1. La trampa
balcánica. Francisco Veiga
es una auténtico rara avis
de la historiografía española. Este profesor de Historia Contemporánea de la
Universidad Autónoma de Barcelona dedicó su tesis doctoral al fascinante
movimiento fascista rumano de la Guardia de Hierro. La aventura era arriesgada
y pocos han continuado su trabajo. Además, fue uno de los primeros autores
españoles, que tanto en publicaciones como en las aulas universitarias,
desarrolló un interés creciente por la hoy denominada Historia Actual. De este
interés da cuenta su nuevo libro La fábrica de las fronteras. Guerras de
secesión yugoslavas, 1991-2001
(Alianza).
Aún recuerdo que mi
primer contacto con el trabajo de Veiga fue un ensayo titulado La trampa
balcánica, que conseguí
gracias a una librería de saldo. Fue uno de los primeros textos académicos que
leí, antes de comenzar incluso quiera la carrera (y aún mantengo con cariño esa
primera edición, aunque posteriormente me hiciera con su revisión). No olviden
que, como señalé en un artículo en FronteraD, sigo considerando que mi
generación ha crecido entre las imágenes de la real Sarajevo y la imaginaria
Springfield. Así que, junto a otros libros – ahora recuerdo un breve volumen de
Mark Mazower con el sencillo título de Los Balcanes-, los trabajos de Veiga han formado parte
de mi educación intelectual sobre esa zona del mapa tan enigmática para mi
entonces. Y, para rematar este excurso personal, además la casualidad quiso que mi
primera reseña (pp. 34-36 del pdf) en una revista científica fuera sobre su sugerente biografía de
Slobodan Milosevic.
Dicho esto, La
fábrica de las fronteras
está atravesado por una intuición del fallecido contemporaneísta Tony Judt: «nos
relajamos y nos congratulamos por haber ganado la Guerra Fría: una forma segura
de perder la paz. Los años que van de 1989 a 2009 fueron devorados por las
langostas». O, en términos futbolísticos, Europa se metió un gol en propia
puerta con su política en la antigua Yugoslavia. Se trata de huir en estas páginas, por tanto, de la demonización simplista y se
debe buscar el hilo común dentro de la catástrofe bélica en la región, porque
las guerras de secesión yugoslavas (Eslovenia, 1991- Macedonia, 2001) fueron un
todo articulado y conectado, que no solo se alimentó de viejos odios
étnicos. En este sentido, los cálculos se afinaron de tal forma que los
conflictos no se solaparon y, de esta manera, los protagonistas pudieron jugar
la carta de la intermediación internacional (tanto la actuación de los Estados
Unidos como de la Unión Europea también son analizadas críticamente aquí).
En definitiva,
resulta enormemente díficil escribir sobre la historia reciente. Los prejuicios
pueden escaparse con mayor facilidad y la falta de documentación dificulta
constantemente la tarea. Sin embargo, esto también permite hacer uso de una mayor
creatividad en las buenas investigaciones y, sobre todo, aceptar unos riesgos que
agudizan la inteligencia. A pesar de algunas diferencias
conceptuales (por ejemplo, desconfío de la virtualidad explicativa del término
neoimperialismo), esta obra es un buen ejemplo de ello.
2. ¿Pudo
Wikileaks cambiar el mundo?
El propio Francisco Veiga comenta en su libro que la naturaleza del fenómeno
Wikileaks aún no ha sido bien explicada. Para unos ya es historia, para otros
continúa siendo una pequeña ventana de esperanza para el periodismo. Nos
decantemos por una u otra interpretación, lo que está claro es que Julian
Assange volverá a las portadas de los medios internacionales, aunque sea por una
complicada situación judicial que certificará su ocaso. Para situarnos y
desverlar algunos de los entresijos de este apasionante episodio, la periodista
y escritora Mónica Plaza se ha dedicado en los últimos meses a explorar la
inmensidad de la galaxia Wikileaks – así lo demuestran las más de mil notas que acompañan al texto– y la misteriosa figura de Assange para publicar Wikileaks.
La era de los soplones (Atanor).
Wikileaks apareció
en escena en 2006 con la intención de acercar a la ciudadanía información
fidedigna y oculta tras el manto del silencio. El avance del proyecto fue lento
y fatigoso, pero se encaminó con seguridad. Gracias a su desarrollada
tecnología encriptada y a un soplón del ejército norteamericano (Bradley
Manning) los documentos obtenidos por Wikileaks estallaron en las redacciones.
No solo se ofrecían datos confidenciales que llevaban el sello del top-
secret
(Irak, Afganistán,
Guantánamo, etc.), sino que se demostraba – o así se entendió- de nuevo
la
aparente debilidad de los Estados Unidos, en este caso como
consecuencia de un fallo interior. Wikileaks rompía así con las formas
tradicionales de periodismo y, como señalaba recientemente Borja
Bergareche
(autor de otro libro sobre al asunto Wikileaks: confidencial, 800 Books),
obligaba a los periodistas a entender que las redacciones debían acercarse más
a la tecnología y sus profundas posibilidades. Y esto ha sucedido en un entorno,
tan cambiante como líquido, en el que cualquier novedad parece pillar a
contrapié a la gran mayoría.
