Lo mejor que he leído últimamente sobre la memoria histórica
es un libro de Jordi Ibáñez: Antígona y el duelo (Tusquets, 2009). Se
trata de un ensayo sobre el perdón y la ley, esto es, un ensayo sobre la
dimensión ética del debate acerca de nuestro pasado y sobre la ley que,
promulgada en el 2007, debía objetivar jurídicamente dicho debate.
El ensayo
es, a la vez, desolador y optimista. Desolador porque el autor dedica una parte
del texto al análisis del proceso que culminó en la aprobación parlamentaria de
dicha ley: el debate pudo estar a la altura de las circunstancias, pero no fue
así. Las intervenciones de los diputados fueron, en general, zafias y
guerracivilistas. Hubo insultos y descalificaciones soeces. El texto finalmente
aprobado fue ambiguo y claramente insuficiente. El Estado no asume, por
ejemplo, la búsqueda y localización de los muertos en la contienda y durante
los primeros años de posguerra. Se trataría de un asunto “privado” favorecido,
en todo caso, desde las instituciones, no impulsado por ellas.
Pero
también es un ensayo optimista; tarde o temprano, este país hará justicia a sus
víctimas y castigará a los culpables. La memoria histórica, para el autor, es
asunto más ético que historiográfico y, por lo mismo, atañe mucho más a las
víctimas que a los acontecimientos que produjeron la Guerra Civil. La
reconciliación con el pasado no consiste, en este sentido, en una decisión
sobre la naturaleza moral de los hechos históricos, sino en la asunción
colectiva del derecho de las víctimas a que se haga justicia. Ibáñez llega
incluso a proponer que sea el Rey Juan Carlos, en calidad de depositario de la
máxima potestad del Estado, quien encabece el proceso de reparación, un proceso
equivalente al duelo. Y tras el duelo, la piedad, que es como —magníficamente—
llama el autor a la reconciliación y al perdón. Se trataría de perseguir un
ideal de moralidad pública consistente en la aceptación de la singularidad
irrepetible y truncada de las vidas de todas las víctimas.
El libro de
Jordi Ibáñez, por supuesto, tuvo escaso eco en nuestro país, entregado durante
meses al macabro deporte del lanzamiento de muertos a la cara del rival
político. Han pasado dos años desde entonces. Los familiares de los asesinados
siguen buscando fosas. A veces, cuando se les pregunta, dicen que sólo quieren
ver enterrados a sus muertos. Y es que aún no lo están, aunque yazgan bajo
tierra en lugares olvidados. Para ellos vale lo que dijo Heidegger del Ser:
este país los ha olvidado y ha olvidado que los ha olvidado.