Aunque es frecuente que de buenos libros salgan películas horrendas, solemos olvidarnos de aquellos casos en que las adaptaciones a la pantalla “superaron” a la versión escrita. Solo hay que acordarse de la filmografía de Hitchcock para caer en la cuenta de que de unas novelitas mediocres pueden emerger grandes obras cinematográficas e incluso tótems literarios como Philip K. Dick tuvieron que reconocer el valor de lo que Ridley Scott estaba haciendo –el maestro de la ciencia ficción estadounidense murió poco antes de que Blade Runner estuviese terminada– con su ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?
Tal vez las versiones de Mujercitas de Cukor o de Lo que el viento se llevó de Victor Fleming sean superiores a sus precedentes literarios, pero tampoco eran estas, pese a su popularidad –y a diferencia de Matar a un ruiseñor de Harper Lee, igualmente bien llevada al cine– obras de envergadura. ¿Pero cómo comparar cualquiera de las adaptaciones de Los Miserables -y eso a que a mí me gusta bastante la de Bille August, con Liam Neeson y Geoffrey Rush-, Guerra y Paz, Cumbres borrascosas o El Gran Gatsby, entre otros hitos literarios, con sus respectivas novelas? Escalofríos me da pensar lo que habrán hecho en Netflix con Pedro Páramo.
El problema probablemente sea querer medir disciplinas estéticas distintas cuando ya es de por sí complicado comparar en términos cualitativos miembros de una misma especie, pero reconozcamos que es difícil evitar participar en el juego. ¿Qué es mejor? ¿El Padrino de Puzo o la primera entrega de la trilogía de Coppola? ¿El corazón de las tinieblas o Apocalypse Now? ¿El nombre de la rosa de Eco o el de Jean-Jacques Annaud? ¿La naranja mecánica de Burgess o la de Kubrick? ¿La Carta de una desconocida de Zweig o la de Ophüls? ¿El halcón maltés de Hammett o el de Huston? ¿El gatopardo de Lampedusa o el de Viconti? ¿El Doctor Zhivago de Pasternak –habrá quien se esté llevando las manos a la cabeza, pero yo lo pregunto en serio- o el de Lean? ¿El cuento de la criada de Atwood o la primera temporada de la serie homónima?
Hasta hace no mucho me daba pánico ponerme a ver la adaptación de cualquier gran texto literario que me hubiese dejado huella, porque con algunas de las excepciones arriba mencionadas solía salir bastante decepcionado, preguntándome amargamente por qué no se habían estado quietecitos. Pero también fui desarrollando una aversión a lo contrario, a leer el texto en el que se habían basado determinadas películas, especialmente cuando estas entraban a formar parte de esa difusa, pero rotunda categoría de “mis favoritas”. Si la novela, o la obra de teatro, era considerada un clásico consideraba un deber profesional arriesgarme. Pero especialmente con la literatura más contemporánea podía permitirme hacerme el despistado. Al fin y al cabo, hay tanto por leer.
La prueba de que esta idea me ha debido de privar de algunos grandes deleites la tengo sobre mi mesita de noche. Durante más de tres décadas renuncié a leer, porque pensaba que debía de tratarse con seguridad de uno de esos casos en lo que la película mejora al libro, Los restos del día de Ishiguro. La sencilla razón era que la película es perfecta. Trama, ambientación, dirección artística, música, Anthony Hopkins y Emma Thompson, aunque suene a lugar común, especialmente en el caso de la actriz, en verdadero estado de gracia… Lo que queda del día, como se tradujo al español, tuvo una gran y merecida acogida el año de su estreno, 1993, y si no recibió más premios fue porque en la hornada de ese año había títulos como La lista de Schindler, El Piano, En el nombre del padre, La edad de la inocencia o Tierras de penumbra. Casi nada. Considerada, para mi gusto de forma forzada, más por la ambientación que por el periodo histórico en que se inserta –el periodo de entreguerras y la inmediata posguerra– una película de época, la cinta me maravilló desde aquel lejano año de su aparición y desde entonces la habré visto una media docena de veces. ¿Qué podía aportarme el bueno de Kazuo si hasta él mismo reconoció que le había encantado? Pues fijaos qué cosa más curiosa. Para empezar, mejorar retrospectivamente lo que podríamos llamar mi(s) experiencia(s) de la película. Y esto no tanto por aportar datos suplementarios a los del metraje, por presentarme a nuevos personajes o darme a conocer episodios eliminados de la adaptación, sino por permitirme saborear lo mismo –la absorbente intriga política, la inmersión en un tiempo y un espacio tan singulares, la entrañable al tiempo que agónica relación entre la pareja protagonista, las sensaciones de incomprensión, pérdida, soledad, el desvelamiento de lo que siempre ha estado ante los ojos– de una manera que siendo diferente me ha resultado enigmáticamente idéntica. De una identidad, digamos, aumentada hasta el punto de que hasta la banda sonora, ausente obviamente del libro, resuena en mi cabeza con una particular intensidad.
Y es que el filme es de una fidelidad casi imposible, demostrando –“Bienvenidos a Críticas que ya nadie necesita, su rincón cinéfilo” – que el irregular Ivory supo recoger en 134 minutos las casi 300 páginas del libro sin dejar fuera nada, nada que pudiéramos echar de menos, porque eso que no está –algunas elocuentes reflexiones de Mr. Stevens sobre el oficio de mayordomo, algunos diálogos punzantes, algunas descripciones psicológicas, la construcción, en suma, de un mundo pletórico de verosimilitud– no podría al mismo tiempo haber sido suprimido del texto sin que se notase el dolor de la amputación.
Desde luego es posible –incluso me inclino a pensar que bastante plausible– que de haber leído el libro años atrás, antes de ver la película incluso, este diálogo habría sido muy diferente. Puede que menos apasionado. En cuestiones estéticas el orden de los factores no solo suele alterar el producto, sino que un cambio en la posología puede variar por completo el resultado produciendo a veces efectos secundarios insospechados. No es lo mismo, por ejemplo, levantar desde el papel la figura de miss Kenton que evocar con nitidez, casi con los cinco sentidos, a la que encarna Emma Thompson, especialmente en ciertos recodos de una vida que roza ya la cincuentena. Pero al margen de esto, lo que es innegable es que me han entrado unas ganas tremendas de volver a ver la película. Incluso –temo que para esto último pasará algo más de tiempo, ¡no treinta años!– de releer el libro. De enfilar una vez más, siempre por última vez, el Ford de mister Farraday –Las maravillas de Inglaterra de Jane Symons en la guantera– rumbo a Cornualles.