A principios de su gobierno, Obama organizó una conferencia via internet con los ciudadanos de los Estados Unidos. Recuerdo que uno de los primeros comentarios del presidente, en un tono entre sarcástico y preocupado (el país estaba aún metido de lleno en la crisis financiera), fue la cantidad de solicitudes que le habían llegado pidiendo la legalización de la marihuana.
En las elecciones del 6 de noviembre, dos consultas populares en Washington y en Colorado han legalizado la marihuana para consumo recreativo (Massachusetts también la ha legalizado con fines medicinales, tal como es aceptada en California). ¿Se veía venir?
Pasar por la adolescencia sin haber consumido marihuana siempre fue difícil. Más aún después de que los hippies la hicieran parte de su parafernalia y Bob Marley conquistara al mundo con sus canciones de paz, amor y ganja. Una droga con propiedades relajantes. Si hay gente que toma café para estar más alerta ¿Por qué no dejar que algunos fumen marihuana para estar más relajados?
Drogas: la humanidad siempre ha vivido con ellas. Cada vez que los gobiernos han intentado controlar su consumo, la consecuencia inmediata ha sido el aumento en el precio y la aparición de mafias ¿Por qué no legalizarla?
Siempre dije que no probaba drogas por temor a que me vayan a gustar. En mi adolescencia, el alcohol y la nicotina fueron mis únicas sustancias «recreativas». Las veces en que me ofrecieron marihuana –ese tronchito que iba de mano en mano en las reuniones de la facultad–dije que no. No debido a «sólidos principios familiares» sino por miedo a enviciarme. Alguna noche de juerga en el barrio bohemio de Barranco, también me alcanzaron un recipiente transparente lleno de un polvito blanco. Dije que no. Es verdad que por temor, pero también porque no tenía ni idea de lo que tenía que hacer con eso.
Tal vez porque ninguno de mis padres «se mete» nada –aparte de esas copas de más en Navidad, cuando a las 4 de la mañana mi padre manejaba de regreso a casa sin manos y en zig zag–, o quizá porque la mayor parte de mis compañeros y amigos crecieron del mismo modo, nunca probé la marihuana.
Hasta los 21 años. Entonces, picado por la curiosidad, en un campamento fuera de Lima, le pedí a uno de mis amigos (y profetas del uso moderado del cannabis) que me preparara un troncho perfecto. Tirado en una hamaca, mirando el mar, empecé a fumar. Sólo recuerdo haberme reído de más (lo cual suelo hacer de todos modos, sin necesidad de estar stone).
Luego de aquella experiencia, acepté los tronchos, muy de vez en cuando, más convencido de que aquél era un vicio que yo podía controlar. Sin embargo, tal vez por mi escaso dinero –o por tacañería–, si bien probé hierba (y en España hachís) jamás la compré, ni me volví un fumador.
Entiendo que la marihuana te despierta la creatividad. Mis compañeros de la facultad contaban que el director de cuenta los alentaba a encerrarse con el departamento creativo a fumar marihuana antes de empezar una campaña. Entiendo que para otros la cocaína cumple la misma función. También que son vicios que algunos son capaces de controlar y algunos no. Conozco amigos que fueron adictos, consiguieron dejarlo y viven felices de su decisión; conozco otros que fuman con regularidad y que de vez en cuando empolvan sus narices y no se consideran adictos. Muchos de mis amigos también han llegado a la conclusión de que tomar cierta dosis semanal de alcohol o fumar una cantidad diaria de cigarrillos es parte importante de su personalidad.
Legalizar la marihuana en Washington y en Colorado (o en cualquier otro estado al que se le ocurra el mismo procedimiento); debería venir de la mano con leyes mucho más estrictas acerca de la ilegalidad de conducir. Tendrían que implementarse penas muy severas para el comportamiento inadecuado en espacios públicos. La droga nos desinhibe, nos estimula y nos empuja a hacer todo tipo de idioteces.
La llamada telefónica más estúpida fue la que hice a una chica de la cual estaba muy enamorado. Sin el alcohol haciendo burbujitas en mi cerebro, jamás me hubiera atrevido a decirle lo que dije aquella noche. ¿Si hubiera fumado marihuana hubiera dicho algo más coherente? ¿Ella habría venido corriendo a mi lado? No lo creo. Bueno, me estoy desviando del tema. Malditos recuerdos.
Meses atrás, acompañé a un amigo neoyorquino a comprar su paquetito de marihuana: su dosis semanal. Fue muy sencillo: tocó la puerta, saludó, charló sobre el clima, pagó y recibó un paquetito a cambio. El «dealer» era un dominicano simpático: un miembro muy activo de la comunidad, dedicado a una actividad ilegal.
La marihuana también ha ingresado hace mucho tiempo a la cultura popular. Es común ver en los quioscos de Newyópolis publicaciones orientadas al consumidor de hierba. En televisión, una de las miniseries más interesantes acerca de este tema es la comedia Weeds, donde Elizabeth Perkins protagonizaba (hasta la penúltima temporada) a una guapísima madre de clase media que provee de marihuana a los vecinos del respetable suburbio donde vive; y que se enamora de un capo mexicano que traslada hierba «buena, bonita y barata» por un túnel que cruza la frontera. (Un túnel que no tendría nada que envidiarle a la cómoda ratonera por donde, en 1990, el presidente Alan García dejó que fugaran los presos del grupo terrorista Túpac Amaru (MRTA), incluido su ex compañero de carpeta y líder emerretista: Víctor Polay.)
Ahora se vienen las batallas legales en el Congreso. Los simpatizantes de la propuesta tendrán que lidiar con la contradicción de legalizar el consumo de marihuana en territorios que forman parte de un país que la prohibe.
Si se ganan esas batallas, los amantes de la marihuana tal vez empiecen a cambiar sus destinos de entretenimiento y turismo: desde las permisivas calles de Amsterdam con sus coffee shops, hacia las vacaciones con sonido grunge en Seattle, o temporadas de ski ahumado entre las blancas montañas de Colorado.