Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
ArpaLieve Joris. “Prefiero la vida, vamos, al Dios que la ha creado”

Lieve Joris. “Prefiero la vida, vamos, al Dios que la ha creado”

Hay que rebelarse contra la idea de que la vulgaridad consiste en tener un hogar, una suposición que tiene la consistencia del desasosiego de un libro de Pessoa. Efectivamente, el bardo portugués la dictó, de alguna manera, en su libro más famoso y querido. Pessoa era capaz de invocar en un párrafo una idea y en el siguiente la contraria, aunque, eso sí, siempre en tono bajo, siempre con la misma ternura triste de una lluvia que se precipita sin fuerza, limpia y casi pura: “Prefiero la vida, vamos, al Dios que la ha creado”. Aquí se formula la idea opuesta a la vulgaridad como hogar, tal vez la misma que nos lleve de viaje a África. En el hogar sentimos que la vida es cómoda, liviana, asumible; pero la vida es algo que exige salir a buscarla, o de lo contrario un día nos daremos cuenta de que la vida es eso que nos sucedió mientras aguardáramos a que sucediera la vida. Uno se va de viaje a África para sentirse vivo, el más vivo de todos los hombres. El hogar es el territorio donde, presumimos, entra el Dios que ha creado la vida para protegernos, o que supuestamente ha creado la vida, mientras que la vida suele estar con mucha más fuerza ahí, en la calle, en la ruta, en el paisaje, entre la gente y en los confines, en medio del exceso de humanidad y en los pasos perdidos, en las charlas y en algo que, a falta de otra palabra más audaz, llamaremos los afectos. Vida y hogar se pueden enlazar gracias a la poesía o al viaje por la tensa piel africana.

La vida que ha elegido Lieve Joris (Bélgica, 1953) es pura confrontación con el ánimo con que le sucedió la vida a Pessoa. Ahora bien, ambos comulgan en espíritu de observación: “Supongo que la mayoría de aquellos con los que me cruzo en el acaso de las calles lleva consigo –lo noto en el movimiento silencioso de los labios y en la indecisión confusa de los ojos o en la elevación de la voz con que rezan juntos– una igual proyección para la guerra inútil del ejército sin pendones. Y todos –me vuelvo para atrás y contemplo sus dorsos de vencidos pobres– tendrán, como yo, la gran derrota vil, entre los limos y los juncos, sin claro de luna en las márgenes ni poesía en los pantanos, miserable y hortera”. El párrafo de Pessoa podría estar escrito en un post-it que Joris llevara pegado en la pantalla de su ordenador portátil.

Joris ha viajado mucho, sobre todo por África, sobre todo por la República Democrática del Congo, por Zaire, por como quiera que se llame ese país hoy en día, que mantiene vigentes todas las denominaciones que ha heredado. Pero también por Oriente Medio y por Europa del Este, que son los tres enclaves donde echa raíces su trabajo. La idea que enhebra los viajes de Loris es la de encontrar los milagros entre lo que no dejan de ser residuos provocados por una globalización miserable: visita lo que la economía considera detritus, los lugares donde los dominadores creen que no existe nada de excelso, y encuentra magias que se enlazan con la condición humana, ese otro lugar donde se mezclan los despojos y lo honorable.

“Prefiero la derrota con el conocimiento de la belleza de las flores a la victoria en medio de los desiertos, llena de la ceguera del alma a solas”. Sugiere, de nuevo, Pessoa, en una frase que podría firmar la propia Joris.

Aunque ese conocimiento no cese de echar sal a las heridas. Joris es periodista, formada en la universidad de Utrecht, tras pasar años en Estados Unidos reuniendo algo de dinero para pagarse la carrera, trabajando de au pair. Su formación anterior como psicóloga, en Lovaina, la ayudará a centrar esos personajes que, en sus narraciones, se van definiendo por actitudes, por reacciones, por la consistencia de la medida en que se resisten a las adversidades. Si uno lee La danza del leopardo, se va dando cuenta del estilo de libro de viajes que propone: una redacción depurada de lo que sucede, de los registros, de acciones. Apenas da cabida a la reflexión directa, ni al espíritu de ningún modelo neocolonial, un hábito inevitable, y hasta demasiado bien justificado, en la mayoría de los relatos viajeros que escribe la gente de clase media acomodada cuando va a los países en vías de desarrollo. Si alguien quisiera extraer una conclusión esta vendrá como deducción propia, no como suma de meditaciones de Joris. No cabe duda de que Joris tendrá una opinión personal, y que será una que quisiéramos escuchar. Pero la deja para momentos en que trate con el lector de forma más directa; para las entrevistas, por ejemplo, o para las conferencias.

