Home Acordeón Letizia Ortiz y el retrato de Dorian Grey

Letizia Ortiz y el retrato de Dorian Grey

Hace unas semanas, durante su viaje oficial a Chile, se captó una imagen de la princesa de Asturias que vino a confirmar uno de los mitos que se construyen alrededor de su delgadez: la enfermedad. La fotografía, desafortunada por cierto, nos muestra el brazo de Letizia Ortiz desnudo, incluso el hombro en virtud del diseño de la prenda que luce, y dicha extremidad exhibe de manera muy pronunciada la masa muscular y, de forma destacada, todos los accidentes que los huesos marcan en la piel. Si bien el cuerpo de la princesa es delgado, no faltaron explicaciones técnicas que publicó algún periódico para quitarle hierro al tema. La carencia de profundidad de la imagen al ser captada con un teleobjetivo con el consecuente aplanamiento de la figura retratada, la iluminación del lugar que produce un fuerte contraste entre las zonas de luz y sombra que reduce el volumen del brazo e incluso la referencia de una técnica similar utilizada en las fotografías que se realizan  de La piedad de Miguel Ángel, con el fin de resaltar sus relieves, no alcanzaron para detener la alarma.

 

¿Por qué, sin que exista una versión oficial que informe sobre alguna dolencia, hay una intención permanente de ver ausencia de salud en el cuerpo de la princesa? Tal vez sea porque el relato de Letizia Ortiz se asimila como un reality show.

 

El eje de un reality es que una persona conocida, ya sea por sus propios méritos o por tener el estatus de famoso por relación, ofrezca testimonio en directo de una circunstancia de su vida y su historia sea contrastada por la mayor cantidad posible de implicados y testigos. Ese puzle, disparatado, inconexo muchas veces y totalmente fragmentado es lo que da forma al género, que si bien tiene un punto de partida su peripecia es difusa y sin guión, sujeta todo el tiempo a la medición de la audiencia. La relación de los príncipes de Asturias es seguida por una inmensa mayoría como si se tratara de un reality show que comenzó a las 11 de la mañana el 6 de noviembre de 2003, cuando la pareja compareció ante trescientos cincuenta periodistas, arropada por la familia real y la plebeya, para anunciar públicamente su relación. Esa mañana, el príncipe Felipe a todos deja claro “lo enamorado” que está “de Letizia”, además de abundar en el compromiso de la pareja con España y la institución. Pero el mensaje que transmite y perdura no es el de que esa unión será “un eslabón más en la cadena de la dinastía” y que les “engarza con la Historia”, sino el del amor. Y es el amor el que les lleva al terreno del reality. Diana de Gales abandona en su día palacio para situarse en un plató de la BBC y dar cuenta de su situación sentimental; Letizia Ortiz, en un tránsito inverso, deja el estudio de televisión donde presentaba el telediario nocturno para instalarse en la Zarzuela. La princesa de Gales inaugura sin saberlo el reality; Letizia Ortiz lo continúa.

 

El relato de la actual monarquía española se sigue a través de la figura del rey Juan Carlos y se funda en su rol en la arquitectura de la Transición y como respaldo del sistema, hecho que demostró en el 23-F. Ese es su capital simbólico y este le permite narrarse desde el Historia. El capital simbólico de los príncipes de Asturias, de momento, es el amor y su narración se hace a través del reality.

 

¿Qué es el amor, entonces, para que pueda alimentar y sostener, de momento, este relato?

 

El amor, en una economía de mercado, se ha convertido en una mercancía más y su posesión nos genera cierta seguridad transitoria. Caídos todos los relatos sociales colectivos en virtud del pragmatismo económico, lo contingente se vive como una resistencia y una defensa extrema de lo que se ha conseguido acumular. Las posibilidades de conquista de espacios laborales en los que la vocación encuentre un cauce satisfactorio y la retribución sea acorde con el esfuerzo invertido se han convertido en nuevas formas de la utopía en la que muy pocos creen. En este escenario y bajo el encuadre de un individualismo extremo, una salida posible es la del amor, algo que parece al alcance de cada uno de nosotros pero que parte de una anomalía: se entiende el amor como salida individual olvidando a priori que para su concreción, al menos en la versión básica, se necesita el concurso de dos personas.   

 

Todo es posible en el terreno sentimental, la relación se ha vuelto líquida. Se presenta al amor con la misma retórica del mercado, como éste se supone que está abierto a todas las inquietudes, que es absolutamente equitativo en la oferta de oportunidades y que las puertas se abrirán o se cerrarán según la actitud, el talento y el esfuerzo que se ponga en cada emprendimiento. No hay una degradación del trabajo, dice el discurso oficial, hay una incapacidad de adaptación, una reticencia a la liquidez laboral y profesional en cada fracaso. Con el amor pasa algo parecido. Asistimos a la caída total de prejuicios y vamos convirtiendo en palimpsestos nuestros cuerpos y nuestras propias vidas, cuyas superficies van acumulando una relación encima de la otra. Porque el amor, como el dinero, no dura, se gasta y desaparece.

