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Libros plúmbeos

 

Imágenes como la del terrorista sujetando el cuchillo y el machete con las manos ensangrentadas en el sudeste de Londres o escenas repetidas como la desolación de Afganistán o la sangría de Siria nos llevan a pensar, en un último rescoldo humano: si las religiones y las creencias nos dividen, nos desangran y nos condenan, ¿por qué no cambiarlas?

 

Es, salvando las distancias –no tantas–, lo que se les ocurrió a los moriscos granadinos a punto de ser expulsados definitivamente de España en las postrimerías del siglo XVI. Al fin, hasta los creyentes tendrán que convenir en que lo que separa a las grandes religiones no es más que un puñado de dogmas, y los dogmas se fundamentan en un proceso de criba de las fuentes. A veces las circunstancias empujan y por ejemplo los ortodoxos, con el turco a la puerta, fueron capaces de ponerse de acuerdo con los romanos, aunque la unión –fugaz– de las iglesias no logró evitar la caída de Constantinopla y se volvió a la desunión.

 

Los moriscos de la península ibérica optaron por corregir los renglones torcidos de Dios. El caso es conocido, una de las páginas más brillantes de las falsificaciones de la historia, pero conviene no enterrarlo en los anaqueles si queremos un mundo menos intransigente para nuestros hijos. En los últimos años se han sucedido publicaciones interesantes y reveladoras sobre los llamados libros plúmbeos e incluso se ha rodado una película documental. Como escribió Julio Caro Baroja, uno de sus principales divulgadores, “se podría fundar un relato apasionante”.

 

El 18 de marzo de 1588, durante los trabajos de demolición de la antigua mezquita mayor nazarí para ampliar la nueva catedral de Granada, muy cerca de la tumba de los Reyes Católicos, fue hallada una caja de plomo embetunada que contenía una tablita con la imagen de Nuestra Señora en traje egipciana (de gitana), un trozo de paño, un huesecillo humano y un pergamino enrollado y doblado. Escrito en su mayor parte en árabe, el documento presentaba textos jeroglíficos con algunos caracteres en griego, pero también un mensaje inequívoco en latín que daba cuenta del contenido del cofre y de su peripecia: un sacerdote llamado Patricio decía haber recibido de manos de san Cecilio antes de su martirio un fragmento del paño con el que la Virgen se había enjuagado las lágrimas durante la pasión de Cristo, un hueso del dedo pulgar del mártir san Esteban y la profecía de san Juan Evangelista sobre el fin del mundo que se transcribía en el mismo pergamino.

 

Se acudió enseguida al concurso de los traductores árabes, hasta que se presentaron oportunamente dos médicos moriscos de gran trascendencia posterior: Alonso del Castillo y Miguel de Luna. Según las primeras interpretaciones, Cecilio, en el curso de un viaje de Jerusalén a Atenas había perdido la vista, pero había sanado gracias al paño de la Virgen, lo que le había permitido traducir la profecía de san Juan del hebreo al árabe y al castellano, algo sorprendente ya que se databan los hechos en el siglo I de nuestra Era. El manuscrito venía a confirmar la leyenda de la presencia de los siete varones apostólicos en Andalucía en época tan temprana y añadía la salvedad de que Cecilio era árabe, como demostraba su firma en este idioma. Leídas debidamente las casillas del ajedrezado, que alternaba letras rojas y negras, la profecía de san Juan presagiaba la llegada de Mahoma e incluso de Lutero en un intento de conciliar al Islam con la fe católica y hasta con la Reforma.

 

Inmediatamente la junta de teólogos y canónigos de Granada decidió enviar una copia del pergamino a Felipe II y dar cuenta del hallazgo a la Santa Sede. Aunque en la esotérica corte de El Escorial contó con algunos partidarios –no así en el Vaticano–, es probable que el caso hubiera decaído, sobre todo después de las más que razonables dudas de algunos grandes sabios de la época, como Arias Montano. Pero surgió una figura proteica sin cuya intervención –siempre interesada y en ocasiones poco clara– el curso de la historia no hubiera sido el mismo. Pedro de Castro, hijo del que fuera gobernador del Perú, se hizo cargo de la diócesis granadina en 1590 tras el fallecimiento de su titular. Si los moriscos tenían sobradas razones, sobre todo después de la sanguinaria represión por parte del duque de Alba de la rebelión de las Alpujarras, para intentar buscar una solución desesperada a su crítica situación, las del flamante –y rico– nuevo arzobispo no eran menores, ya que la reconquista de Granada todavía no tenía un siglo y urgía vincular a la ciudad, presidida por las más bellas joyas arquitectónicas de los nazaríes, con la fe verdadera. 