La danza del leopardo es un texto que se rige por una regla conciliadora: el debido respeto. Su recorrido atraviesa la República Democrática del Congo con una intención que, para hacer uso del lugar común, implica buscar el corazón de las tinieblas. O los corazones en las tinieblas, pues se trata de una obra muy plural. Joris remonta ríos y carreteras hasta lugares donde los conflictos dejaron algo más que territorio quemado, porque también siguen vigentes las leyes de las armas, y encuentra, en mitad de esas tinieblas de espectros, absurdos, dolor y emociones perdidas, los corazones que salvarán al menos a la mitad de los seres humanos.

“Y pensar que en su día estas personas tuvieron una existencia digna, una casa, un pedazo de tierra, una colina”. Se lamenta.

Remonta el río en una barcaza superpoblada y da cuenta de los estratos que incluso entre los derrotados y heridos tienen lugar: “¿Puede llamarse ser humano a alguien que, en la antesala de la muerte, tenga que sufrir semejantes humillaciones?”, exclama, tras describirnos los encuentros con quienes apenas tienen fuerza como para comer una galleta al día, personas que piden abandonar por unos minutos el mísero encierro, que durará días y días, en la bodega del barco, para que les dé un rato el sol. La sensación que da el viaje de La danza del leopardo es la de recorrer un país colmadísimo de gente. Poco interesan los más de dos millones trescientos mil kilómetros cuadrados de extensión del territorio, excepto por la garantía de que a medida que se suman distancias las geografías se van haciendo complejas de salvar; a las barreras que impone la naturaleza, se añaden las de la degradación, incluida la violencia y, cómo no, las consecuencias de las dictaduras. Sin embargo, entre tanta supervivencia no hay desaliento. Joris es capaz de mantener algo que se asemeja mucho a la dignidad, sin abandonar la idea de ser humilde:

“A primera vista, el mercado no se diferencia de otros mercados del interior del país: tenderetes con nombres como Qui Vivra, Verra (Vivir para ver) y Lutte Contre Hausse des Prix (Lucha contra la subida de precios), mesas de madera con montoncitos de hortalizas y frutos, hierbas y sal, cosméticos. Sin embargo, mientras vamos pasando por delante de las mercancías, la gente se me acerca para ofrecerme champán y vinos carísimos, Château Pétrus o Châteneuf du Pape. Cincuenta dólares por botella; solo se venden por cajas. Alguien despliega ante mí un pañuelo blanco con un collar de marfil y pendientes a juego, otro me pregunta si estoy interesada en oro y diamantes”.

Los protagonistas son ellos. Joris es un activo que da lugar a pasiones: “¿Por qué no podrías tú amarme?”, le pregunta alguien con quien coincide más allá de quince minutos. Joris ya está enamorada del país, desde que uno de sus tíos, que era misionero, le hablara del Zaire: “Dominaba ese arte de narrar que, si no tienes, aprendes por fuerza en África”. Le hablaba de los niños que caminaban descalzos por senderos de laterita, cantaba canciones de colores, mostraba pinturas de un arte que nos resulta tan ingenuo como seductor, y le enviaba barajas de cartas donde estaban dibujadas las etnias del Congo, también los pigmeos y los bailarines emplumados. Durante la infancia, se había hecho una idea muy apacible del país; fue el conocimiento el que terminó de derribar la leyenda, la genocida historia de la colonización, el asesinato de Lumumba, la llegada al poder de Mobutu y los efectos de la explotación minera, esa condena a ser el estercolero en el que la explotación del planeta arroja los desechos. El documental de Hubert Sauper, La pesadilla de Darwin, lo retrata de tal manera que no podemos obviar las ganas de gritar y soltar un llanto muy ácido. La forma en que se esquilma toda vida a las orillas del lago Victoria, que aparece en la película, también provoca las consecuencias de lo que va presenciando Joris:

—En Europa, ningún niño estaría enfermo durante tanto tiempo –opina Joseph–, pero aquí… No saben muy bien qué tiene, así que le dan medicamentos para todo a la vez.

