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Lecturas irrelevantes en el día del libro

 

Este post en un día del libro… ¡Oh cielos! Si me dio por escribir un texto sin mucho éxito sobre las literaturas indígenas contemporáneas (¿a quién le importa lo que ocurre fuera de Occidente o de lo bendecido por él?), ahora me ha dado por lo irrelevante (pero fundamental).

 

Acontece en la intimidad siempre, a la sombra de focos o de las firmas de libros en ferias y cálidas librerías. Tampoco se confiesa después de hacer acontecido. Como ocurre con el buen sexo –quien realmente lo tiene no lo cuenta- o con las meteduras de pata, no se habla de las lecturas irrelevantes, excepto que se sea un poco irreverente.

 

Alejados de los cánones que tanto gustan por tierras estadounidenses y bien cercanos a la sacrosanta “lectura de retrete” –corta, intensa y precisa-, algunos escritores y escritoras, articulistas o periodistas también alimentan su estilo, su alma o sus vasos… de gotas destiladas en los peores libros, en las revistas más triviales o, en casos de degeneración como el mío, hasta en las instrucciones de un medicamento o la etiqueta de un champú de hotel.

 

Se escribe demasiado y se lee poco y lo que se lee casi nunca es lo que se confiesa. Por supuesto que los escritores beben de las fuentes de la sabiduría, de algunos clásicos, de la magia juguetona de Cortázar o del contraste de milpa de Miguel Ángel Asturias. Pero no nos engañemos… ni todos hemos leído completo El Quijote –me confieso acá en público del pecado originario-, ni en nuestra biblioteca están los nueve volúmenes de la Historia de Herodoto, ni hemos guiado nuestra pluma inspirados por el fantasma de Flaubert o por los sonetos parnasianos de José Eustasio Rivera.

 

Los escritores, al igual que los seres humanos –que también lo son-, gustan de exagerar, de venderse, de mostrar una cara culta destinada a alimentar el perfil de periódicos o una determinada imagen en su círculo social. El marketing de los que escribimos se funda en lo que leemos, o en lo que decimos que leemos, y en cierto histrionismo público. Y es un poco extraño porque, como aseguraba Estanislao Zuleta, “solo se sabe escribir para escritores y sólo el que escribe, realmente lee”. Así que hay una disociación entre el discurso de mercado de los escritores y una realidad: solo se escribe para un círculo bastante reducido. Por tanto, cuando se presume, se hace para la entrevista del periódico o para aumentar el peso de la marca-escritor y no para aquel lector que reclama Nietzsche, aquel que no solo fuera cuidadoso, rumiante, “sino capaz de interpretar, capaz de permitir que el texto lo afecte en su ser mismo, que le hable de aquello que pugna por hacerse reconocer aún a riesgo de transformarlo; un lector que si bien teme morir y nacer en la lectura, se deja encantar por el gusto de esa aventura y de ese peligro”.

 

Como periodista sé que no se puede escribir si el autor o autora no cumple con desmesura dos condiciones: vivir y leer. Vivir, ya saben, no es solo estar vivo, sino devorar la vida, las gentes que nos rodean, los paisajes, los segundos, las melodías, los olores, los cuerpos, las esquinas, las decepciones, los orgasmos, los cataclismos, la lacerante posibilidad de seguir con vida, la inevitable certeza de la muerte. Leer es algo más que acumular páginas recorridas, es viajarlas, gozarlas, exprimirlas, escupirlas a veces cuando son indigestas y, fundamentalmente, interpretarlas. Y uno interpreta su sociedad y su momento en casi todos los soportes de lectura. En las mentirosas vallas publicitarias electorales hay un tratado de demagogia política, en las etiquetas de Bimbo de “100% integral” hay una tesis sobre la sociedad del simulacro. En los textos de las revistas porno encontramos toda una caracterización de la precocidad eyaculatoria intelectual del postmodernismo…

 

No voy a hablar de vivir porque es imposible en la virtualidad del post: para eso hay que hacerse acompañar de ron y música para poder evacuar el tema. Pero si de leer se trata, vamos a ser sinceros y pongamos sobre la mesa las lecturas irrelevantes que llenan los espacios muertos –vivos- de nuestra existencia: revistas de avión, folletos de viajes, revistas de pechos desorbitantes y palabras que ponen en órbita, libros de serie C e, insisto, algunas etiquetas… A mí, lo confieso, todas estas lecturas me han servido de punto inicial de textos o alimento para el estilo, eso tan etéreo como necesario en la alforja de los que vivimos de las palabras. Parafraseando a uno de mis poetas de cabecera, José Manuel Caballero Bonald: “Mi error fue abrir un libro un día”, así que a veces prefiero quedarme con los textos irrelevantes que me ofrecen momentos de esparcimiento. Por ejemplo, en el frasco de insecticida uno puede encontrar la frase “Mata bichos, mata tan rápido que se ven morir”, y de ahí se puede desprender un cuento sobre la necesidad de ver agonizar a nuestras víctimas, sobre la aburrida que es la guerra teledirigida excepto que la tele nos permita ver la muerte en directo –como así acontece-. O leyendo una revista inocua, de las de sala de espera y sentido vacío, aprendo que “las plantas, como elemento vivo, dan carácter a nuestro entorno, ofrecen individualidad a cualquier espacio de nuestro hogar” y yo, inmediatamente, me imagino al pobre cactus al que abandoné emocionalmente hace tiempo ofreciéndome individualidad… No quiero contarles el diálogo que se establece entre ambos.

 

No somos ni tan cultos ni tan constantes. Sí hay gente que sólo ‘consume’ calidad escrita, pero su existencia está alejada de la realidad. Hoy, día mundial del libro, hago esta defensa desapasionada de las lecturas irrelevantes porque, amigos, son tan fundamentales como la mayoría de minutos irrelevantes de su existencia (y de la mía).

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