de ese mentís desleído que nos lleva a sonreír con cierta melancolía, una mezcla de sentimientos difícil de definir, pero que sanciona la genialidad del escritor.
Un largo remanso en el camino, la búsqueda del sentido: ‘Silvio en el rosedal’
Alfredo Bryce Echenique eligió el nombre del relato como título de su antología (Barcelona, Tusquets editores, 1989), y lo hizo con razón: la búsqueda de Silvio puede ser la nuestra, y también podemos asumir su descubrimiento final.
Así se describe al comienzo del cuento el espacio, la finca donde sucede la acción: “El Rosedal era la hacienda más codiciada del valle del Tarma, no por su extensión, pues apenas llegaba a las quinientas hectáreas, sino por su cercanía al pueblo, su feracidad y su hermosura”.
El azar la pondrá en manos de Silvio a sus cuarenta años y está a punto de renunciar a ella y venderla, ¡menos mal que fue a ver cómo era! Quedó impresionado por su belleza: “Era una serie de conjuntos que surgían unos de otros y se iban desplegando en el espacio con el rigor y la elegancia de una composición musical”. Y él era aficionado a la música.
Su descripción vendrá con el inicio de su conocimiento de la casa, del rosedal, de la huerta, del campo abierto. Ese hombre “sencillo, sano, serio y por añadidura soltero”, como lo ven los tarmeños, sus vecinos, es acogido con sucesivas invitaciones por la decena de familias que poseían las demás tierras. Pero después de un tiempo se recluye en la hermosa soledad del Rosedal. “Así pasaron algunos años”, y lentamente empieza a paladear cierta desazón.
“Una mañana que se afeitaba creyó notar el origen de su malestar. Estaba envejeciendo en una casa baldía, solitario, sin haber hecho realmente nada, aparte de durar. La vida no podía ser esa cosa que se nos imponía y que uno asumía como un arriendo, sin protestar. Pero ¿qué podía ser? En vano miró a su alrededor, buscando un indicio. Todo seguía en su lugar. Y sin embargo debía haber una contraseña, algo que permitiera quebrar la barrera de la rutina y la indolencia y acceder al fin al conocimiento, a la verdadera realidad”.
Escaló un cerro de la hacienda y desde la altura, a lo lejos, vio que la hacienda tenía la forma de triángulo, y en el rosedal observó círculos y rectángulos, ¡había un orden en el dibujo! Será luego su atalaya la torrecilla del ala central de la casa, desde donde ve que, en efecto, los macizos de rosas formaban una sucesión de figuras. Las copió y descubrió en ellas una clave: “los círculos eran los puntos y los rectángulos las rayas”. Llegaría a ella gracias al alfabeto Morse: formaba la palabra RES, o al revés SER. La búsqueda continúa en pos del sentido, porque ni “cosa” ni “ser” ni “nada” ni pensar en que la palabra era una sigla le llevó a parte alguna. “Sin duda se había embarcado en un viaje sin destino”. La meta era solo la incongruencia.
No prosigue con la búsqueda del sentido del dibujo del rosedal, lo deja como enigma, y “durante meses se abandonó a ese simulacro de felicidad que es la rutina”; pero el vacío de su existencia no desaparece y, tras las pequeñas acciones diarias acostumbradas, aguarda ansioso “que llegaran las sombras y acarrearan para siempre los escombros del día malgastado.
“Seguía preguntándose para qué demonios había venido al mundo”. Llegó a contestarse a la pregunta de lo que habría querido ser al acordarse del violín que había tocado de niño: su anhelo había sido llegar a ser un gran violinista. Lo desenterró, empezó con sus ejercicios, tomó clases del oscuro violinista del pueblo y así cumplió el sueño de este: “tocar alguna vez el concierto para dos violines de Juan Sebastián Bach”. Su concierto ante los notables de Tarma fue un fracaso, y el violín volvió al fondo del armario.