Joris no niega su oficio de periodista, a pesar de lo cual, por una suerte de decisión popular, viaja camuflada como miembro de Cruz Roja o Médicos sin Fronteras. Agarrada a su jabón perfumado, como alguien cuya vida ha naufragado se agarra al tarro de mermelada de la abuela, Joris carga su equipaje, un minúsculo hogar, que le aporta una sensación de confianza sobre la que flotar en tiempos de tormenta: unos zapatos de vestir, pantalones, faldas, chaquetas de lino, libretas de notas de tapa dura –todas idénticas–, el saco sábana de algodón con cremallera, la mosquitera, las pastillas potabilizadoras; “mi pequeño mundo a prueba de eventualidades”, como lo define ella. Y con ese pequeño mundo a cuestas, los africanos creen estar encontrándose con alguien que pertenece a una ONG, con una cooperante de buena voluntad, sí, uno de esos que también caminan con mucho egoísmo por delante: “Antes una mujer blanca solo podía ser monja, una religiosa. Ahora las ONG han reemplazado al sistema colonial, implantándose en todas partes”. Así opina Madame MSF (Médecins Sans Frontières), que es uno de los sobrenombres de Joris.

Se muestra muy crítica con la labor de estas organizaciones: “Nos creemos el policía del mundo y nos desplazamos por todas partes para enseñarle al otro cómo tiene que actuar y comportarse. Pensamos que los ciudadanos de estos países no se saben ocupar de ellos mismos (…). Sería mucho más honesto aportar conocimiento y trabajar con el capital local, estableciendo una relación económica en que ambas partes ganaran”, afirma, consciente de que la economía, el miserable factor neoliberal, ese minotauro que salió del laberinto y nos está devorando a todos, también impone ahí su ley salvaje. “Las ONG son una industria que vende ilusión; van para ayudar, generan dependencia y se van”. Denuncia así la sumisión que forjan quienes viajan escoltados en 4×4, en lugar de mezclarse con la gente cabalgando una bicicleta o rompiendo suelas. Cree que los lazos que se establecen generan una dependencia neocolonial: “La mano que da está siempre por encima de la mano que toma”, concluye, para cerrar el debate, aunque, a mayores, en sus libros, en los que la narradora puede llegar a volverse invisible, aparecen miembros de ONG que celebran fiestas de lujo entre la miseria, unas páginas después de describir cómo lucha un desharrapado hippie moderno, integrado también en una ONG, por salvar la vida de un crío.

¿Hemos utilizado la palabra miseria? Cualquier sinónimo de miseria al que recurramos –penuria, desdicha, malaventura o desnudez– seguirá teniendo, también, una fuerte connotación neocolonial. Existe miseria cuando no existe calidez humana, y ese es un regalo que reparten los africanos sin parar en motivos. En Malí Blues, su libro de viajes por Senegal, Mauritania y Malí, explota al cruzar una frontera y dejar atrás lugares más secos, y tal vez con el alma también más seca. Se adentra en Malí observando que el paisaje se inunda de color, “las casas de adobe aparecen pintadas, las mujeres se contonean ataviadas con suntuosos pareos, el ambiente vibra con el alborozo y la animación de la gente. Esta es el África abigarrada de mis viajes anteriores”.

Esos viajes, en los que el Zaire –porque raramente recurre a otro nombre que no sea Zaire para designar a este país– era una obsesión. Todo lo compara con ese territorio en el que más de ochenta millones de habitantes sobrenadan sobre los días y las noches sin tablas de náufrago. Pero ¿cómo se reconoce el valor de la calidez humana que, según Joris, se ha perdido en Occidente? Es posible que se encuentre en la felicidad sencilla, esa que son capaces de conjurar quienes se reúnen alrededor de una hoguera y comparten su único bien, unas tazas de té. Es posible que halle la calidez en este tipo de preguntas, que se le han repetido en varias ocasiones y en diferentes lugares: “¿Hay desempleo en los Países Bajos? ¿A cuánto se encuentra bajo el nivel del mar? ¿Importan los holandeses queso francés?”. Y en lo absurdo que les parece la respuesta afirmativa a esta última pregunta, pues creen que en los Países Bajos el queso abunda como si saliera del cuerno de la abundancia.

