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La libertad y sus circunstancias

Nos convertimos en lo que la vida hace de nosotros, es una coartada cierta; pero podemos adoptar una actitud resistente

—¿Qué es la libertad?

—Tener la sensación de que puedes cambiar.

Es la última pregunta y la última respuesta de una entrevista a la psiquiatra Anabel Gonzalez en El País hace ya unas semanas. Y es verdad. La libertad es saber que puedes cambiar. Sin añadir más apellidos –o añadiéndolos todos– a esa pareja de verbos, uno complemento directo del otro, para que la libertad sea completa: cambiar de forma de ser, de gustos, de trabajo, de casa, de ciudad, de país, de amigos, de pareja… de todo. Libertad sin ataduras, sin condiciones y sin fisuras. Cambiar… si una quiere.

Pero, frente a esa libertad así definida, también existe el miedo al cambio con el que choca el deseo de transformación. De hecho, el miedo es una de las grandes coerciones de la libertad. Bajo el miedo subyace toda una marabunta de obstáculos al libre albedrío que suelen resumirse en uno básicamente. El dinero. O su falta. Éste es el verdadero temor, porque en sociedades del riesgo, el ídem es el de quedarse a la intemperie, dar un paso en la dirección equivocada, tener un tropezón tras el que nunca una pueda volver a levantarse y mantenerse erguida. Vivir cuesta dinero. Elegir cuesta dinero. Ser completamente libre es todavía más caro.

La capacidad económica tiene un papel muy relevante en la libertad y nuestro margen de maniobra desde que nacemos: marca la alimentación de nuestros padres y la que tendremos nosotros y por tanto nuestra salud y nuestra esperanza de vida; explica el calor y la confortabilidad de nuestra casa, los libros en las estanterías, los viajes que haremos y los museos que visitaremos, la cultura que acumularemos y las relaciones que cultivaremos.

La libertad es saber que puedes cambiar, pese a todos los condicionamientos de partida y al miedo a caer sobre todo si no tienes un colchón económico de seguridad. Y también pese a ese otro sentimiento, que no es exactamente miedo, sino vértigo, ése que se siente cuando das el paso y decides cambiarte de trabajo o divorciarte tras tropecientos años con tu pareja o cuando te lías la manta a la cabeza, coges tus cuatro bártulos y te vas del hogar familiar a emprender tu vida adulta a otra ciudad o a otro país.

Pero hay otro temor que va mucho más allá del a qué me voy a encontrar cuando salga “de la zona de confort”, como dicen ahora los modernos asumiendo que tal lugar existe para alguien no privilegiado. La que da miedo de verdad es la transformación menos visible a los ojos, pero más perceptible para nuestra propia persona.

No sé si voy a usar de manera muy ortodoxa el término o la teoría. Pero el problema de ser constructivista es que piensas que la realidad, el contexto, el entorno, te moldea, te pule o te estropea a dentelladas. En definitiva: te construye (o destruye). Lo cual le lleva un poco la contraria a Gonzalez (sí, por segunda vez sin tilde, porque así registraron a la psiquiatra): alguien es libre… dentro de unos límites más o menos amplios según, simplificando, su clase social. La libertad es saber que puedes cambiar… lo que te permitan tus circunstancias. El cambio se puede producir en una dirección que no deseas y al margen de tu voluntad. Las personas estamos acostumbradas (o en realidad nunca nos terminamos de habituar) a que la vida nos lleve por derroteros que no esperábamos.

No nos solemos detener demasiado en cómo cambiamos por dentro en paralelo a los acontecimientos que van jalonando nuestra vida. Cómo empeoramos, cómo nos inunda la amargura o el tedio, o cómo nos volvemos mejores personas, más alegres, más amables, más activas y más dinámicas. Así, puede aflorar cierta ansiedad, tristeza o enfado cuando crees estar perdiendo virtudes que pensabas tener o temes que las circunstancias las estén poniendo en peligro. Cuando empeoramos parece que lo hacemos con conciencia de ello. Pero cuando mejoramos parece que ocurre sin darnos ni cuenta.