Un día lee “una página diferente” que acabará con su rutina: la carta que le llega desde Italia con la petición de su prima Rosa, en la miseria por la muerte de su padre, y con una hija menor, de que las acoja en la hacienda. A los tres meses llegarán las dos, y Silvio se queda deslumbrado ante la belleza de Roxana, su sobrina de quince años. Rosa se dedica a organizar la hacienda mientras Silvio vive una época de deslumbramiento ante la hermosura de la muchacha y, cuando por las mañanas pasea con su sobrina por la huerta, ingresa “al dominio de lo inefable”. Pero “ese período de beatitud empezó en un momento a enmohecerse”, porque Roxana se aburre con sus historias, en sus paseos.
Rosa, que ya había puesto en orden la hacienda, decide que su hija tenía que frecuentar el mundo que la rodeaba. En un mes sería la feria de santa Ana y Roxana cumpliría dieciséis años, ¡qué mejor que organizar una gran fiesta! Silvio se puso a ello con todos sus ánimos y fuerzas.
Quinientas personas llegaron al Rosedal, y casi la mitad eran hijos de los hacendados. La belleza de Roxana los dejó a todos boquiabiertos. Aperitivos, orquesta, baile… La joven encontró a su pareja, un apuesto joven agrónomo, heredero de la mejor y más rica hacienda.
Silvio come, bebe, baila. Al oscurecer, poco antes de los fuegos artificiales, se siente triste y cansado. Se retira a los altos de la casa, desde el barandal contempla la fiesta; desalentado, va en busca de su violín y se dirige al minarete. Contempla el rosedal e intenta en vano ver su dibujo –no había bastante luz. Empiezan los haces de luces artificiales en el cielo:
“Luminarias rojas, azules, naranja ascendían alumbrando como nunca el rosedal. Silvio trató otra vez de distinguir los viejos signos, pero no veía sino confusión y desorden, un caprichoso arabesco de tintas, líneas y corolas. En ese jardín no había enigma ni misiva, ni en su vida tampoco”.
Cesan los fuegos artificiales. Empieza de nuevo el baile.
La noche era espléndida. “Levantando su violín lo encajó contra su mandíbula y empezó a tocar para nadie, en medio del estruendo. Para nadie. Y tuvo la certeza de que nunca lo había hecho mejor”.
Don Quijote empezó su aventura inmortal a los cincuenta años, quizás Silvio también: tenía su misma edad. Al menos una lectora no olvidará ya nunca esa melodía tan bella dirigida a nadie: ha aprendido el camino hacia la propia música después del desaliento, porque igual sí tiene algún oyente desconocido como lo ha tenido Silvio.
Podría ser ese el final de mi paseo porque el violín está guardado esta vez en el fondo del alma. Pero voy a continuar porque me aguardan el azar y el absurdo que le da sentido.
El azar da la mano al absurdo: Desde ‘La insignia’ a ‘Las laceraciones de Pierluca’
Un objeto brillante se cruza en el camino del protagonista de La insignia: una menuda insignia de plata, con unos signos incomprensibles en ese momento para él. Se queda un tiempo en el bolsillo de un traje con poco uso hasta que el dependiente de la lavandería adonde lo ha llevado se la entrega guardada en una cajita. El “rescate inesperado” le lleva a ponérsela, y empieza entonces “el encadenamiento de sucesos extraños”. Primero en una librería de viejo, donde el librero, Martín, le dice que tiene libros de Feifer –autor desconocido para él– y añade que estuvo en Pilsen y lo mataron en la estación de Praga; luego en una plaza de los suburbios un hombre menudo le entrega una tarjeta con una dirección y una cita: “Segunda sesión: martes 4”. Irá y en ella se introduce ya en el círculo.
