Suena Things have changed,
de Bob Dylan
Después de conocerse la muerte de Philip Seymour Hoffman, de haberse visto el peor partido de la historia de la Super Bowl, celebrado el pasado 2 de febrero, y de asistir a la actuación en playback de Red Hot Chili Peppers en la ceremonia del citado evento deportivo, descubrir que Bob Dylan aparecía en uno de los anuncios de coches que lo patrocina, además de vender una de sus canciones más conocidas para otro de yogures, el mordaz Bill Maher en su show televisivo afirmó que aquel había sido un mal día para los Estados Unidos de América. A Dylan, mito todavía vivo de la canción protesta, a pesar de haber renegado de ello hace décadas, le llovieron las críticas como chuzos de punta.
Pero tal y como nos mostró I’m not there (Idem, 2007), la fantástica película de Todd Haynes, la caleidoscópica personalidad artística de Robert Zimmerman le ha convertido en un personaje imposible de definir, y, por tanto, imposible de conocer. El suyo sería un retrato hecho por Marcel Duschamp. En aquella película la figura de Dylan se multiplicaba en numerosas capas, algunas que remitían a la propia realidad del artista y otras a la pura leyenda, lo que hacía que se tratará del intento infructuoso de hacer un biopic sobre alguien que en realidad no sabemos quién es –llevando al extremo, no solo narrativamente, sino en cuanto a la puesta en escena, los planteamientos de Orson Welles en Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941)-. Así pues, la imagen de Bob Dylan vendiendo coches preguntando de forma retórica y patriótica si “¿Hay algo más americano que América?”, contrariamente a provocarnos un conflicto con el Bob Dylan antaño comprometido o reacio a venderse, podría ser la de alguien que escribiera en su guitarra aquello que decía Walt Whitman: “¿me contradigo?, muy bien, me contradigo”.
Pero ya está la figura de Bob Dylan imponiéndose cuando no era del autor de Desolation Row a quien había que dedicarle este tiempo y este espacio. O tal vez resulte imposible no hacerlo tal y como sucede en una de las imágenes finales de la última película de Joel y Ethan Coen –firmando conjuntamente por octava vez la dirección-, la magnífica Inside Llewyn Davis, cuando su protagonista, después de su enésima actuación en el Gaslight Café, y antes de que en el callejón trasero el destino personificado en forma de desconocido le aseste un par de golpes, aparece un cantautor, un aspirante más, a quien identificamos por su silueta y sus primeros acordes con aquel que no tardará en llamarse Bob Dylan. Ahí están reunidos el éxito y el fracaso, representados en una y otra figura. Es esa una coincidencia históricamente probable, ya que estamos en la zona de Greenwich Village en 1961, cuando el panorama musical lo protagonizaba el folk, y Llewyn Davis parece estar inspirado, a pesar de las negaciones de los Coen, en el músico Dave Van Rock. Ese instante es necesario para completar el discurso de un film que nos cuenta cinco días en la vida de un perdedor, alguien que deambula de forma errática entre apartamentos de amigos, el hogar de su hermana, el piso de intelectuales progres y caritativos que buscan estar a la última. Llewyn Davies, con su vida sin rumbo, su actitud melancólica, como la de ese gato que todo el rato le acompaña y que parece por momentos un espectro, se nos aparece como uno de los reversos del gran Bob Dylan.
La secuencia final nos recuerda a otra secuencia perteneciente a Ed Wood (Idem, 1994) la película de Tim Burton cuando este todavía prometía cosas importantes y no convertirse en una marca de fábrica. La película dedicada al mal considerado “peor director de la Historia del cine” provocaba el encuentro, este sí históricamente falso, entre el protagonista y el gran Orson Welles. En una misma secuencia Burton reunía el prestigio como artista y su más deplorable reverso, aunque la misma ilusión por hacer cine, la misma lucha, contra la industria, contra la incomprensión, para llevar acabo su arte. La grandeza y la miseria, sabemos en el momento de ver la secuencia y con perspectiva histórica, quedaron marginadas. Ed Wood pasó a ser considerado un director extravagante, tarado, cutre y lamentable. Orson Welles fue tildado de genio megalómano, caprichoso y ruinoso. Sin embargo, uno y otro compartieron una incuestionable integridad artística porque creían en lo que hacían y fueron hasta sus última consecuencias, sin ceder, sin doblegarse.
Sobre el fracaso, también, ya nos hablaron los Coen en otra de sus películas, la turbadora Barton Fink (Idem, 1991) en la que inspirados en el novelista William Faulkner y en su torpe andadura hollywoodiense, cuando fue reclamado por los estudios para escribir guiones y él olió el dinero y el éxito. Barton Fink pasa de ser un talentoso autor teatral a ser un peón más en una maquinaria que le supera, le angustia y le devora. Los Coen, entonces, pusieron en escena la verdadera pesadilla vivida por el protagonista, introduciéndolo en situaciones kafkianas, hasta convertir la pantalla en el reflejo de la locura que afecta a su protagonista cuando en él se produce un bloque creativo. Ahora, en Inside Llewyn Davis, lo onírico se ha transformado en un frío invierno presidido por un gris plomizo que parece emborronar a su protagonista. El pánico del protagonista se ha transmutado en desencanto, amargura y cierta resignación, pero con el convencimiento de sentirse íntegro. Puede que a Llewyn Davis le rujan las tripas de hambre o le castañeteen los dientes por el frío y no tener un abrigo, pero al él no acuden pesadillas como le ocurre a un Barton Fink que no supo ser honesto consigo mismo.
Con el tiempo parece ser que los Coen se han convertido en esa clase de cineastas que en cada instante, a lo largo de la película, nos dicen algo nuevo, nos aportan algún detalle, pero sin levantar en exceso la voz, y solo concediendo paso al absurdo de forma muy puntual. Por ello no ha de parecernos una concesión excesiva, o gratuita, los momentos musicales que aparecen en el film. Hay dos de ellos, junto con el citado anteriormente, que son primordiales. El primero, cuando Llewyn Davis accede a colaborar en una sesión con su amigo Jim y se siente decepcionado consigo mismo por venderse por un cheque y por grabar una canción que le parece una estupidez. En el segundo, el protagonista realiza una audición que le podría suponer un contrato para actuar. La respuesta del productor es lapidaria: “no veo mucho dinero aquí”. Llewyn Davis aguanta estoicamente y escucha, como si fuera una simple perorata el discurso que le da el otro, aconsejándole que recupere a su antiguo compañero y forme un dúo o que acepte un papel secundario en un trío que está formando.
No sabemos, llegados a ese punto, si es integridad u orgullo, pero Llewyn Davis decide coger su guitarra, volver a casa y seguir intentándolo en los mismos locales de siempre, cediendo el escenario a alguien que décadas después nos habrá dado clásicos como Like a Rolling Stone, Simple Twist of Fate, Subterranean Homesick Blue, etcétera. Sobre Llewyn Davis podemos hacer suposiciones y preguntarnos si haría anuncios de coches si en un callejón dejara de esperarle el destino en forma de desconocido con abrigo y sombrero para asestarle unos cuantos golpes.