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Mientras tantoLibros formativos

Libros formativos


Algunos de esos libros formativos que, a pesar de las muchas mudanzas, todavía conservo. Foto del autor.

No recuerdo tan bien muchos detalles del argumento de The Aeneid pero sí la sensación intensa de estar leyéndolo. Las imágenes de las batallas. La pasión destendida de quienes rodeaban a Eneas, los que conquistaban y mataban. La poesía de Virgilio traducida por Allen Mandelboum, en ese libro de segunda mano que parecía tan inofensivo, con la esquina rota, las páginas amarillentas. Quizás una ganga de la librería en un sótano sobre St. Mark’s Place.

También me pasó con las obras completas de Sófocles. Y con esa soberbia introducción de Moses Hadas.

Lo mismo con Shakespeare. La sensación de mis tripas retorciéndose en una caseta de una playa de estacionamiento de Westchester, mientras descubría a Iago: personaje miserable. O leyendo a Falstaff por primera vez, admirando su pasión por el placer y por la vida. La voz de Dunbar declamando The Merchant of Venice, golpeando la carpeta con el puño, en el tercer piso del edificio de Carman, en Lehman College. Esa mujer llamada Portia: inteligente, hermosa.

Leyendo los Cuatro cuartetos de Eliot: el viento golpeando los vidrios de una ventana.

Qué momento ese en el tren que marchaba por el lado del Hudson, después de Scarborough, cuando creí que había sentido lo que sintió Milton al describir a Satanás. Y el momento en que entreví el juego, las mentiras con las que se arma el cuento de Borges sobre el autor del Quijote.

Pasando las hojas mientras traqueteaba el tren por los túneles de Manhattan, sorprendido porque nadie me había hablado jamás, con la emoción necesaria, del personaje de Sancho. Ese hombre lúcido, maravilloso.

Dickens presentándome a Pip, en la voz de Robert Carling. Perdiéndome con él en una ciudad llena de crueldad. En la edición de tapa verde de la Norton.

Entrando al mar y al África con los ojos de Conrad. Sintiendo la vergüenza de Lord Jim. Caminando por la nieve, con el frío de los personajes de Under Western Eyes. Tal como sonaba el hielo bajo las botas cuando vi, en un cine del Village, Fanny y Alexander. Bergman también sintió mucho a Shakespeare.

No sé cómo explicar esa tarde en que, parado sobre las escaleras de un edificio en la Quinta Avenida, yo hablaba de haber leído por primera vez Hamlet. Argumentaba emocionado, frente a una mujer hermosa (¡yo!): «Lo que importa no es el To be or not to be, sino el resto de la escena». ¿Cómo pude yo, con esa fiesta en mis pupilas, hablar así, acerca del Príncipe de Dinamarca?

Imaginándome a Pound, o imaginarlo como Pound a él: ese maestro que caminaba conmigo, que parecía seguirlo o imitarlo, hablando apasionado de sus libros, sobre las veredas con nieve de Carrol Gardens.

Desanudando el poema de William Carlos Williams, quizá en el departamento de Riverdale, en el Bronx, fascinado por el incendio de la bibiloteca de Paterson.

Sentir las olas que marcan el ritmo de To the Lighthouse. Las sentí. Quizá también me pareció oir (escribí mi primer ensayo sobre eso) las campanas que hacía sonar Virginia Woolf en Mrs. Dalloway.

Caminando con Bloom por el Dublín de Joyce. Sintiendo la pasión con la que sucede y termina The Portrait of the Artist as a Young Man y la desesperanza de aquella noche de invierno en ese cuento de Dubliners.

Pensar en ella, en Eliot, mientras anotaba las páginas de Middlemarch, las aventuras de Dorothea Brooke y el miserable de Casaubon. El vértigo del descubrimiento. El mismo con el que vi, en mi cuarto de Villa Avenue, en un televisor apoyado sobre un estante blanco de Ikea, con los cajones descuadrados y llenos de ropa muy usada, a Toshiro Mifune en su última batalla contra los bandidos de The Seven Samurai.

Sentir la belleza de muchas escenas de La Odisea en la traducción de Segalá Estalella. Repetir la experiencia en inglés en la traducción de T. E. Lawrence. Sentado en un auditorio de Lehman College, memorizándome la descendencia de los dioses en una clase con Marie Marianetti. Caminando por una vereda de Jerome, frente a la armería, con mi empanada portorriqueña –que pagó Walter Blanco– viéndolo devorar el queso derretido de la suya, imaginándolo en el proceso de traducir a Tucídides para la Norton. Esa emoción con la que leí por primera vez, en su traducción al inglés, el discurso fúnebre de Pericles.

Fueron años formativos.

De alguna manera están entrelazados con esa mañana limeña en que cerré por primera vez Cien años de soledad o la tarde en que leí las últimas páginas de La ciudad y los perros. O cuando me reía a carcajadas intentando entender la mecánica de las cartas en Pantaleón y las visitadoras o la técnica con la que Vargas Llosa describe a los personajes desbordados de Canudos en La guerra del fin del mundo.

La risa que me provocaban ciertos pasajes de Bryce en Un mundo para Julius, y los desesperanzados encuentros del autor con Ribeyro en París en La vida exagerada de Martín Romaña. O las letras de canciones populares que se mezclaban con la trama de La última mudanza de Felipe Carrilo.

Y, cómo no, ese descubrimiento de Sólo para fumadores, un libro con la foto en blanco y negro de Ribeyro en la portada, lanzado al rincón después de muchas lecturas, por un grupo de ex recoletanos, en una borrachera de Semana Santa en la playa Pulpos.

Años después de esos libros formativos, me veo en una avión que llegaba a Nueva York desde Madrid. Estaba fascinado después de haber leído Ventanas de Manhattan: el modo en que Muñoz Molina captura las imágenes y los ruidos de la ciudad. También me veo en una cama de Long Island en la oscuridad, en un silencio gozoso, disfrutando como un chancho (un chancho intelectual) con las aventuras de Patti Smith en Just Kids.

Rindo tributo, aquí, al placer de leer esos libros por primera vez. Y quizás invoco a la fantasía de olvidarme de ellos, para volver a sentirlos así, de nuevo.

 

 

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