Joris habla con todos: desde los blancos racistas hasta los vendedores ambulantes, desde los compañeros de furgoneta hasta los misioneros entregados a su causa, desde las viejas mamás hasta los comerciantes indios que se desperdigan por todo el planeta, desde los miembros de ONG –los honestos y los vividores– hasta los soldados con fusiles en bandolera. En La danza del leopardo nos sumerge en el ambiente de una catástrofe, la de un país sin nación –porque nadie se reconoce como ciudadano de la República Democrática del Congo, pero sí de su cabaña o de su aldea–, casi sin Estado, en una extraña postguerra, un territorio que debería estar en pleno cambio tras la huida de Mobutu. Los niños soldados de Kabila controlan las grandes ciudades, entre ellas Kinshasa, y los reporteros de guerra ya abandonaron el país. La tentación, incluida la de algunas de las personas que la van acompañando, es la de pensar en el sumidero al que va a parar buena parte de la basura de la historia y de un sistema global podrido. Es cierto que los blancos, denuncia alguna de las personas que conoce, tienden a ver las cosas feas de África, entre otros motivos porque se lo pueden permitir, porque por muy cerca que uno se sienta de ellos, siempre tiene un billete de vuelta o el acceso a un billete de vuelta. Pero los propios habitantes de unos países adelgazados por el hambre, el sida o las guerras civiles, no son ajenos a la impresión de tener los pies dentro de un basurero, pues saben lo complicado que resulta levantar un sistema justo sobre una arena de cadáveres.

Existe, en su proyecto de viaje, algo de guerra contra la guerra, para lo cual vuelve a llevar el drama a la dimensión que nos aturde, que es la de la persona, la escala humana: nos afecta más que alguien intente degollar a la hija de nuestro mejor amigo que un atentado galáctico, aunque supiéramos que los otros planetas rebosaran de vida. En la República Democrática del Congo quince mil niñas son violadas cada año, y este tipo de crimen es ya un arma de guerra. A Joris le interesa conocer las lágrimas de alguna de ellas antes que enviar un teletipo con las cifras atronadoras. Para alcanzarlas, hace autoestop en las pistas de aterrizaje, viaja en aviones de carga con un exceso de baúles de contenido confidencial, pilotados por rusos o ucranianos que suelen emborracharse y acuden al consuelo de la prostitución sin temor a la blenorragia ni al sida. El efecto en el relato podría ser tristísimo de no ser porque la suma de prójimos completa una panorámica en la que cabe la esperanza, esa sonrisa y esa amabilidad que podrían ser la flor que nace en un vertedero, pero que le salen al camino con tanta frecuencia como para ser más la norma que la excepción.

“África te enseña que no eres nadie”, le dictó su mejor maestro, Ryszard Kapuściński, en uno de sus primeros encuentros.

“Mi familia y mis amigos me preguntan a veces si no me muero de soledad y de miedo cuando estoy de viaje”, comenta en Malí Blues. Su obra carece de esas emociones, soledad y miedo, y se debate entre las que mejor la combaten: la amistad y la pasión, si es que se trata de bienes distintos.

Sus últimos esfuerzos la han llevado hasta China, intrigada por la corriente de los grandes contratos comerciales y sus consecuencias. Sigue a varios pequeños empresarios que viajan entre Asia y África, descubriendo que el desencuentro social y cultural está también vinculado a las diferencias que implantó la colonización en unos y otros países. Europa es poco más que un escaparate, un montón de piezas de museo al margen de otra realidad, más viva, más presente, más urgente; como si el progreso en serio fuera, ahora, el de ese monstruo hambriento de universos que es el modelo chino.

Muchas voces consideran a Joris una de las mejores periodistas del mundo, aunque no es imposible deducir, tras la lectura de su obra, que ella se reconoce en las palabras que escucha en boca de alguien con quien comparte los días en Malí:

—En cierto modo, me identifico con el protagonista de La educación sentimental, de Flaubert –asevera–. Pese a estar junto a las barricadas y observar los acontecimientos, no sabe muy bien para qué sirve todo aquello.

Este texto pertenece al libro Sueño y verdad. Pioneras en la aventura, que acaba de publicar Desnivel Ediciones.

Más del autor