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Mientras tantoLejos de casa

Lejos de casa


 

Lo que el occidental de Australia a Francia, llamaría rápidamente desigualdad y violencia que, en Colombia o Brasil, es en realidad un magma complejo que viene de muy atrás. Existe, naturalmente, la pobreza exterior. Con frecuencia, estimulada o inyectada por el propio Estado. Pero también existen lejos de nosotros mil formas de supervivencia y dignidad que los europeos y norteamericanos, casi siempre protegidos por el filtro de sus cámaras, no entienden en absoluto.

 

Con frecuencia se vive en Latinoamérica una dulzura, también masculina, que no es frecuente en medio de lo que llamamos desarrollo. En El laberinto de la soledad Octavio Paz menciona que una mujer casi siempre impone un respeto en México, modula el trato y frena algunos peligros. Es posible que este aspecto del machismo latino le haya pasado por alto a algunas feministas del puritano norte wasp. Bajo los rituales del respeto, de una educación esmerada que a veces puede rozar una apariencia servil, se esconden también en América latina formas insólitas de evasión, incluso de desprecio hacia nuestra soberbia. Ellos están llenos de vida, por eso la irregularidad preside todas las relaciones y todavía puede ocurrir algo. Nosotros estamos neutralizados, de ahí la multiplicación de pantallas y prótesis tecnológicas. Hemos conquistado el orden (incluso nuestras protestas, y las relaciones afectivas, son espantosamente cívicas), pero hemos perdido la vida, cualquier gota de sangre en las venas. Hasta el flamenco español se resiente de una clonación que deja para el turismo y el espectáculo la vitalidad que no cabe en el automatismo de la macroeconomía.

 

Para empezar, nos confunde el mito occidental de la elección. A contrapelo de él, sin reconocerlo, siempre elegimos, y consideramos bueno o malo, dentro del círculo vicioso de lo que hemos mamado y heredado. Ninguna cultura es capaz de ver los prejuicios que le permiten ver y estar en el mundo. Así pues, cuando en una nación sudamericana un niño con la boca herida, las manos juntas en una súplica muda, se acerca llorando a nuestro coche parado ante el semáforo en rojo, son posibles muchos efectos distintos. Entre la indiferencia, el gesto de fastidio o la piedad casi llorosa, nuestra vida vacila unos instantes. ¿Morirá ese chico pronto?, nos preguntamos. Por el contrario, ¿posee su propia y soberana forma de vida, desde la que no nos envidia, en la que jamás entraremos?

 

Quién sabe, pues eso es exactamente indecidible cuando el coche arranca otra vez con el semáforo en verde. Donde quiera que vayamos debemos llevar con nosotros un interrogante abierto. Si no, además, ¿para qué viajar? Solamente el racismo democrático de la información, con su división esquemática de papeles, tiene claro el significado del mundo, su división entre riqueza y pobreza, desarrollo y atraso, víctimas y verdugos.

 

En aquel momento en rojo se puede dar una limosna para quitarnos la molestia y la culpa de encima, pasando otra vez al verde de la fluidez. ¡Deja atrás el dolor, reinicia el día, pasa a la pista de baile! Pero también podemos atrevernos a detener la tarde, dejando que el rojo que para la circulación se convierta en un signo y permita una bifurcación memorable. Al menos por un momento, que volverá en el futuro, podemos sentirnos hermanos de ese ser lacerado, tomándolo como icono de nuestra dudosa condición. El niño que implora en el semáforo se convierte entonces, incluso si su imagen es sacrificial, en algo más radiante que esas paredes incendiadas bajo los cielos crepusculares de América.

 

De hecho, no fueron solamente Zambrano y Cernuda, M. Lowry o B. Chatwin. A despecho de su fama de tierra peligrosa, toda el continente americano del sur está salpicado por miles de visitantes extranjeros que han decidido quedarse, hechizados por la hospitalidad, la riqueza antropológica, las posibilidades de negocio o la vitalidad abigarrada de esas naciones. Es posible que todo Sudamérica, tan olvidada en España, nos recuerde sencillamente que es peligroso y difícil vivir. Algo que en el implacable Primer Mundo, allí donde la religión numérica hace su agosto, hay que aprender por caminos mucho más torcidos

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