En marzo de 1870 Charles Dickens ofreció a la reina Victoria una lectura privada de su última obra, El misterio de Edwin Drood, en la que daría a conocer el desenlace del relato, pero la soberana rechazó el ofrecimiento. Tres meses después Dickens falleció sin dejar notas, planes o pista alguna de la resolución del misterio. Sólo seis de las doce entregas previstas fueron publicadas. El huérfano Edwin Drood desaparece de la vetusta ciudad imaginaria de Cloisterham y su reloj y alfiler de camisa son hallados junto al río. John Jasper, maestro de coro y adicto al opio, está secretamente enamorado de Rosa Bud, la prometida de Drood, su sobrino y pupilo, y aunque para el lector es el principal sospechoso acusa inmediatamente de asesinato a otro de esos personajes irascibles e imprevisibles tan queridos por Dickens, Neville Landless, que con su hermana Helena ha llegado de Ceilán.
Tal fue el revuelo que sacudió a la Inglaterra victoriana que los editores de Dickens, Chapman y Hall, se vieron obligados a enviar una carta a The Times desautorizando a cualquier autor que completara una obra que “había quedado inconclusa”. Se ofreció a Wilkie Collins que acabase la novela, lo que rechazó de plano. Sin embargo, otros escritores, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, se lanzaron a la aventura, entre ellos un espiritista que decía estar en contacto con Dickens. La incógnita es apasionante porque con los capítulos conservados no sabemos siquiera si hay o no asesinato, sólo nos ha quedado un inquietante espectro de vecinos reprimidos de una pequeña ciudad, fantasmas, drogadictos y pulsiones sexuales incontroladas.
Este es uno de los cerca del centenar de libros que Stuart Kelly recoge en La biblioteca de los libros perdidos (Paidós, 2007), un universo del que nos ofrece incluso una categorización: la destrucción (James Joyce arrojó al fuego en un arrebato de genio Stephen Hero, aunque no impidió que su mujer salvara buena parte), la pérdida (el manuscrito de Ultramarine de Malcolm Lowry fue sustraído del coche del editor), la obra eternamente embrionaria (la segunda parte de La Galatea de Cervantes) o la que frustra la muerte del escritor, como es el caso de Dickens.
Hay episodios sobrecogedores, como el de Nikolai Gogol arrojando a las llamas para salvar su alma la segunda y la tercera partes de una de las mejores novelas que he leído nunca: Almas muertas. “Hacia las tres de la madrugada del 24 de febrero de 1852 Gogol llamó a un sirviente y le ordenó encender fuego. Empezó a avivarlo con las páginas del manuscrito”, escribe Kelly: “El volumen de papel obstruyó el fuego, por lo cual tuvo que retirar el haz chamuscado, que contenía las partes II y III, y arrojarlas al fuego folio a folio. Una vez concluida la misión se santiguó, besó al muchacho y rompió a llorar”.
En un registro opuesto, Kelly recrea el caso de Joseph Smith Jr., granjero de Vermont (Estados Unidos) que se hizo profeta y aseguró que recibía de un ángel llamado Moroni una serie de placas de oro escritas en “egipcio reformado” que describían la visita de Jesús a América después de su crucifixión; para ello necesitaba unos anteojos mágicos y un gran aparato de seguidores (que nunca vieron las placas pues se escondía tras una cortina). Fuera por probar la fiabilidad de la revelación o porque estaba harta del grupo de amigotes y del ángel, la mujer de Martin Harris, vecino de Smith y uno de los fundadores, cogió un día el manuscrito que su marido transcribía –iba por la página 116–, que desapareció. El profeta dijo que el ángel, en castigo por la negligencia, no repetiría el mensaje, y continuó sin más. Afortunadamente para la nueva religión, nunca fue hallado el manuscrito de la señora Harris, que hubiera planteado más de una incoherencia. Mark Twain calificó el Libro de Mormón de “cloroformo impreso”.
Cuando leí el ensayo de Kelly –uno de esos felices hallazgos de mesa de librería– me apasionó y lo regalé; lo volví a comprar (me costó más encontrarlo) y lo volví a regalar (la ocasión lo merecía). Para adquirirlo por tercera vez tuve que recurrir a todos mis recursos librescos hasta que mi fiel librería Antonio Machado me dijo que lo había conseguido. Llegué allí y La biblioteca de los libros perdidos se había perdido, aunque apareció unos días después. Si se busca ahora en Internet, figura una rotunda leyenda: “Descatalogado por el distribuidor”. Así que el ejemplar que tengo ya no lo suelto.
En 2011 se publicó otro libro con idéntico título (La biblioteca de los libros perdidos, Edhasa, Barcelona, 2011) de Alexander Pechmann, autor alemán que pesca en el mismo caladero. Sin embargo, no son tantas las coincidencias. Ambos hablan del maletín con las primeras obras de Hemingway que extravió en París su primera mujer, de las memorias de lord Byron o de los libros (dentro de los libros) de Laurence Sterne. La diferencia es en mi opinión abismal y no entiendo por qué el libro de Pechmann sigue vivo (aunque ciertamente es más joven) y ha muerto el de Kelly. No quiero sacar conclusiones apresuradas, pero el de Pechmann contiene una referencia a Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas, autor que dedicó al ensayo (sin gran entusiasmo) una columna de El País. Por cierto, prácticamente la única referencia en ambos textos –aparte de Cervantes– al rico acervo bibliográfico hispano.
Pechmann es un bibliotecario alemán autor de otro libro de anécdotas literarias y de alguna biografía que trata de conducirnos por los recovecos de una biblioteca perdida y universal partiendo (cómo no) de una cita de Borges. Aborda a pocos autores con detenimiento (algunos interesantes, como Melville, Cooper y Brown, generalmente norteamericanos, que debe ser su especialidad) y muchos de sus capítulos son demasiado genéricos. Desliza frases que considero imperdonables (en literatura y en periodismo), como cuando se refiere a la reacción de Hemingway al saber que se había extraviado su maleta: “Salió, se dirigió al bar más cercano y se tomó unos cuantos drinks. Algo así debió de haber ocurrido”.
La biografía del escocés Stuart Kelly se traza en la solapa con sólo tres apuntes envidiables: estudió lengua y literatura en Oxford, colabora en la prensa y vive con su esposa en Edimburgo. Por el prólogo deducimos que ha pasado buena parte de su vida buscando libros perdidos, y de su trato a los autores griegos y latinos se intuye una sólida formación clásica y una existencia plácida dedicada a la lectura. “Cada página es un jardín de las delicias”, escribió el suplemento de libros de The New York Times.
A mi modo de ver el libro de Pechmann –mucho más breve– es para leerlo en la sala de tránsito de un aeropuerto, mientras que el de Kelly requiere un sillón cómodo (nunca de orejas, en el que se tiende a sestear), un paisaje en la ventana verde y brumoso y en honor al autor un vaso con un par de dedos de buen whisky escocés (quizá un Highland Park 12 años). Es el mejor bálsamo que conozco para sobrevivir a estas tardes en las que el cambio horario te sume en la desesperanza.
“Dickens ponía mucho esmero en el encargo de las cubiertas de sus obras. La ilustración de El misterio de Edwin Drood, de Luke Fildes, no es una excepción. A la derecha Jasper encabeza la búsqueda del asesino al tiempo que señala, inadvertidamente, otra imagen de sí mismo en el claustro” (Stuart Kelly).