A mi hermano
Mi cardiólogo me da una de esas noticias que te devuelven cierto entusiasmo por la vida: «Tu corazón es muy fácil de leer». Lo dice mientras analiza en la pantalla de su ordenador los resultados de una prueba que ha registrado la huella de mis latidos durante veinticuatro horas. «Otros corazones son más complejos, enrevesados y están llenos de extrasístoles», dice. «El tuyo se lee muy bien». Yo también miro la pantalla del ordenador y respiro al ver el testimonio gráfico de un hombre que vive y del que me agrada hoy su vida plana, nítida y fácil de leer, sin recovecos. Pero me deja un poco perplejo el diagnóstico. Cómo es posible que mi corazón sea tan legible cuando ni yo mismo sé interpretar muchas veces el escabroso idioma de sus latidos.
Me pregunto entonces por esos «otros corazones más complejos» de los que habla mi cardiólogo. ¿Acaso se trata de corazones malheridos y melancólicos? ¿Corazones que caminan sin rumbo en la bruma de la incertidumbre? ¿Corazones atormentados por un amor imposible que se resisten a olvidar? ¿Esos que como dijo Rubén Darío auscultaron el corazón de la noche y se agitan en derrames de deseos, silencios y penas? El mío podría ser uno de esos corazones, y sin embargo mi cardiólogo me dice que da gusto leerlo. Yo también miro la pantalla del ordenador, afanado en busca de esa claridad. Pero tan solo veo un informe lleno de altibajos tremolantes que me recuerda a un sismógrafo. Un sismógrafo que recogiera los temblores del alma, esos que sobrevienen cuando chocan las placas tectónicas de la memoria y el corazón; la pasión y la razón eternamente en liza.
Y es que el sobresalto, como con los terremotos, tampoco se puede predecir. De repente, se abre en las entrañas de nuestros corazones la falla de la indómita nostalgia, y la sangre volcánica arrastra por todas las coladas nerviosas de nuestro cuerpo la imagen de aquella mirada de ojos de miel y el roce de sus dedos en el cabello crespo que cae por la nuca, y aquellos labios, esa forma que tenían sus labios de pensar las palabras, de mover las palabras, esa forma que tenían sus labios de callar los suspiros, esa forma que tenían sus labios de respirar el acento, esa forma que tenían sus labios de besar las sílabas, solo las sílabas: las sílabas que decían mi nombre y que ya nunca más lo besarán.
Un corazón así en la pantalla del ordenador de mi cardiólogo, ay, sería toda una obra de arte barroca: «compleja, enrevesada, taquicárdica, llena de extrasístoles». Difícil de leer, como un cuadro abstracto de Kandinsky, con arritmias y relámpagos, tropiezos y vahídos, sturm und drang, eclosiones y brochazos rojos al aire. Si los electros de esos corazones sonaran, se escucharía música aleatoria de John Cage: sin ritmo, apelotonada, caótica, abierta, al azar, ruidista.
El mío podría ser uno de esos corazones.
El cardiólogo se pone de pie, me da la mano y me dice que todo está bien y que de todo me olvide. Pero hay corazones de los que uno jamás se podrá olvidar. Hoy mi corazón palpita de más al recordar a otro corazón muy cercano, tan cercano que corría la misma sangre por nuestras venas. Era mayor que yo, y sin embargo, mi corazón ahora ya es más viejo. El suyo se detuvo en un suspiro, una nublada tarde de noviembre. Un contratiempo de hace ya siete años. Hace nada. Hace mucho. Hoy, ayer, mañana. Nunca. Siempre. Qué difícil nos resulta leer el corazón del tiempo.