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‘Limónov’, o cosas que un europeo debe hacer (con la soga al cuello)

 

Hay que leer con mucha atención Limónov, del escritor francés Emmanuel Carrère, y dejarse atrapar por la inmoralidad de su relato, aunque sea por unos días. No tomar partido ni aunque en esta historia aparezcan algunos de los asesinos políticos más respetados del final del siglo XX, que apuraban la botella del delito político con fruición de alcohólico. Hay que leer con atención, pero no sólo los que estén interesados en los países del Este y, sobre todo, en cómo el Gran Imperio Ruso se desmoronó estrepitosamente, aunque en silencio, para convertirse en un estado gasístico y petrolero, patria de todas las mafias y deficiencias básicas en su funcionamiento democrático (la democracia está bien; lo malo es que hay que hacer elecciones, dice alguien en algún pasaje del libro). Podría ser incluso una metáfora del caos que estamos viviendo: ellos, los rusos, forman parte del reparto estelar de Chipre, pues para algo sirve una iglesia en común, ortodoxa en este caso. Es fácil exagerar –ya lo ven- si seguimos al detalle la biografía de Eduard Limónov, hijo de un oficial de la KGB cuya pensión no le llega, hecha añicos la URSS, ni para pagarse un trozo de salchichón. Así podía acabar esta historia, que es la de Europa, y que, como la de España, suele acabar mal.

 

La imagen que descubre a Eduard Limónov como un ser tan contrario a los ritos de la disidencia oficial (no soportaba ver tocar el violoncelo a Rostropovich; sería en nuestras coordenadas como oír a Alberti recitar A galopar una y otra vez) como abyecto, tan provocativo como incorrectamente vomitivo, es cuando consigue entrevistarse con el líder serbobosnio Radovan Karadzic en pleno cerco de Sarajevo para un reportaje de la BBC. El encuentro tiene lugar en un marco incomparable: en las montañas que rodean la capital bosnia y desde donde la machacan, como decíamos, con fruición alcohólica. Veo en YouTube el reportaje y me llama la atención –además del día soleado aunque oigan las explosiones- la voz grave y segura de Karadzic y el tono débil y aflautado de Limónov. En realidad, no llega a decir nada; sólo escucha las indicaciones del poeta-psiquiatra, que con su mano toca literalmente la ciudad y va dibujándola a sus pies y los objetivos de sus obuses. Hay un momento en que recibe una llamada telefónica. Entonces Karadzic se encierra en una absurda carcasa oxidada del viejo teleférico y habla con su mujer. Mientras, a Limónov le ponen a punto una ametralladora. Él no se conforma con mirar por el visor para agradecer el detalle, así que cuando un miliciano con aspecto de haber bebido mucho aguardiente le indica cómo se monta el arma, Limónov se echa cuerpo a tierra, clava el ojo derecho –el cristal de sus gafas de miope- en el telescopio y dispara, según se ve, un cargador. Con placer. Y oímos los disparos.

 

Dispara con decisión. La duda, y puede que sea la clave del libro, es si lo hace con la intención de matar a alguien –no sería extraño- o para demostrar a sus hermanos serbios que él, que renunciaba a ser tratado como escritor –aunque Karadzic se alegra de que hasta un escritor “muy importante” suba a verle a las montañas, así se lo dice con orgullo a sus compinches- y menos como intelectual, no es más que el soldado de una causa juta. Porque esa es la otra cuestión: ¿quiénes eran los buenos y quiénes los malos?

 

Limónov, y también su biógrafo, invierten toda la escala de valores de la burguesía biempensante europea. Estamos hablando todavía de la URSS que en muy poco tiempo se desploma con un silencio ensordecedor, tanto que la literatura que se produce en torno a este hecho es escasa y hasta ridícula. Las fuerzas vencedoras sólo consiguen enarbolar un texto de Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre, aunque pasado el tiempo él mismo reconocería que se había equivocado, que todo estaba por hacer (él, de hecho, no se ha dedicado a la poesía ni a pescar barbos y sigue escribiendo ensayos a cargo de las mejores universidades americanas).

 

Pero expliquemos en unas líneas quién es Eduard Limónov. Más eficaz aún será explicar el significado de limónov: ácido y explosivo. O granada de mano. Ese es el seudónimo que elije Eduard Savienko, hijo, como hemos dicho, del escalafón más pobre y gris del KGB: un vigilante. Llegado el momento de la digresión ideológica, me gusta citar a Terry Eagleton cuando dice que pesan más las injusticias sufridas –o no- por nuestros padres que el pensamiento de cualquier teórico. Pues con toda seguridad, en el joven Savienko pesó más la triste ciudad ucraniana en la que nació, destinada a fabricar armamento químico –y él mismo a ser un productor si no hubiese comprendido que la poesía podía salvarle: darle honores y mujeres-, que las lecciones del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética). La ciudad se llama Dzerzhinsk, en honor del primer dirigente de la NKVD, precedente de la KGB. En el enlace en Google aparece como una de las peores ciudades del mundo y tiene el honor de ser la más contaminada. Luego, Limónov fundará un extraño grupo político, el Partido Nacional Bolchevique, mezcla de estética fascista, nazi, marxismo-leninismo y nacionalismo ruso. Sus inspiradores podrían ser Jim Morrison, Lenin y Mishima. Para entendernos: sus gritos eran “¡Viva Beria!” y “¡Gulag, Gulag!”. Pero la puesta en escena es una mezcla de Sex Pistols, Baader-Meinhof (pero en pobre) y cánticos ortodoxos al calor de los fuegos de campaña en su querida Yugoslavia. La ex.

