Detrás de cada imprentilla de plástico de la infancia se escondía el sueño de un ordenador personal, aunque todavía no se supiese de su existencia. Si la primera máquina de escribir fue el espejismo de una imprenta, ¿quién iba a decirnos, que nuestra futura obra se escribiría sobre pantallas de cristal líquido, en lugar de folios o cuartillas; y que saldría publicada cada noche -al mismo tiempo- en todos los países del mundo?