No sabe de qué va la conferencia, pero alaba al disertante, y este le pregunta su referencia; él se remite a la librería de la calle Amargura y a la historia de Feifer y recibe el primer encargo absurdo: “Tráigame en la próxima semana una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38”. Es el primero de la serie, él los lleva a cabo todos –a cual más extraño– y gana consideración. Al año lo ascienden de grado y poco a poco ocupa toda serie de puestos en la organización; pero sigue desconcertado y sin saber nada: “no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños”. A los tres años lo envían al extranjero, todo se le resuelve sin que él tenga que aportar ni dinero ni conocimientos de la misteriosa organización. Sigue narrando:
“Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales de nuestra agrupación y vi cómo se extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.
Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios…”.
Y a pesar de todo, sigue como al principio: sin saber nada. Si alguien le preguntara, no sabría que contestarle. Le dejo a él las últimas palabras: “A lo más me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala”.
¿No serán imitadores de ese yo que nos cuenta la historia de su insignia muchos políticos de todo el mundo? Al menos dan a veces la impresión de que han logrado formar parte de esa misteriosa organización. Y si pudiéramos verlos de cerca, quizás podríamos distinguir en su traje una insignia atravesada por unos extraños signos.
En julio de este 2024 me llegaron los últimos cinco cuentos de Julio Ramón Ribeyro publicados en su barrio de Miraflores (Lima, Alfaguara, 2024). Uno de ellos, La celada, me ofreció el misterio sin resolver gracias a una jugada de ajedrez, la respuesta clásica al comienzo de la apertura española, la Ruy López, 4R: C3D. Luego me fui a leer otro de los relatos: Las laceraciones de Pierluca.
Una persona está nadando y llega a pocos metros de la playa del puerto, ¿de qué puerto? Llega a la arena, camina por ella “esquivando las barcas de los pescadores, hacia el bar Pato Blanco”. Es Pierluca porque así le llama el dueño del bar. “Del muelle salía en ese momento el barquito que iba todas las mañanas a Cadaqués”. ¡Está cerca de Cadaqués, en la Costa Brava! Y enseguida le cuenta a don Pedro, que le trae el vaso de cerveza –la cañita que ha pedido–, que viene nadando desde Grifeu.
Miro mi solapa por si llevo ya la insignia. ¡No! ¡Sigo leyendo! A Cadaqués y a Grifeu se les suma el nombre del puerto de pescadores: Llansá. Y poco después sabremos que el coche –el carro– de Max, amigo de Pierluca y como él escultor, está en un garaje de Figueras porque quedó hecho una piltrafa al chocar la noche anterior.
No puedo hablarles de las esculturas de Pierluca, sus “laceraciones”, porque mi yo de lectora con sus recuerdos tapa lo que estoy leyendo. Les cuento: yo nací en Figueras, conozco muy bien Llansá, en mi juventud nadé muchas veces en Grifeu… Me quedo sin aliento. Me acuerdo entonces de Ridder y el pisapapeles y voy a ese cuento de los setenta –París, 1971– para intentar entender.
El protagonista cuenta cómo para ver a Charles Ridder tuvo que atravesar toda Bélgica en tren, fue con madame Ana a Blanken, un pueblecito cerca de la frontera francesa. Mientras caminan hacia la casa de campo, recuerdan los dos cómo él había agarrado al azar un libro de Ridder en la biblioteca de ella, era de Ridder y no lo dejó hasta terminarlo; después no quiso leer más que al escritor. Sus novelas intemporales transcurrían “en un país sin nombre ni fronteras”, y sus personajes eran “hombres corpulentos, charlatanes y tragones”. “Carecían de toda elegancia esas obras, pero eran coloreadas, violentas, impúdicas, tenían la fuerza de un puño de labriego haciendo trizas un terrón de arcilla”.
Madame Ana le reveló que Ridder era su padrino, y por eso se dirigían ahora a su casa de campo. Al ver a lo lejos “el mar plomizo y agitado”, a él le pareció que era “una interpolación del paisaje” de su país, de Perú: “Cosa extraña, eran quizá las dunas, la hierba ahogada por la arena y la tenacidad con que las olas barrían esa costa seca”.