No somos de una determinada manera desde que nacemos. O, al menos, eso es lo que defienden ciertas corrientes de pensamiento. Nos vamos construyendo con el paso del tiempo. Somos lo que la vida va haciendo con nosotros. A lo sumo, sí es posible que te condicione antes de nacer que tu madre sea rica o sea pobre, que se alimente mejor o peor. Pero ésas no dejan de ser las circunstancias haciendo de las suyas con nosotros y sin nuestro permiso. Porque no llegamos a este mundo determinados a ser de una manera concreta. La realidad, tanto la material como la inmaterial, nos moldea.

“No se nace mujer, se llega a serlo”, decía Simone de Beauvoir, porque los atributos asumidos como femeninos se construyen y se adoptan en sociedad. Nos convertimos en sujetos del género femenino o masculino en el proceso de socialización en la familia, en función de las expectativas que se depositan en cada cual, en el colegio, en los grupos de amigos, influidos por los medios de comunicación, ahora con las redes sociales…

Es cierto que dos hermanos pueden ser muy distintos pese a haber nacido en la misma familia. Pero igual que no nos bañaremos dos veces en el mismo río, que decía Heráclito, esos dos hermanos, naciendo en la misma familia, seguro que no ha sido la misma: sus circunstancias han cambiado con el tiempo. Los padres ya tienen la experiencia de haber tenido otro hijo, el nuevo bebé nace en un entorno en que otra personita ya está abriéndose camino y quizás económicamente el hogar es algo más próspero.

Una manida frase de Ortega, “yo soy yo y mi circunstancia, si no la salvo a ella, no me salvo yo”. En una interpretación libre de esa máxima, podemos decir que las circunstancias no dependen de nosotros en su totalidad. Los más privilegiados seguramente tengan más poder sobre ellas. Pero el común no tiene el control de su contexto. En definitiva, no contamos con la capacidad de salvar nuestras circunstancias para salvarnos a nosotros mismos. Pero sí podemos poner todo nuestro empeño en resistir, en no dejarnos llevar por la corriente, en ser más fuertes que nuestro entorno que se empeña en hacernos más competitivos, destructivamente ambiciosos, en que no tengamos miramientos de pisar al contrario, en apropiarnos de méritos que no nos corresponden… Sí podemos tratar de mantener la ilusión, la esperanza y las ganas, como el protagonista de la película Un nuevo mundo.

Éstas parecen palabras de los detestables libros de autoayuda. Pero quién no necesita a veces frases reconfortantes que apelen a nuestra capacidad de resistencia, para que no nos venza el desánimo, el aburrimiento, la alienación o la maldad.

De lo que se trata es de hacer una enmienda a la totalidad de aquella frase de Rousseau que seguramente tanto nos gustaba a todos en la adolescencia, sobre todo frente Hobbes: “El hombre es bueno por naturaleza, pero la sociedad lo corrompe”. Quizás podríamos poner algo todos de nuestra parte para que no exista una sociedad corruptora.

Pero el constructivismo social contra el que llamamos a la resistencia para mantener virtudes y valores intactos y a salvo de las inclemencias que nos pueda rodear también explica la indulgencia y la conmiseración que mostramos con quienes hacen mal o la defensa de la idea de que la cárcel no es una buena solución a los problemas porque de ella se sale peor de lo que se entra.

Las experiencias nos cincelan. Tener conciencia de ello, de que somos blandos, flexibles, moldeables, percatarse de cómo la interacción con nuestro entorno nos cambia es fundamental también para salir en defensa de nuestra libertad para transformarnos (dentro de nuestras posibilidades, siempre limitadas e insuficientes) o para preservar lo que siempre nos ha gustado y hemos valorado de nosotros mismos. Libertad es saber que podemos cambiar… o que podemos luchar para no corrompernos.

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