La cabeza visible
de la organización fue (y es) Julian Assange, un antiguo hacker australiano al que
Plaza define como «el hombre sin sombra». Su personalidad estrafalaria – nos
encontramos ante un ser huraño, inteligente y desaliñado– magníficamente
descrita en el primer capítulo, terminó por superar en popularidad a su propia
organización y para muchos millones de personas fue un símbolo que representaba
los intentos de ofrecer luz a los silencios gubernamentales. Como he defendido
en algún otro lugar, nos encontramos en sociedades dominadas por una nueva
mentalidad conspirativa, tremendamente activa y reproductiva, que se consideraba afianzada en
sus temores conspiranoicos tras cada descubrimiento de Wikileaks. En el fondo, Assange era
el ejemplo paradigmático de este tipo de personaje y el proceso legal abierto
en Suecia contra su persona permite alimentar, aún más si cabe, el mito.
Como es lógico,
Mónica Plaza es consciente de la dificultad de encontrar respuestas definitivas
a una realidad que sigue produciendo documentación y creando polémicas. Por
ello, las preguntas que lanza al final de su libro siguen siendo atrayentes:
¿debemos dar las gracias a Assange por su empresa?, ¿las noticias de Wikileaks
han cambiado el mundo? o ¿cuánto hay de verdad en afirmar que se quiere contar
la verdad? Aunque la autora no las responda, este trabajo es un valioso punto
de partida.
3. De los
orgasmos femeninos. La
editorial cántabra milrazones se arriesgó el año pasado a publicar un ensayo
historiográfico extravagante de la especialista en historia tecnológica norteamericana Rachel
P. Maines, que no puede quedar en el olvido. Su título es toda una declaración
de intenciones: La tecnología del orgasmo. La histeria, los vibradores y la
satisfacción sexual de las mujeres.
Probablemente se trata de un estudio imposible dentro del universo académico
hispano – el libro, incluso, es usado en algunas asignaturas de la universidad
estadounidense-, aunque esta peculiar investigación, a cargo de una persona a
la que siempre le ha gustado hacer desde su adolescencia «lo que no estaba
haciendo nadie más», tampoco ha seguido un camino de rosas al otro lado del
océano.
Como afirma la propia autora, se encontraba trabajando sobre la tecnología de
la costura de la Estados Unidos de entresiglos cuando comenzó a fijarse en un
anuncios sorprendentes que le asaltaban al leer revistas femeninas de moda:
¡sí, eran vibradores! La historiadora norteamericana se dio cuenta pronto del filón
que tenía entre las manos, pese a que la temática no se lo iba a poner fácil.
De esta manera, y a lo largo del centenar de páginas de La tecnología del
orgasmo, consigue
acercarnos a los vericuetos más curiosos de la creación, elaboración y
evolución de la histeria a través de la tradición médica desde el siglo IV a.
C. y hasta que la American Psychiatric Association la eliminó de su
clasificación en 1952.
Por sorprendente
que pueda parecer, el vibrador nació como un instrumento médico que permitía
curar la histeria, también conocida como el «furor uterino». Y es que el
orgasmo femenino era la mejor receta dentro de una serie de tratamientos que
nos resultarían inimaginables en la actualidad, mientras la masturbación era
considerada indecente y la sexualidad androcéntrica dominante ofrecía una escasa
satisfacción a las mujeres. Por ello, este invento se convirtió en una avance
considerable para el «tratamiento» de la histeria: era cómodo, barato y ofrecía
la posibilidad de curarse en casa. Ya no hacía falta la presencia activa del médico y evitaba las
duchas pélvicas y los vapores. Lo señalaba un anuncio de una de esas revistas analizadas
(1889): «todos los médicos están de acuerdo en que cada familia debería tener
una batería en casa». Como se comprenderá, las anécdotas e historias que
recopila este texto son asombrosas.
Con todo, hubo un
momento en el que los vibradores dejaron de ser considerados
instrumentos
terapeúticos, y no solo por el descrédito de la histeria como
enfermedad. En la década de los
veinte del siglo pasado, el vibrador comenzó a ser utilizado en
películas
pornográficas y poco se podía hacer ya para disfrazar sus facultades
para ofrecer placer sexual.
Como destaca Maines, los vibradores, al igual que cualquier otro
aparato
tecnológico, nos revelan mucha información sobre las sociedades que los
producen y consumen. Por ello, este libro es un trabajo valiente y
pertinente, aunque también es la crónica de los miedos y deseos pasados
(¿y
presentes?), tanto de mujeres como de hombres.