El novelista vive totalmente retirado, una vieja les abre la puerta de la casa y les lleva a la sala-escritorio donde él les recibe sentado en un sillón, con las piernas cubiertas por una frazada. Es una persona fornida, como los personajes de sus novelas, pero no habla y no muestra el mejor interés por su visitante sin disimular además su aburrimiento. Madame Ana es la que llena el silencio con su cháchara. Almuerzan en el mismo sitio, y la situación tampoco cambia: Ridder solo abre la boca para engullir la comida. Cuenta el protagonista:
“Yo reflexionaba sobre la decepción, sobre la ferocidad que pone la vida en destruir las imágenes más hermosas que nos hacemos de ella. Ridder poseía la talla de sus personajes, pero no su voz, ni su aliento. Ridder era, ahora lo notaba, una estatua hueca”.
Al llegar al postre, el novelista se anima a hablar un poco y cuenta una historia de caza, enredada, incomprensible. Con el café, el aburrimiento se espesa; Ridder cabecea, y el protagonista se levanta, enciende un cigarrillo y da unos pasos por la sala. Y es en ese momento cuando ve el pisapapeles, “cúbico, azul, transparente con las aristas biseladas” en la mesa del novelista:
“Era exacto al pisapapeles que me acompañó desde la infancia hasta mis veinte años, su réplica perfecta. Había sido de mi abuelo, que lo trajo de Europa a fines de siglo, lo legó a mi padre y yo lo heredé junto con libros y papeles. Nunca pude encontrar en Lima uno igual”.
Cuenta cómo una noche en Miraflores lo despierta un concierto de gatos en celo, sale al jardín y, como los gritos no sirven de nada, va en busca de algo para arrojárselo y ve el pisapapeles. Lo lanza contra la buganvilla donde maúllan, y los gatos huyen. Al día siguiente registra palmo a palmo la azotea donde había lanzado el pisapapeles y no encuentra ni rastro de él, ¡perdido para siempre!
Y ahora, en la mesa de Ridder, vuelve a verlo. Lo agarra, lo mira detenidamente, ¡parece el mismo! Y, asombrado, se lo muestra y le pregunta de dónde lo había sacado. Vamos a oír, por fin, su voz hablando con el protagonista y narrador del relato:
“—Yo estaba en el corral, hace de eso unos diez años. Era de noche, había luna, una maravillosa luna de verano. Las gallinas estaban alborotadas. Pensé que era un perro vecino que merodeaba por la casa. Cuando de pronto un objeto cruzó la cerca y cayó a mis pies. Lo recogí. Era el pisapapeles.
—Pero ¿cómo vino a parar aquí?
Ridder sonrió esta vez:
—Usted lo arrojó”.
En este momento puedo ya volver a Las laceraciones de Pierluca porque estoy advertida y vigilante. El relato no está fechado, quizás es contemporáneo de mis recuerdos de juventud. Llego al hotel Berna, donde se aloja Guzmán, ¡lo reconozco! Sigue hoy allí como testigo de que los nombres del relato han sido tomados de la realidad. Y retrocedo, vuelvo al comienzo porque, como he dicho, Pierluca al salir del mar se dirige “hacia el bar Pato Blanco”, donde pedirá una cañita a don Pedro. Yo no recuerdo ningún bar “Pato Blanco”, y en cambio sí veo en el pasado un patio enjalbegado como andaluz, un “Patio Blanco”; recurro a esa ayuda universal que es el buscador Google y me confirma lo que yo recordaba: hay un restaurante “Patio Blanco” en Llansá.
Veo el pisapapeles azul, transparente, en mi mano: toda mi lectura tenía solo ese objetivo: advertir, gracias a mis vivencias juveniles, la errata en ese cuento que Ribeyro no puede corregir. La última laceración de Pierluca forma ya parte de ese paisaje que seguirá siempre conmigo.
Es un texto escrito a partir de la conferencia de clausura que impartió, como lectora invitada, en el Homenaje a Julio Ramón Ribeyro, en la Universidad Complutense de Madrid, el día 15 de octubre de 2024.