Eran las cinco de la tarde cuando sonó un mensaje en mi móvil. Al abrirlo, la frialdad: “Calle 240, número 45, segunda planta”. Parecía la dirección para la entrega de un cargamento de droga. O el encuentro con un asesino en serie. Antes de acudir a la cita intenté verificar que aquello no era una broma de algún lituano obseso por la musculación, pero allí nadie contestaba. Y mi curiosidad por conocer me hizo presentarme a pelo, descubriendo que tras aquella puerta vivía Cristina, una polaca que nunca me dijo a qué se dedicaba pero que sobrepasaba con creces los cuarenta años de edad e iba arreglada como si en vez de querer hacer el acto nos hubiéramos tenido que ir a cenar y bailar.
Su casa, de estilo extraño, semi vacia en su salón, con sólo un sofá y una pequeña mesa; la cocina, completamente desguarnecida de alimentos o utensilios; el baño, tan gigante como rocambolesco, con una lavadora junto al váter y éste, sin tapa; y finalmente su habitación, de dimensiones bíblicas, sospechando que allí una obra no artística debía haber unido previamente diferentes estancias.
Tardó en dirigirme la palabra, llegándoseme a pasar por la cabeza que tuviera serios problemas de comunicación. Pero en una momento de la tarde que ya casi se hacía noche, sonó la puerta. Y esta vez, predije, no debía ser yo.
Mientras Cristina la abría calculé visualmente sus dimensiones físicas, con un trasero prominente y unas piernas arqueadas. Su melena, eternamente rubia, envidia de las españolas de los extrarradios, se posaba sobre su espalda atlética llegando hasta la cintura, aparentemente de madera por los lentos movimientos que generaba su cuerpo. Cuando se dio la vuelta verifiqué que no era fea aunque tampoco joven; y que quien había venido a su casa no era más que un repartidor de comida con unas bolsas de plástico repletas de cajas de cartón.
Aun casi sin dirigirnos la palabra terminé por conocer a una Cristina a la que la alimentación le interesaba mucho menos que la estética. Y no sólo lo comento por las diferencias de inventario entre su baño y la cocina. Lo digo porque la muy desgraciada había llamado al KFC, esa cadena de comida rápida norteamericana que fríe casi tantos pedazos de pollo en piscinas de aceites cancerígenos como McDonald’s tira a la plancha hamburguesas de procedencias sospechosas. Debo reconocer en mí una ilusión inusitada por el comer y el beber que quedan lejos de lo que oferta el Kentucky Fried Chicken. Aun así mordisqueé algo de pollo, casi siempre recubierto de un lamentable pan rallado o algo parecido.
Tras ver como se ponía ciega me invitó a su habitación, donde nos dejamos caer en la cama. Y seguramente porque sólo dirige la palabra después de comer comenzamos una leve verborrea en donde le tuve que sacar datos y opiniones con sacacorchos.
—¿De dónde en Polonia?
—¿Has estado?
—No.
—Entonces no preguntes.
—Pero me gusta la geografía: ¿Katowice? ¿Varsovia? ¿Poznan? ¿Cracovia?
—Qué curioso, la primera ciudad que has nombrado no es muy importante.
—¿Acaso eres de allí?
—Oye, yo siempre había escuchado que las prostitutas no hacen preguntas a sus clientes.
—Yo no soy una prostituta; yo soy un auténtico señor.
Y así prosiguió la cosa hasta que descubrí que a Cristina, aparte de comer y no dialogar, prefería ducharse después de hacer el acto. Y eso que yo insistí.
—Mira, ¿no me ves lo arreglada que voy? Ya me duché; y estoy bien limpia. A lo mejor tú muestras el interés porque tú sí que necesitas esa ducha.
—Debes saber, Cristina, que cuando yo invito a la ducha a una dama no sólo es por un tema higiénico. De hecho, podríamos orinarnos encima para que comprendieras que nada tiene que ver con eso. Porque, te informo, que cuando dos personas se meten juntas debajo de un grifo no es sino para iniciar ese preámbulo sexual que incluso a veces, por los juegos que se generan, no culminan ni en la cama.
—Pues yo de aquí no pienso moverme. Además, el que paga manda.
Tras tanta violencia, y antes de retirarla las ropas, intenté por otros caminos que aquella pieza de turrón duro se ablandara. Pero fue inútil. Aunque nunca debe considerarse un fracaso el hacer el bien o al menos intentarlo.