 

El punto occidental de esta historia estuvo en Nueva York, adonde Limónov se fue a vivir en los primeros años 70 y, renunciando a ser un ruso exiliado, especie que él reconocía a metros de distancia (odia a Joseph Brodsky, luego premio Nobel de Literatura, tanto como a Sajarov, Gorbachov o Mitterrand), acabará mendigando y dejándose sodomizar en los parques, y cuando la fortuna llamó a su puerta se convirtió en mayordomo de un rico con clase del Upper East Side (a esos que le gusta compartir el café y The New York Times con el servicio en la cocina), porque ¿había algo más snob en Nueva York que tener a un poeta ruso de mayordomo? Y luego decimos que el fascismo aparece en la fiesta sin ser invitado. 

 

Pasado por el tamiz de L’idiot international, de Jean-Édern Hallier, la publicación que podía sentar a cenar a viejos sesentayochistas con Le Pen, mientras en los postres podía aparecer Bernard-Henri Lévy, melena al viento, presto para irse unos días a defender a los chechenos (a los que Limónov odia tanto como los trajes oscuros y las camisas blancas de Lévy: al final reconocerá que Anna Politkóvskaia tenía razón)… Pues bien, no es que sea un demócrata, claro que no, pero no permitía que Rostropovich manchase con lágrimas la heroica historia del pueblo ruso y sus desgracias. Una buena lección de historia este Limónov. Es lógico preguntárselo de nuevo: Alemania aceptó la fragmentación de Yugoslavia, la ex, y quién sabe si Europa vuelve a fragmentarse sin saber, de nuevo, dónde están los buenos y los malos.

 

Pero volvamos al principio para acabar, a las montañas de Sarajevo, a la escena con Karadzic. Si la duda nos asaltaba cuando veíamos al autor de El libro de las aguas, su gran obra (hay más: Diario de un fracaso, El poeta ruso prefiere a los negrazos, que sólo a un editor francés se le ocurre ese título, e Historia de un servidor) disparando sobre la ciudad, cuando se encuentra con un viejo conocido, de nombre Arkan, la duda pierde fuerza. Todo es verdad. Hasta Emmanuel Carrère, el autor del libro, cree que donde de verdad mató Limonov fue en la Krajina. ¿Qué los poetas no matan?

 

Mitad monje, mitad soldado, Limónov acabará arrancando de Carrère bellas palabras y el reconocimiento después de pasar cuatro años en las cárceles rusas acusado de terrorismo, el lugar donde se acabará sintiendo lo que tanto buscó, ser un héroe, un gran hombre. Sí, es la verdad según Orwell, tan presente en el libro, así nos joda, y será con sus palabras como definirá a Savienko, Eduard Veniamínovich Savienko. Limonov es un hombre “decente”, que posee la virtud de la “common decency” (palabra de Orwell).

 

Esta es la lección que nos da Emmanuel Carrère: hay dos cosas que un hombre debe hacer una vez en la vida, matar y dejarse dar por el culo. Esto es historia de Europa.

 

 

Post morten:

 

Ha caído Boris Berezovski. Carrère, qué ojo tienes. En la página 332 de la edición de Anagrama de Limónov describe cómo una vez acabado el tiempo de Yeltsin el propio Berezovski, un oligarca todavía con tiempo y dinero para conspirar, tiene la ocurrencia de proponer a un chequista con pasado en la Alemania del Este para ocupar la más alta magistratura del imperio ruso. Lo va a buscar a Biarritz, donde pasa unas vacaciones con su familia. Se llama Vladímir Vladímirovich Putin. Modestamente le dice que no tiene las aptitudes. Modestia aparte, en tres años, el ex feje de la FSB está sentado en el Kremlin y Berezovski y Gusinski, otro oligarca, exiliados en el Reino Unido. El último, Jodorkovski, se pudre lentamente en Siberia, por más que ha pedido perdón, como el propio Berezovski, según ha dicho el Kremlin al conocer su inesperada muerte. ¿De nuevo el polonio?

 

Que lo diga Carrère: “Berezonvki, tan orgulloso de su maquiavelismo, acaba de hacer la peor jugada de su carrera [lo de proponer a Putin]. Como en un película de Mankiewicz, el oficial anodino y obsequioso va a revelarse como una implacable máquina de guerra y a deshacerse uno tras otro de los que le han encumbrados”.

 

 

 

Manuel Calderón es periodista. En FronteraD ha publicado Normas para no atragantarse con la moral

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