Amalia Liana Negretti Odescalchi se llamaba. Fue Gabriele D’Annunzio quien le dio el pseudónimo de Liala porque incluía la palabra “ala” en el nombre, con el que se convertiría pronto en la escritora de novela sentimental más célebre en la Italia del siglo XX. Liala solía escribir solo los miércoles, como si de un pasatiempo saltuario se tratara, y no obstante fue una de las voces más prolíficas de la literatura fin de siglo.
Cuando de niña me acerqué por primera vez a su obra fue por una coincidencia fortuita, la biblioteca de la casa veraniega de la abuela difunta conservaba un grueso tomo azul. Entre las páginas amarillentas, una margarita guardaba el secreto de las tardes calurosas de la abuela. Hojeando esas mismas páginas donde su mano se había detenido con igual cariño mi abuelo se estremeció al verme. Dudo que supiera realmente lo que ahí Liala contaba: las fantasías eróticas de una joven de la alta burguesía milanesa no eran lectura de niña. Fue una de mis primeras novelas erótico-sentimental y, por qué negarlo, una de las últimas.
La etiqueta de novela rosa infunde siempre cierto recelo, sobre todo entre los críticos, los mismos que han relegado por décadas la escritura femenina al rango de literatura de sub-género. Algo que la escritora chilena Carla Guelfenbein ha rehusado cada vez que se ha ido escribiendo sobre su obra. Es por eso que, sentada en un bar elegante de la Gran Vía de Madrid, extrae sus garras y roza mi yugular con elegante destreza cuando le pregunto si su última novela, La naturaleza del deseo, es literatura sentimental.
“Cuando nosotras empezamos a escribir, hace treinta años, el mundo literario era un mundo completamente heteronormativo, el canon estaba definido por críticos, reseñistas, periodistas y jurados de concursos literarios masculinos. El canon era la literatura heterosexual absoluta, en lo cual quedaba fuera la literatura escrita por mujeres, la literatura trans y homosexual. En esa época mujeres como Rosa Montero, Almudena Grandes, Gioconda Belli y la misma Isabel Allende, nos defendíamos. Porque si aceptábamos que sí escribíamos una literatura que tenía tintes femeninos, era catalogada con connotaciones negativas. Una literatura sentimentaloide, de mercado, escrita con facilismo para ser leída”.
“Era una literatura de pequeños mundos, que no aludían al universal sino a la domesticidad, a lo familiar, a las emociones. Connotaciones que no tienen nada de negativo pero que sin embargo en esa época eran consideradas negativas, porque las sacaban del centro, donde estaba la literatura universal”.
Carla Guelfenbein se remonta a Ovidio y a El arte de amar para escribir sobre deseo y eros: “El amor del cual Ovidio hablaba es el amor del cual yo hablo en mi novela, el amor pasional. Es el Eros, hijo de dos dioses; Poros, que es la sabiduría, la abundancia, y Penia, que es la ignorancia, la carencia. Eros es la contraposición entre la lucidez total, el éxtasis y la ignorancia, la carencia y el dolor”. La naturaleza del deseo podría considerarse incluso como un libro de autoayuda al estilo de los filósofos antiguos, cuando a través de distintos ejemplos mostraban a los jóvenes lectores todas las vertientes peligrosas de la pasión y del deseo erótico.
Una mirada íntima a través del hueco de la cerradura de una puerta cerrada, como comenta la escritora. “Hay una obsesión desde que empecé a escribir: es mirar por la cerradura de una puerta qué es lo que está pasando en el cuarto de al lado. Esta es mi obsesión. La intimidad, lo que no se ve, lo que no se dice, lo que no se cuenta, lo que da vergüenza. Ese es el lugar donde como escritora voy a buscar. Cualquiera que sea ese cuarto, y cualquiera que sean los personajes que están en ese cuarto. Ese cuarto como mundo, por supuesto, una metáfora”.
La escritura de Guelfenbein tiene algo del estilo periodístico, las frases son recortadas como si la ubicación de cada una de las palabras respondiera a una precisa intención narrativa. Y con la precisión de un cirujano socava en los meandros de las fantasías sexuales de los protagonistas que no tienen nombre, porque podrían ser “todos los amantes y cualquier amante”. De esa manera, el morbo se hace evidente a través de los escuetos diálogos, mediante el tacto de la relación sexual, de los olores y los recuerdos que inevitablemente exacerban el amor.
La novela de la chilena no tiene nada de Liala, desde luego; los protagonistas no se abandonan tan visceralmente al deseo, y la relación amorosa tiene los tintes sombríos de una descuidada utopía. La dimensión doméstica que enmarca el relato no tiene alguna pretensión onírica, porque la realidad se impone con la misma implacabilidad que caracteriza la ley de gravedad.