El quince de mayo de dos mil dos en Glasgow, Escocia, Zinedine Zidane golpeó una pelota en el aire que, pese a lo que el mundo creyó ver, no cayó dentro de la portería guardada por Butt sino que fue a parar al mar, como una botella con mensaje, viajando durante doce años entre corrientes para acabar varada el sábado en una banda de Lisboa. Nadie supo antes de ella. Mourinho la avistó por estas fechas en su trienio madridista. El capitán Jack Aubrey en la fragata Surprise. La divisó entre la bruma, perfilada en el horizonte como el buque de guerra enemigo Acheron, pero se perdió igual que un fantasma.
El sábado un oleaje intenso, y una lluvia invisible y los vientos impedían cualquier visión. La pelota, o la botella, de Zidane, estaba en algún lugar, muy cerca, pero parecía de nuevo perdida. Fue cuando Modric, el mago, lanzó un cabo a la desesperada desde una esquina de la proa y aquella cuerda, por encima de los mástiles, se transformó en el milagro de Zizou. En la parábola de la hija pródiga o la verdad espiritual que indica el camino para entrar en el Reino de los Cielos. Doce peloteros (incluido el genio de Marsella) como doce apóstoles la vieron bajar convertida de las alturas, mientras a Ramos una voz le dijo: “levántate y cabecea”.
No parecía un futbolista sino un receptor (con trazas de Tyson yendo a por su rival tras el sonido de la campana) en busca de su calabaza en la Super Bowl. Pataleó, escarbó la hierba como un toro, dribló, se elevó de entre todos como ungido y la encontró. La pelota se introdujo entre los tres palos con una belleza de salmo, una belleza salmódrica que separó las aguas para dejar pasar a la Décima hacia su Tierra Prometida. Alonso voló desde la grada y alguien abrió esa botella mientras sonaban los truenos y estallaban los relámpagos; fue Cristiano, metido entre las redes de pescador, quien leyó el mensaje lanzando la pelota a las nubes: “el Madrid va a ser campeón de Europa”.
Hay ‘Luna Nueva’ en el madridismo como si se hubiera superado el ‘Crepúsculo‘. Haría falta un cronista como Proust para escribir esta gloriosa búsqueda del tiempo perdido, donde siempre parece uno hallarse, por fortuna, aún ‘Por el camino de Swann’, o como mucho ‘A la sombra de las muchachas en flor‘. El equipo aparece hasta como una Escolanía de niños cantores donde, aquí sí y hasta que le cambie la voz, el que manda es Illarra. Todos cantan, el que mejor Carletto (Carletto es nombre de tenor) y el que más Casillas, al que Sergio curó como Jesús al leproso. Qué besos le daba el cancerbero al profeta que ya sólo quería, desatado, torear en el país de los forcados.
Veinticuatro horas después seguían los milagros, como anunciándose una nueva era, y aparecía Lukita esquilado, más bonito que un San Luis, y Carvajal y la barba rubia de joven Gandalf prometiendo gestas fantásticas; Arbeloa acordándose de Dick («hijos de puta», decía, mientras los fariseos conspiraban), y Jesé con apariencia de recuperado a pesar de la paliza que le dio Xabi durante noventa y tres minutos en la grada de Da Luz. Aún se está viendo a todos esos hijos correteando por el Bernabéu, ese bosque de Copas de Europa y de sueños donde el niño de Marcelo jugaba a comerse de un bocado una pierna de Juanfran, y la niña de Bale, más galesa y delicada, a dejar tirado a Bartra o a Godín o a quién sea, como si hasta el speaker hubiera dicho iluminado: «Dejad que los niños se acerquen a mí».