Moby Dick de Led Zeppelin en la radio del auto,
leen un poema de Antonio Cisneros sobre dos ballenas que se pudren en Conchán
Cuando estaciono, aparecen imágenes de los ochentas
Por ejemplo: esa isla frente a San Pedro
y el sonido de la batería como fondo. Desde algún estadio.
Tal vez en Inglaterra.
Aparece además la memoria de una playa concurrida
(¿Puerto Viejo?)
las olas en esa esquina del océano se arremolinan
–nos dijeron–
Veo el cuerpo de una niña
un salvavidas, alguien con las dos manos sobre su pecho hinchado
Gritos de desesperación.
Año 2003: mi padre dentro de un tren C
comparando al cetáceo
con una mujer muy grande
cuyo poto rebalsa sobre tres asientos del vagón,
desde Brooklyn hasta Manhattan.
Ahora mi auto apagado frente al reservorio. Moby Dick ya no está.
Cruzo la avenida Goulden buscando un recuerdo:
el de mis manos sosteniendo mi primer libro de Cisneros
Ese poeta que ahora es una estatua
Esa que (cuando el humo de Miraflores sube lo suficiente)
las ballenas pueden ver
desde el mar.
Entro al edificio, saco la llave, abro la oficina.
Entonces aparece la historia de la matanza,
la sangre sobre las aguas –la carnicería– y el aceite.
Ese que iluminó tantos libros.
Esa imagen, sin música, me lleva
a un mechero de keroseno dentro de una casa hecha de piedras
a una noche en la costa de Arequipa,
a la oscuridad que se cortaba de pronto,
con el temblor de una cinta de fuego,
a la infancia
y a los años luz.