—Hueles muy bien.
—Por supuesto. En eso me gasto mi dinero.
—Deberían existir clasificaciones para la piel de las personas, antes y después de la exposición de éstas a productos químicos.
—¿Qué insinúas? ¿Qué huelo bien por el maquillaje y la colonia?
—Evidentemente hueles de maravilla por todo lo que llevas encima. Pero eso no quiere decir que tu piel sea, también, un deleite de sabor.
—No me chupes mucho, que me molesta.
Y así comenzó un acto sexual antipático mientras Cristina se quitaba la ropa y yo esperaba la orden de ataque. En esas, comprobé que un horrendo cuadro abstracto lo había utilizado como diana para un trío de dardos. Y esa imagen antes de desnudarme, la verdad, me cortó el hipo. Que tantos silencios iniciales y tantas respuestas maleducadas a posteriori crearon en mí cierta incertidumbre de si iba o no a salir vivo de allí.
—¿Es que no te vas a desnudar?
—Yo, cuando pagaba, las desnudaba a ellas.
—Aquí mando yo. Y corre, que no tengo toda la noche.
Los treinta segundos antes de comenzar a tocarnos casi se podían cortar. Como en un funeral o en ese corredor de la muerte donde esperan ciertos presos anaranjados sus días contados, yo la miraba mientras ella lo hacia al limbo, metáfora de donde iba a ir yo a parar. Por supuesto no constaba erección en mi cuerpo y comenzaba a concentrarme en cómo iba a salir de ésa, con la dosis de Cialis más cercana en alguna farmacia desconocida del barrio de Cristina. Pero tras ese medio minuto saltó sobre mí y comenzó a besarme como si fuéramos novios de estreno. Su lengua, como áspera, y su aliento, que desprendía un hedor a alguna extraña sustancia que usan las mujeres para arreglarse el mal olor, no terminaron de ayudar a que aquello tomara vuelo. Pero mira tú por dónde, Cristina, agazapada en una posición fetal, se aproximó a la zona en cuestión con la idea de ayudar. Y esa boca que segundos antes había sido ciertamente molesta se transformó en pura ayuda humanitaria. Tras la erección, comenzamos el trote perdiguero; y tras éste, noté como un chasquido, un leve gemido, y un desvanecimiento. Juro que no llevábamos ni quince segundos unidos. Aquello parecía una broma aunque yo apostaba a que Cristina debía ser una actriz fracasada que en momentos como ése se sacan de la chistera una lipotimia muy currada. Pero no. Al sacarla, le zarandeé la cabeza y las tetas –primera vez que las tocaba: blandas y gigantescas- yéndome directamente a por el pulso no fuera a ser que me fueran a tomar por necrófilo. O asesino. Y aunque aquello daba latidos, soñé despierto con unas buenas esposas hasta la comisaría más cercana y unos grilletes en los pies hasta mi muerte en alguna infecta cárcel camboyana, donde una veintena de polacos de su misma sangre montarían guardia hasta el día de mi muerte o liberación, donde habría sido ajusticiado a la salida.
Tras llorar de miedo, casi defecándome encima, la eché un vaso de agua con el vaso incluido que creo que fue lo que la despertó. Al verme llorar volvió a su estado inicial.
—No te he traído aquí para que llores, maricón.
—¿Estás viva?
—Pues claro, ¿estás loco?
—No… te habías quedado dormida.
—Me imagino. Deja que te pague y márchate.
A mí la lipotimia no me dio de milagro. Porque aceptar que aquella señora podía haber muerto me hizo replantearme todo este proyecto sexual en donde sigo casi cambiando el dinero que gano. Al llegar a casa me encontré un mensaje en el buzón de voz de mi móvil de una señorita de tonada sensual: “Mi amol, tenías el teléfono apagado. Llámame cuando estés disponible que quiero conocelte”. Tras escucharlo bajé a la tienda más cercana donde me hice con un libro de reservas, como los restaurantes, y en donde abriendo por el día que tocaba escribí: “Mañana temprano llamar a la supuesta cubana”. Creo que al paso que voy debería apuntarme a un gimnasio. Además de exigir un examen psicológico a todas las aspirantes. Por el bien de todos.
Joaquín Campos, 22/09/13, Phnom Penh y Kep.