 

¿Pero no parecía todo tan sencillo? ¿Resultará que no es tan fácil alcanzar ese estado de redención donde las frustraciones del mundo se diluyen? Eso que ostenta el príncipe Felipe con orgullo –dejando la humildad solo para referirse a la institución monárquica–, ese bien que a todos nos parece que lograremos porque es inherente a la condición humana, se nos torna inasible desde una contradicción fundamental: a quien amamos es a nosotros mismos. En el otro buscamos el reconocimiento que no encontramos en ningún otro lugar, pretendemos que se nos ame tal como somos, pero además cometemos el error de pretender que el otro sea a imagen y semejanza de nuestro deseo, preferentemente con un formato muy similar al nuestro. Cuando se ve la imagen de la pareja real, al príncipe Felipe y a Letizia Ortiz en cualquiera de sus mise en scène románticas, se proyecta en ellos el anhelo de acceder a ese estado, pero al apagar el televisor en lugar de ir al encuentro de ese destino fuera de nosotros mismos lo buscamos en el espejo. Como los personajes de la serie americana Sex in the City, donde las protagonistas buscan la mímesis entre ellas, atascadas en la adolescencia con sus ritos de iniciación y una camaradería en la que comparten todas las inseguridades que las igualan, incapaces de construir una relación sentimental adulta que supone conectar con las diferencias del otro, que enriquece y hace interesante una relación afectiva.

 

Y si uno de los pilares del sistema de creencias actual es el amor, otro destacado es el de la salud. Del mismo modo que la sociedad americana ha llevado al paroxismo el concepto de salud mental negando hechos propios de la condición humana como la tristeza o la infelicidad y calificándolos como patologías, pretendiendo que el estado de permanente bienestar sea la medida de lo normal, hay una obsesión, un miedo desmedido por la salud física que se expresa con fobias a la inhalación de cigarrillos ajenos, el consumo de ciertos alimentos y, a la inversa, a la ingesta de aquellos que prometen antioxidantes, defensas peregrinas, suplementos energéticos, disolventes de sustancias nocivas como el colesterol o suministradores de todo tipo de vitaminas. Esta conducta no solo no resuelve un problema de salud sino que ayuda a fortalecerlo, ya que en lugar de cuestionar el origen del miedo le permite expandirse y, por supuesto, proyectarse en otros. Proyectarse en el cuerpo de Letizia Ortiz, por ejemplo, al que interroga sobre su delgadez. 

 

Atenta al relato de la Princesa de Asturias, la mirada colectiva ha seguido el pasaje de la pantalla a palacio, sublima su estatus sentimental, admite su ubicuidad en otras cortes europeas y en todos los foros en los que aparece, pero encuentra en su cuerpo una rendija en donde proyectar el miedo: la anorexia. En Letizia Ortiz la patología se vislumbra desde el miedo a la propia vulnerabilidad y puede que desde la carga del silencio que profesa. Es decir, su permanente exposición física ante el público es constante, sin interrupción. Ser princesa no admite descanso, es un ejercicio dinámico y ad infinitum, como una cinta de Moebius que gira siempre sobre sí misma sin respiro, y las dos caras de la princesa, la privada y la pública, se convierten a los ojos del observador en un alimento existencial que no se puede ingerir. Hace falta recordar que Letizia Ortiz es de alguna manera una emisaria de la sociedad civil que ingresa en la monarquía y que finalmente, se supone, acabará siendo coronada Reina de España. La legitima el amor, un bien que se sublima, y su profesión como periodista, apreciada porque la ejercía con éxito desde una vocación que abandona para asumir su nuevo rol. Este mapa ideal tiene una grieta y por ella entra la anorexia, el tributo que debe pagar. El tributo sería no poder tragar las cargas de su rol, al cual se dota de esta imperfección para que el resto de la audiencia pueda digerir el relato. Mediante esta mecánica del miedo se lo aproxima e incluye en el relato de lo real, de lo posible. Desde esta perspectiva se puede inferir que la anorexia imaginaria que construye el público alimenta la salud del estatus no ya de la princesa sino de la Familia Real, porque la hace, precisamente, real.

 

Letizia Ortiz lleva más de un lustro casada con el Príncipe de Asturias y si se revisan sus imágenes en este lapso de tiempo no existen muchos indicios de cambio. Una mirada ligera verá actitudes sociales y no cambios vitales. El célebre vestido rojo diseñado por Lorenzo Caprile con el que asistió a un acto oficial de la realeza europea o el democrático prêt-à-porter de la marca Mango son los signos más llamativos de su estela pública. De momento, Letizia Ortiz siempre es la misma y la Princesa de Asturias se modificará en la medida que el tiempo escriba su paso en ella. La figura del rey Juan Carlos se ha modificado en el imaginario colectivo a través de su papel activo en la Transición y sus circunstancias y no en la cantidad de imágenes que se han acumulado desde que el general Francisco Franco lo nombrase heredero de la Corona hasta la fecha. Se han hecho conjeturas sobre su salud, pero los interrogantes siempre se han construido sobre datos reales y públicos, y todas las hipótesis giran sobre el eje de un vacío, el de su rol político que aún goza de un capital simbólico importante.

 

Cuando Letizia Ortiz presentaba Informe semanal o el Telediario de Televisión Española tenía el mismo perfil somático que vemos hoy; la misma delgadez que ahora luce en palacio. Nadie, entonces, hacía comentarios sobre el cuerpo de la presentadora, ya que los reportajes y las noticias se interponían entre ese cuerpo y la audiencia. Hoy está expuesta, con su silencio y su papel de próxima reina de España, al miedo imperante y, como si del retrato de Dorian Grey se tratara, se moldean en ella parte de los temores de quienes la observan.   

 

 

Miguel Roig es escritor. Acaba de publicar Las dudas de Hamlet. Letizia Ortiz y la transformación de la monarquía española (Península)

 

 


Salir de la versión móvil