 

El cofre de la torre no sería más que el anuncio de lo que estaba por llegar. El 21 de febrero de 1595 se encontró en el monte de Valparaíso, sobre el Darro, una lámina de plomo de unos diez centímetros escrita en extraños caracteres “salomónicos” que hablaba de Mesitón, mártir cristiano-arábigo de tiempos de Nerón, y pocos días después otra lámina sobre un discípulo de Santiago, san Hiscio, cuyas cenizas allí descansaban. En los cinco años siguientes y alentados por el arzobispo Castro se sucedieron los hallazgos de reliquias y de los libros plúmbeos, cerca de una veintena. “Puede imaginarse que a medida que se multiplicaban los hallazgos y que resultaban más importantes para la historia de la ciudad, la emoción y el fervor eran mayores”, escribe Caro Baroja: “Los descubrimientos fueron acompañados de resplandores, luces y apariciones; los milagros se multiplicaron: toda clase de enfermedades y males se remediaban invocando a los mártires, con san Cecilio a la cabeza”.

 

Llamado a partir de entonces Sacromonte, el paraje quedó sembrado de cruces y el arzobispo Castro organizó muy de cerca las excavaciones, la transcripción y traducción de los libros, así como una Junta de Calificación que en el año 1600 declaró, entre el alborozo de la ciudad, que las reliquias eran verdaderas y debían ser honradas. Ni siquiera su nombramiento como arzobispo de Sevilla en 1610 –se llevó con él los libros– frenó su afán por desvelar y dirigir estos crípticos mensajes del cielo, que demostraban a la postre la llegada de Santiago a España, la existencia de dos santos árabes y un primer ciclo martirial a las puertas de Granada. Prototipo del clérigo independiente y postridentino, Castro, que vivió noventa años, se manifestó contrario a la expulsión de los moriscos cuando se decretó definitivamente en 1609, ya en tiempos de Felipe III.

 

Desde el primer momento hay dos médicos moriscos implicados en el proceso y señalados sin excepción como los falsarios, de origen y personalidad diferentes. De Alonso del Castillo se dijo que su conversión era ficticia. Estudió medicina en Granada, la única profesión, a medias entre la ciencia y la magia, que te permitía acceso a las clases privilegiadas y a los honores sin necesidad de demostrar la limpieza de sangre. Interpretó por vez primera las inscripciones de la Alhambra, viajó a El Escorial, donde compuso el primer catálogo de libros árabes de Felipe II, para el que realizó tareas de traducción y muy probablemente de espionaje. Mucho más joven, Miguel de Luna, también médico, pertenecía a una linajuda familia originaria de Baeza, estaba casado con una “cristiana vieja” y escribió La verdadera historia del rey Don Rodrigo, una falsa historia de los orígenes de la presencia musulmana en la península, que justificaba por la corrupción de los últimos reyes visigodos.

 

Es probable que en las falsificaciones participaran otros –no se descarta incluso la orientación del arzobispo Castro–; seguramente fue una obra colectiva alentada por una etnia en serio peligro de extinción. La Inquisición y el Vaticano desconfiaban cada vez más del carácter que iban tomando los acontecimientos y no paraban de reclamar los libros para analizarlos directamente. Un embajador español en la Santa Sede llegó a decir que lo mejor que se podía hacer era fundirlos y hacer balas con ellos. A una nueva reclamación de Roma, Castro respondía erigiendo una basílica en la cima del Sacromonte, financiada a sus expensas. Tras la muerte del arzobispo y después de su paso por Madrid, los plomos llegaron a la Santa Sede, en 1643. La comisión formada para analizarlos se demoró veinte años, pero en 1682 dictaminó su condena definitiva y desaparecieron del mapa.

 

Estudiosos, nostálgicos, oportunistas y románticos indagaron sobre el destino de aquel nuevo evangelio que proclamaba que el mensaje originario de Cristo coincidía plenamente con el Islam. Después de que fueron anatemizados ningún investigador tuvo acceso a los libros plúmbeos. Se dijo que se habían perdido, hasta que ya en el tercer milenio alguien dio con ellos, según la versión oficial, en una reordenación de los archivos vaticanos. El entonces cardenal Ratzinger –hoy Papa Emérito– los devolvió a Granada en el año 2000 y desde entonces descansan en el Sacromonte. Son una fuente inagotable para estudiar la sociedad convulsa de finales del XVI y el testimonio de la lucha de un puñado de hombres contra los caprichosos designios de los dioses. No conviene olvidar que las reliquias halladas junto a los libros plúmbeos fueron declaradas auténticas y se veneran en Granada y en otros santos lugares.

 

 

Torre de la antigua mezquita en la que apareció el cofre. Excavaciones y hallazgos en el Sacromonte.

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